Había peces jamás vistos, plantas de ningún jardín, libros de imposibles librerías.
En la feria de la calle Tristán Narvaja, en Montevideo, había cerros de frutas y calles de flores y habían olores de todos los colores. Había pájaros musiqueros y gente bailandera y había predicadores del cielo y de la tierra, que subidos a un banquito gritaban su mensaje final. Los predicadores del cielo proclamaban que era llegada la hora de la resurrección; los de la tierra anunciaban la hora de la insurrección.
Había quien deambulaba entre los puestos de venta, ofreciendo una gallina, y la llevaba caminando, atada del pescuezo, como perro; y había quien vendía un pingüino que por error había llegado a nuestras playas desde las nieves del sur.
Había largas hileras de zapatos usados, muy gastaditos, con la ñata alzada y la boca abierta. Los zapatos se vendían por pares y también de a uno, zapatos solos para gente de un solo pie. Había lentes usados, llaves usadas, dentaduras usadas. Las dentaduras yacían dentro de un gran tacho de agua. El cliente hundía el brazo, elegía y batía sus mandíbulas: si la dentadura no le venía bien, la devolvía al tacho.
Había ropa para vestir y ropa para desvestir y había condecoraciones de atletas y de generales y había relojes que marcaban la hora que uno quería. Y había amigos y amantes, que uno encontraba sin saber que los había estado buscando.
Fiesta de la memoria, y del próximo domingo al mediodía.