n Arnoldo Kraus n

El paciente como reflexión

En los últimos dos meses murieron tres pacientes. Todos viejos conocidos, todos queridos. Enfermos cuyas patologías exigían verlos con frecuencia, hablar a veces mucho, a veces poco, pero siempre, por nunca dejar de ser enfermos, fue necesario mantener contacto. Estos pacientes eran personas transformadas por su patología. Aunque ni el nombre ni la dirección ni la escolaridad se modifican por la enfermedad, la conciencia adquiere otras caras. Se deja de ser un poco lo que se era. Se pierden algunos rasgos y se ganan nuevas marcas. La fisonomía cambia porque la enfermedad se incorpora a la vida. Por eso también se modifican las relaciones con la cotidianidad, con el tiempo, con los no enfermos y con los médicos.

El tiempo en el consultorio, el tiempo en la cama de hospital, el tiempo de las enfermedades es un espacio muy especial. Se requiere ser paciente para conocer ese tipo de tiempo: la enfermedad, el dolor, las sospechas de que los resultados no serán favorables o la fiebre, hacen que los días transcurran diferente para quien tiene la conciencia de que ya nunca será sano.

Los médicos saben también un poco de esos días distintos: los tumores en las radiografías, las células leucémicas o la cara del enfermo están marcados por otras manecillas. Ahí están los datos, la nueva verdad. Certeza que vive el enfermo y dolor que sospecha el galeno.
Esa vigencia de la enfermedad, esa noción que la vida es distinta y apresurada, transforman tiempo y ser.

Mientras que la salud hace del presente inconsciencia, la enfermedad transmuta la vida, la revive. La relación con uno mismo, con los otros, con los objetos y con el tiempo se alteran. Por eso es fácil ųo noų convertirse en amigo de los pacientes. Por lo mismo, es necesario ser su cómplice. Son demasiadas las palabras, muchos los tiempos e interminables las escuchas. Eso explica que a pesar de la abundancia tecnológica, la medicina siga siendo más arte que ciencia

Ser persistentemente enfermo es asunto médico pero también problema filosófico: los límites entre el dolor físico y el dolor de la existencia pueden ser indefinibles. La cronicidad ųser siempre enfermoų es un embrollo del que poco sabemos, del que poco se escribe. Se conoce mucho sobre sus consecuencias económicas ųempobrecimientoų, acerca de las físicas ųpérdida de la funciónų, y de las sociales ųaislamiento. En cambio, el saber sobre la esfera emocional es exiguo y fragmentado.

Cada enfermo crónico vive su padecer en forma distinta, cada dolor es irrepetible, cada cita diferente. Al reflexionar sobre su dolor, sobre su cáncer, Ignacio Díaz de la Serna escribió: ''En esto, justo en esto, reside mi fascinación; haberme acercado a mi morir pero sin llegar a fallecer''. Las conclusiones universales no sirven, son incomprensibles: nunca he visto dos enfermos iguales y éstos, nunca verán dos médicos similares. Aunque la experiencia del pathos es intransferible, la historia de la cronicidad espera ser escrita; su lectura podría reconfortar.

En dos meses fallecieron tres pacientes. A una, la conocí hace quince. A los otros los atendí ųno es erróneo decir ''nos atendimos''ų durante ocho y diez años. Tiempos sin duda largos. ''No es lo mismo un día sin enfermedad que un día con enfermedad'', solía comentar con uno de ellos. ''Se piensa más en la otredad cuando el dolor acompaña que cuando la normalidad abandona'', dijimos en otro momento. Y así sucesivamente: las ideas fluyen cuando la enfermedad aprieta.

La cronicidad entorpece la calidad de vida y las relaciones con uno mismo y con el mundo; no suele amenazar pronto la vida, pero si la agrieta. No opaca de tajo, oscurece poco a poco. Conforme avanzan las mermas, conforme se aprende que lo perdido es irrecuperable, se sabe uno enfermo crónico. En los expedientes, los médicos, después de años de ver el mismo nombre escriben, status quo. Pero los pacientes saben que los galenos están equivocados: el status quo pertenece a las cosas, no a las almas.

La enfermedad persistente mutila con lentitud, con mesura. Por eso la esperanza tarda en decaer. Por lo mismo, por el bienestar seguido de zozobra, por la funcionalidad entorpecida por la reaparición de algún síntoma, los enfermos crónicos interpretan la salud y el mal con autoridad. Con sapiencia. Oírlos es un privilegio. No importa tanto la enfermedad que padezcan, sino lo que viven, lo que dicen.

En dos meses fallecieron tres pacientes largamente conocidos. La naturaleza de sus males es irrelevante. Recuerdo mejor cómo vivían su patología que los diagnósticos o los medicamentos. Las paredes y los techos también saben lo que escuché. Y también recuerdo cómo murieron.