n José Blanco n

Unidad diversa

Como pocas religiones, el catolicismo tuvo siempre pretensiones ecuménicas. Los caminos que hoy busca Juan Pablo II para reforzar tal pretensión se actualizan con el mundo globalizado y sus tendencias culturales básicas.

El signo de nuestro tiempo, el que acaso engloba el mayor número de aspiraciones, esperanzas, anhelos e ilusiones, es el de los derechos humanos. Aquí caben todos los reclamos sociales posibles y, afortunadamente, tales derechos son creciente y universalmente aceptados. Un aspecto de estos derechos es la exigencia de ser respetado en la identidad cultural propia de cada grupo social. El aumento sostenido de esta exigencia no es sino la otra cara del avance de la globalización: una forma de reforzar la trinchera propia, desde la que se participa en la globalización ineluctable.

La asunción, por la Iglesia, de estas realidades ųglobalización, derechos humanos, demanda de respeto a la identidad propiaų, la lleva a intervenir con una nueva ''evangelización inculturada'' para el continente americano, contenida hoy en la exhortación apostólica postsinodal Eclessia in América, proclamada en esta tierra.

Juan Pablo II busca abanderar las demandas más sentidas de las mayorías y, desde ahí, critica el ''modelo neoliberal'', la opresión económica, la violencia, la corrupción, la segregación racial, el incumplimiento de los derechos humanos y sociales de indígenas, afroamericanos y, en general, los de la extensa capa de seres humanos indigentes de este continente.

Nuevos alientos morales bullen en las tesis del sínodo americano, que pueden dar impulsos a nuevas actitudes civilizadas y civilizatorias vinculadas a la tolerancia. Una tesis que busca abrirse paso en tal sentido es la que comienza a afirmar que no hay pecadores sino pecados. Para quienes descreemos de toda religión ųpor lo que hace a la explicación de la existenciaų, esa distinción puede parecer insustancial. Pienso que tesis como esta pueden contribuir a operar un cambio básico en las relaciones humanas entre el extenso número de creyentes católicos de América, y entre éstos y los fieles de otros credos y con los igualmente dignos de respeto ateos, irreligiosos, escépticos y agnósticos que en el mundo somos (y que, con el tiempo y la instrucción, seremos más).

Una tesis como esa se hace posible poniendo por delante la integridad y la dignidad de la persona humana (el individuo que el mundo moderno siempre defendió), sea cual fuere su sexo, su preferencia sexual, su religión, etnia, color, ideología, nacionalidad. Todos debemos tener los mismos derechos humanos y ser merecedores del mismo humano lugar en el mundo, cosa que está aún lejos de realizarse en el orbe, incluido, por supuesto, México. Ahí está la base de la tolerancia y la aceptación mutua, ahí está también el cimiento de la posibilidad de la democracia.

Juan Pablo II y el sínodo americano reconocen la identidad específica de cada grupo y cada etnia a través de su tesis de la ''evangelización inculturada'' pero, dialécticamente, también quieren a todos en un bloque llamado América. Una unidad diversa (si las hay). Es también el signo de los tiempos: los bloques regionales de la globalización de hoy: a ustedes, americanos, les corresponde integrarse con su polo dominante, Estados Unidos, no hay de otra.

De otra parte, Juan Pablo II reclama por mayores bienes terrenales para los pobres de América, y cree que ello puede alcanzarse por la solidaridad. Esta tiene su papel, pero mal harían los pobres de todos los colores y etnias sentándose a esperar que el mensaje del sucesor de Pedro obre milagros, como el de los panes y los peces. No ocurrirá. Los en general bellos principios morales que ha sostenido sin tregua la doctrina cristiana por dos milenios, no se han vuelto hechos durante las eras transcurridas, porque los milagros no existen y las sociedades operan por impulsos distintos a la moral proclamada por la Iglesia católica, aun cuando esta moral haya buscado ser sustentada en la creación del mundo. Los marginales del mundo mejorarán su destino cuando estén preparados para acompañar sus demandas de la fuerza política necesaria. De veras.