Agustina reacomoda el listón rojo, adorno de la sábila. Así refuerza los poderes mágicos que, según ella, la envuelven y suben hasta el rincón donde tiene el retrato de su madre. Ella le heredó el estanquillo con su antigua clientela, el genio para el comercio y el amor al trabajo.
Si esos tres motivos no fueran suficientes para justificar su veneración por doña Cruz, Agustina aduce uno mucho más importante: de ella recibió un corazón que, mediante leves cambios en su ritmo, la pone sobreaviso acerca de acontecimientos extraordinarios. Hoy, desde que se levantó, ciertas palpitaciones le indicaron que algo especial sucedería.
Segura de sus presagios infalibles, Agustina tomó ciertas precauciones: antes de abrir el estanquillo le dio una vuelta a la manzana para cerciorarse de que no hubiese individuos sospechosos en los alrededores de El Vergel. Luego, apenas levantó la cortina de su tienda, reacomodó la cinta roja que la adorna y le pidió a doña Cruz que la ayudara a descifrar el mensaje de su acelerado corazón.
Al contrario de otras veces, la breve ceremonia no bastó para tranquilizarla. Los latidos siguieron advirtiéndole que algo iba a ocurrir. Agustina bendijo a las clientas que pronto llegaron a El Vergel porque con su charla y sus regateos la hicieron olvidarse de los presentimientos.
A media mañana escasearon los compradores. Agustina decidió aprovechar ese momento de quietud para releer la lista de deudores. Absorta en la reflexión de si debía seguir fiándoles o no, apenas se dio cuenta del momento en que entró en el estanquillo un hombre moreno, de mediana estatura, que pidió medio kilo de huevo.
Concentrada frente a la báscula, Agustina se dijo que tal vez los avisos de su corazón estuviesen relacionados con el desconocido y resolvió hacerle plática: "Qué mañanas tan frías hemos tenido, ¿verdad?" Como respuesta el hombre se frotó los brazos y sonrió mientras observaba los anaqueles. "Me da también una caja de maizena y una lata de leche".
Agustina olvidó por un momento las corazonadas y cayó en la antigua tentación de hacerse el retrato de una persona a partir de su compra: "Tiene hijo chiquito y acaba de llegar a la ciudad. Su esposa también es fuereña y muy joven; de seguro ella teme perderse y por eso vino él a hacer la compra".
El perfil imaginario de su nuevo cliente se desvaneció cuando Agustina se dio cuenta de que el hombre tenía una calaverita azul tatuada en el brazo derecho. "A lo mejor acaba de salir de la cárcel y viene a asaltarme". El pensamiento aceleró los latidos. Agustina se llevó la mano al pecho. El hombre desvió la mirada hacia el canasto de las verduras: "Quisiera también dos jitomates, un cuartito de chiles y medio de plátano. ¿Me dice cuánto es?"
Al oír la respuesta el hombre sacó de su bolsillo un billete de cincuenta pesos. Agustina lo tomó y se puso a observarlo a contraluz. Al cabo de unos segundos dijo: "¿Dónde se lo dieron?"
Sorprendido por la pregunta, el hombre se limitó a levantar los hombros. La sonrisa se borró de sus labios cuando de nuevo oyó la voz de Agustina: "Es falso". Aún sin comprender, él se acercó a mirar el billete. Agustina retiró del mostrador la bolsa de comestibles y dijo con sequedad: "No vale, no se lo puedo recibir".
El hombre repitió: "Pero si es de cincuenta". Agustina continuó implacable: "No le hace. De todos modos es falso: le faltan unos como brillitos dorados que tienen los billetes buenos". Los latidos se agudizaron cuando vio al hombre meterse las manos en los bolsillos y lo oyó preguntarle: "Y ora qué hago: ¿se lo llevo al banco o qué?"
Esta prueba de ignorancia hizo que Agustina sintiera acrecentarse la indefensión del hombre. Entonces procuró orientarlo: "¡No, cómo cree! Lo que tiene que hacer es regresárselo a la persona que se lo dio". El hombre se mesó los cabellos. "'Y dónde lo hallo? No sé quién es ni de dónde venía. Lo encontré en el mercado y con eso me pagó que le ayudara a bajar unos costales de su camión".
Agustina levantó las cejas, murmuró algo inaudible y colocó el billete sobre el mostrador. El hombre se inclinó para observarlo otra vez y descargó contra él un puñetazo como si tratara de aplastar un insecto. El movimiento atrajo la mirada de Agustina hacia el tatuaje azul y provocó una nueva ráfaga de latidos.
Al cabo de unos segundos el hombre se esforzó por sacar sus propias conclusiones. "Como quien dice: este billete es un papel cualquiera y no sirve para comprar nada". Agustina asintió con la cabeza. El hombre encubrió su desencanto bajo una sonrisa; luego tomó el billete, lo observó a contraluz, se lo metió en el bolsillo y salió sin llevarse la que hubiera sido su compra. Agustina quiso detenerlo pero nuevas y más violentas palpitaciones la inmovilizaron.
A solas otra vez, Agustina intenta convencerse de que actuó bien y en defensa de sus intereses. Sus esfuerzos fracasan cuando repara en el paquete de comestibles. Eso basta para que imagine a un niño revolcándose de hambre entre mantas desiguales, a una mujer raquítica y al hombre con su tatuaje azul en el brazo.
Recordarlo altera sus latidos. Incapaz de interpretar el cambio, Agustina gira hacia el retrato de su madre y cree advertir una señal en la sonrisa congelada desde hace cuarenta años. Se vuelve hacia el mostrador, toma la bolsa de comestibles y sale. Corre media cuadra, segura de que descubrirá al hombre en alguna parte. No es así. Mientras regresa a su estanquillo Agustina se da cuenta de que los latidos se han suavizado.
Acaba de reconfortarse cuando entra en su accesoria. El aroma de las yerbas la tranquiliza del todo y la lleva a suponer que el hombre regresará. De inmediato coloca en el centro del mostrador la bolsa de comestibles. Imaginar la sonrisa del hombre cuando sepa que puede llevárselos a su familia ?a cambio, naturalmente, de que le permita escribir su nombre en la lista de deudores? la hace feliz.
Rompe la sensación de dicha el griterío de los niños que corren rumbo a la Avenida Central. Agustina mira el reloj. "Están saliendo de la escuela", murmura dispuesta a armarse de la paciencia necesaria para surtir mínimos pedidos de golosinas, frituras y refrescos. Un movimiento brusco hace chocar su mano contra el paquete de comestibles. El contacto acelera los latidos dentro de su pecho. Presagia: "El no volverá". Dócil, resignada, Agustina opta por devolver los productos a su sitio, cuando ve pasar a Jéssica, la boticaria. "¿Adónde tan de prisa", le grita. La muchacha retrocede el tiempo indispensable para explicarle: "Hay un atropellado en la avenida". La respuesta es menos sonora que el tamborileo con que su corazón le da la certeza de una muerte.
Agustina se esfuerza en vano por ignorarla. Al cabo de unos segundos de indecisión comprueba que tiene las llaves en la bolsa del delantal, sale de la accesoria y baja la cortina metálica. Mientras corre hacia la avenida le pide a Dios estar equivocada.
Frena la carrera cuando ve al grupo que rodea el cadáver cubierto con una sábana. Despacio, se acerca a escuchar el relato de un testigo: "Me fijé en el hombre porque daba vueltas y vueltas hasta que de repente, no sé cómo, se tiró a mitad de la calle. Alcancé a ver cuando le pasó el coche encima..." Los gemidos cortan la narración. El grupo se desordena como una parvada al escuchar un disparo. Alguien pide agua con azúcar, otro pregunta quién sería el fallecido. Agustina sabe la respuesta mucho antes de aproximarse y mirar, fuera de la póstuma protección de la sábana, el brazo con el tatuaje azul.