n Ugo Pipitone n

Una utopía

Las autoridades argentinas están promoviendo la idea de adoptar el dólar como moneda nacional. Así que ahora el gobierno del inefable Carlos Menem considera insuficiente que el valor del peso argentino esté anclado al dólar, como ocurre desde 1991. En el otro extremo del continente, alguien que alguna vez fue un gran combatiente contra la dictadura de su país para convertirse después en lo único que le faltaba al Caribe, un caudillo comunista, declara que la globalización así como funciona ahora durará una década más para dar paso después a una ''globalización solidaria'', que obviamente sólo él, el Nostradamus caribeño, sabe lo que significa. Mientras tanto, la economía brasileña sigue comportándose como una mina flotante con el peligro de que algún barco, en versión de economía nacional, se hunda a consecuencia de un contacto demasiado cercano. Pero Fernando Enrique Cardoso tenía que ganar las elecciones sin alterar el tipo de cambio y el objetivo se alcanzó. Y esto era lo esencial. Las demás son minucias.

Y uno se pregunta de qué sirve intentar pensar, buscar salidas, especular, ponderar y calcular en medio de un escenario en que los políticos latinoamericanos aparecen a menudo como la expresión más cumplida de una absurdidad colectiva aparentemente ineluctable. En Brasil hay un dicho, cuya validez trasciende sus fronteras: el país avanza de noche, cuando los políticos duermen. Aparentemente es una broma. ƑLo es? Y uno termina hasta por tener simpatía por la última ocurrencia de Menem: eliminar la moneda nacional y sustituirla por el dólar. Si es cierto, como lo es, que una parte escandalosamente alta de los problemas que en forma de barbarie civil, dolores humanos y atrasos históricos afectan a la región, vienen en estas partes del mundo de políticos que se consideran a menudo a sí mismos redentores y Mesías de la modernidad, tal vez lo más sensato sea quitarles espacios de decisión. O sea, oportunidades de hacer daño. Deleguemos entonces la política monetaria nacional a Estados Unidos. Sólo queda un problema o, mejor dicho, algunos otros: Ƒa quién delegar la política fiscal, la educación pública, la política agraria, las tareas de policía, la justicia y lo demás? Porque está claro que en todos estos terrenos los problemas no son menores que en el caso de la política monetaria y cambiaria.

Seamos honestos. Sólo hay dos posibilidades. La primera es seguir el rumbo de los políticos providenciales, Menem o Castro o como se llamen. O sea, los líderes iluminados que sienten la necesidad de entregar sus países a la guía técnico-moral de los redentores universales.

Llámense USA o URSS. Y dejemos a un lado los traumas póstumos de la orfandad, cuando el redentor universal se desinfla inopinadamente. La otra posibilidad consiste en construir instituciones que eviten políticos sin control de parte de sus propias sociedades. Que, experiencia enseña, son casi siempre arquitectos de ruinas. O sea, instituciones sólidas capaces de fijarse por lo menos dos objetivos ineludibles en cualquier camino firme que conduzca fuera del atraso. Digámoslo rápida y sencillamente. Primero: reforzar una tecnoburocracia al reparo de los vaivenes de la política, que haga del Estado una estructura permanente capaz de defenderse de los aventureros periódicos. Cuando la burocracia debe su vida a los políticos, ni los primeros ni los segundos hacen su deber. Y el resultado se llama América Latina, para desgracia de aquellos que aquí intentamos vivir.

Segundo: redescubrir lo obvio, o sea que no existen a escala planetaria ejemplos históricos de desarrollo económico exitoso construidos sobre estructuras agrarias dominadas por la ineficiencia, el caciquismo y una elevada fragmentación social. Y que la agricultura regional sea zona de desastre desde siempre debería ser evidente para todos aquellos a los cuales las teorías de moda no terminan de licuar el cerebro. Un universo rural productor de miseria, violencias e impunidad.

Pero seamos realistas. Meter estas banalidades en las cabezas de los políticos latinoamericanos es tarea casi utópica. No nos asombremos entonces por la inestabilidad económica de Brasil, el mayor ejemplo mundial de convivencia de opulencia y miseria. El asombro es ya una inmoralidad. Preparémonos entonces para el carnaval. El alegre, de Río. Y el macabro, de todos los días.