n Gilberto López y Rivas n

El espejo colombiano

Colombia vive uno de los momentos más graves y definitorios en su existencia como nación. En una cuenta ofensiva contra la población civil, los grupos paramilitares ocasionaron más de cien muertes en tres días de la segunda semana de enero, lo que equivale a pensar que matanzas de la dimensión de Acteal son tragedias cotidianas para los campesinos de ese país.

La violencia paramilitar puso en riesgo la continuación del reciente diálogo de paz entre el gobierno de Andrés Pastrana y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Mientras se reunían la delegación gubernamental y los voceros de la guerrilla, los grupos paramilitares atacaban impunemente poblados de presunta simpatía por los insurgentes.

La violencia paramilitar está ahora en las primeras filas de vanguardia en la guerra que el Estado sostiene contra los revolucionarios colombianos, en particular contra las FARC, el grupo insurgente más antiguo y con mayor poder de fuego de toda América Latina. Esta organización mantiene control en los departamentos de Caquetá, Guaviare, Meta y Putumayo. Allí ha establecido sus propios sistemas de gobierno, educación transporte, recolección de impuestos y seguridad.

Desde su nacimiento en 1964, las FARC se han negado a deponer las armas ante lo que ellos consideran como un Estado generador de miseria y sumiso ante la corrupción y penetración del narcotráfico. Lejos de seguir el destino de otras fuerzas guerrilleras sudamericanas, aniquiladas por el éxito de estrategias contrainsurgentes que no dudaron en recurrir al terrorismo de Estado, las FARC lograron imponer su condición de fuerza beligerante con miles de combatientes bien pertrechados (hombres y mujeres cuya edad promedio no pasa de los 25 años), que operan en 60 frentes distribuidos en casi todo el territorio colombiano.

Las acciones de las FARC y del Ejército de Liberación Nacional, otra de las fuerzas insurgentes en operación, han despertado una profunda preocupación en el gobierno de Estados Unidos, que considera a Colombia al borde de un colapso nacional, ya sea por la penetración del narcotráfico o por el riesgo de sucumbir ante una ofensiva guerrillera. Síntomas de esta preocupación fue la entrevista de miembros de las FARC con enviados del gobierno estadunidense en la víspera del inicio del diálogo.

Poco ha podido hacer el Estado colombiano ante los múltiples frentes de batalla. Su aparato judicial esta prácticamente copado por la violencia y los sobornos del narcotráfico. El Ejército, a pesar de contar con alrededor de 146 mil efectivos, se ha mostrado incapaz de realizar operaciones exitosas contra la guerrilla. La militarización de la guerra contra las drogas ha llevado a las filas desmoralizadas del Ejército, paradójicamente, hacia una alianza con los narcotraficantes para la lucha contrainsurgente a través de los paramilitares. Los ''paras'', como se les denomina en Colombia, buscan recluir a la guerrilla en su zona de influencia, impedirles el acceso al mar y cortarles sus canales de abastecimiento de armas. En lugar de tener éxito, los paramilitares se han lanzado contra las bases de apoyo de la guerrilla. Tan sólo en el departamento de Antioquía son responsables de la muerte de 189 civiles en 1998. Los grupos de autodefensa, otra variante paramilitar organizada directamente por el Ejército colombiano, causaron el año pasado 408 víctimas entre la población civil.

Estos ejércitos privados, cuya formación estimuló el gobierno desde la década de los ochenta para aniquilar a las organizaciones guerrilleras, han proliferado en las ciudades y regiones más importantes de Colombia. Financiados por terratenientes y narcotraficantes, los paramilitares atacan indiscriminadamente a civiles y guerrilleros.

Ultimamente se ha revelado que el Ejército colombiano, por recomendación de la CIA, ha integrado a los grupos paramilitares en la estructura de la inteligencia militar nacional. En algunos batallas, las FARC han luchado contra contingentes de fuerzas combinadas del Ejército y grupos paramilitares.

A la inutilidad de la violencia institucionalizada le ha seguido otra parainstitucionalizada que carcome como un cáncer al país, nulifica a los instrumentos legales del Estado y puede hacer fracasar todo intento de diálogo.

Los mexicanos nos observamos en ese espejo colombiano, ya que algunas de las características de este conflicto presentan formas embrionarias en nuestro país. En diciembre de 1997, la masacre en Acteal fue un ejemplo atroz de lo que los paramilitares pueden hacer. Pero el gobierno ha cerrado los ojos ante su propia creación. Ahora el monstruo se mueve por sí mismo y ha dado muestras de su alianza con el narcotráfico. ƑSerá posible que para el caso mexicano también se siga profundizando la vía paramilitar como un elemento estructural de la contrainsurgencia?