n Luis Linares Zapata n

Empates y verdades

Esta vez fue distinto. El veredicto del juez Ricardo Ojeda Bohórquez (ROB) condenó al culpable. Y, de paso, empató la verdad pública con la jurídica a pesar de las presiones y las algarabías anticipadas de renombrados abogados litigantes. En el meollo de tal concordancia está una realidad procesal que poco se ha estimado en el debate de los medios de comunicación: las pruebas circunstanciales como definitorias de plena validez. Así lo establece el Código de Procedimientos Penales (Art. 286). La conciencia del juez actuó para hacer justicia, se dice, puesto que esa forma de interpretar los encadenamientos de las presunciones se apega a derecho, es correcta y lo mandata la ley.

Tal afirmación no sólo recorre las calles, oficinas y hogares del país sino que se introduce en muchas de las conversaciones y los análisis de aquellos que no trastabillean a la hora de los reconocimientos para con los logros ajenos y las actuaciones precisas como la de ROB, por mucho que cuesten enfocarlas de esta manera. Hay policías, agentes del Ministerio Público y magistrados que ejercen su oficio o profesión con decoro, conocimientos e integridad, muy a pesar de lo proceloso de las aguas donde ellos navegan: un medio ambiente corrupto, sometido e ineficiente a extremos dolorosos.

A varios lectores de la realidad mexicana la sentencia les pareció extrema. Quizá lo sea porque 50 años son toda una vida que se gastará inútilmente en una celda. Pero lo que nadie ahora puede argumentar es que no estuvo apegada a derecho, a menos que sean los mismos defensores del ahora culpable, Raúl Salinas de Gortari. Bien se sabe que en ello va su doble conveniencia, la paga y su fama.

Pero también hay ese otro lado difusivo de la historia que no ha terminado por escribirse. La disputa por el juicio popular sigue pendiente aunque, hasta ahora y a pesar de los múltiples tropezones, la balanza vaya inclinándose del lado que caminó el mentado juez. No por ello debe darse por liquidado el equipo de talento y despreciarse los recursos que la parte defensora ha puesto en movimiento para introducir o agrandar todos aquellos resquicios de duda (acusaciones de oídas); magnificar los errores de procedimiento (pagos); celebrar hasta el cansancio los grotescos episodios de manipuleos (El Encanto) o apelar a la inveterada desconfianza en la autoridad y los temores al poderoso que subsisten en la cultura popular.

La sentencia a Salinas se puede comparar con la de O. J. Simpson. El famoso corredor de Los Troyanos, el equipo de americano colegial. Un personaje que solo le dio unas cuantas cuchilladas a su ex esposa y otras tantas al novio de ésta y que, sin embargo, fue absuelto.

En la primera, la de Raúl, se optó por condenar a un culpable al que, al parecer, muchos hubieran perdonado en aras de la pulcritud, disque por no existir pruebas contundentes. En el segundo caso (O. J.) se dejó en libertad a un evidente culpable precisamente por errores de procedimiento que fueron sagazmente usados por su defensa.

Es fácil imaginar el drama que un veredicto como ése ocasionaría sí la mujer de O. J. y su novio hubieran sido negros y blanco él. La liberación del criminal caería en los ghettos como gota de agua bendita en el infierno de los resentimientos raciales y, dispararía feroces disturbios al parejo del monumental escarnio a la justicia en Estados Unidos.

Para fortuna de esa apocalíptica visión, no fue el caso y hasta el día de hoy, el tristemente famoso atleta negro anda tan campante por los campos de golf de California. Pero el juicio ha quedado para los anales de casos fallidos y para acentuar la discordancia, que no rara vez se da, entre lo jurídico y la justicia.

No se trate de imaginar un escenario en México donde la sentencia hubiera sido exculpatoria, como algunos influyentes líderes esperaban, en el proceso contra Salinas. Las reverberaciones negativas de toda índole no se dejarían de padecer por años. Sin embargo, todavía es lugar común encontrar quienes le apuestan a tal alternativa en aras de contar con lo que llaman actos "estrictamente apegados a derecho", exentos de cualquier mácula y sin ningún resquicio para la menor duda. Afortunadamente tan obscuro panorama pudo evitarse por la actuación de hombres falibles e incompletos pero que, en lo que está a su alcance, hacen lo necesario para llenar los huecos que la opinión colectiva y la verdad pública pudieran llegar a tener.