n Angeles González Gamio n
De los atavíos de las señoras
''Usaban las señoras vestirse los huipiles labrados y tejidos de muy muchas maneras de labores... usan tener muy muchas maneras de alhajas e instrumentos para sus oficios de hilar, urdir y tejer y labrar y cardar algodones, y tener otras cosas necesarias, tocantes a los ejercicios de sus labores... '' Esto nos platica fray Bernardino de Sahagún en su extraordinaria obra Historia de las cosas de la Nueva España, magna recopilación que realizó sobre las ideas, costumbres, instituciones, religión y demás aspectos de la antigua cultura mexicana.
El referido trabajo lo realizó en el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, con la ayuda de decenas de informantes, entre otros, brillantes jóvenes indígenas que habían aprendido latín y castellano, quienes platicaron sus historias y recogieron las de personajes relevantes: nobles, antiguos sacerdotes, comerciantes, etcétera.
Ese trabajo lo llevó a cabo el insigne franciscano a lo largo de setenta años, lo que nos da una idea de la magnitud de la obra. Hasta la fecha no ha sido aún estudiada ni publicada en su totalidad, ya que hasta los casi noventa años que vivió, estuvo dedicado a ello y es mucho lo que aún se conserva inédito, buena parte todavía sin traducir del náhuatl, en manuscritos que se encuentran sobre todo en Madrid y Florencia.
Todo esto es un prolegómeno, perdón por lo extenso, para hablar de los obrajes. Hasta la llegada de los españoles, la tela que se usaba fundamentalmente era el algodón, del que había distintas calidades, además de ciertas fibras derivadas de vegetales como el maguey. Al poco tiempo de la conquista, Hernán Cortés mandó traer ovejas que se aclimataron maravillosamente, comenzando así la producción de lana en la Nueva España.
Esa actividad alcanzó gran auge y llevó a la creación de obrajes, que según los definió el tratadista virreinal Juan de Solórzano, es ''la oficina donde hilan, tejen, y labran no solo jergas, bayetas, frazadas, cordellajes y otros estambres de poco arte, sino paños, juerguetas y sayas y otros tejidos cuya labor es enderezada a vestir y abrigar a los hombres''.
La buena manufactura que alcanzaron los obrajes bien dirigidos, llevó a que incluso se exportaba lana al viejo continente. Había de varios tipos: Comunales que eran propiedad de los indios quienes los operaban; Abiertos que era donde los trabajadores podían marcharse cuando lo desearan, ''mudar de amo''; y los Cerrados, en los que prácticamente vivían. Esta clase era la más generalizada y sus condiciones eran cercanas a la esclavitud.
Se llegó a tales extremos de explotación que en 1573, el monarca Felipe II expidió un decreto regulando las horas de trabajo a un número que le pareció muy razonable: doce horas diarias, incluyendo domingos y días festivos. Las condiciones de esos lugares deben de haber sido terribles, ya que llevaron a varios cronistas y viajeros a mencionarlas. El célebre barón Alexander Von Humbodt dijo: ''Hombres libres, blancos, indios y hombres de color están confundidos como galeotes; unos y otros están desnudos, cubiertos de andrajos, flacos, desfigurados''.
Aunque la mayoría de esas incipientes fábricas estuvieron en distintos estados de la República, en la ciudad de México hubo algunos de importancia como el de Coyoacán, el de Mixcoac, Panzacola y el de Tacuba, según nos cuenta Manuel Miño Grijalva en su libro La Manufactura Colonial, que editó El Colegio de México. Fruto de una extensa investigación, además de decenas de datos estadísticos, informa de los procedimientos y problemas que padecían, así como de los tintes que utilizaban: el añil, la grana, el palo de Brasil y el de Campeche.
Increíblemente, todos ellos aún se utilizan entre ciertos grupos indígenas, para teñir sus bellos textiles que tanta admiración provocan.
Precisamente en estos días el Museo Serfin de la Indumentaria, en su hermosa casona del Centro Histórico, en la calle de Madero, presenta una exposición de prendas de lana de diversos grupos étnicos; allí podemos deleitarnos con rebozos, huipiles, sarapes, ponchos de tojolabales, zinantecos, tzotziles, tzeltales, que hicieron suyo ese material, tan propicio para protegerse en los fríos lugares de montaña, imprimiéndole su personalidad y carácter en hermosos atavíos que tienen alma.
Al concluir la visita, para no perder el espíritu chiapaneco, que no deja de evocar aroma de café, se pueden tomar uno en Cafemanía, nuevo lugar en la calle de Gante número 20, con mesas al aire libre, que también ofrece emparedados en cuernos, bagel o baguette y rico surtido de galletas y pastelillos. Hay revistas y periódicos para matar el rato si va solo o mal acompañado y, desde luego, la agradable vista de la bulliciosa vía.