La Jornada Semanal, 31 de enero de 1999
Paul Auster,
Lulu on the
bridge,
Anagrama,
España, 1998.
Uno de los rasgos más notorios (y frecuentes) de la novela contemporánea es su empeño por interpretarse: por plantear cada tanto ciertos hechos o características de sus personajes, y luego extraer de ellos reflexiones sobre la naturaleza del mundo y de los seres humanos. Milan Kundera hizo consciente el uso de este recurso en sus libros más célebres; Javier Marías y José Saramago, por mencionar a autores de gran celebridad presente, basan en esa técnica muchas de sus narraciones, y escriben largos capítulos contemplativos apenas puntuados por uno o dos hechos mínimos; muchos novelistas mexicanos hacen lo mismo; Paul Auster, el autor de Leviatán, de La música del azar y de Mr. Vértigo, no es la excepción.
Por otra parte, uno de los rasgos más desagradables de la industria editorial española es su gusto por vender guiones de cine como si fuesen novelas. Cuando el autor de una película se pone de moda, y más aún si su obra es ``aclamada por la crítica'', resulta que sus libretos y hasta sus notas de rodaje, en vez de ser un paso intermedio de la realización de la película, son ``ejercicios de estilo'', o hasta piezas narrativas acabadas, dignas de ser leídas con todo y sus indicaciones de secuencias, escenarios, cortes. O, peor aún, resulta que los descuidos del director, sus improvisaciones, sus cambios tras la filmación (que se indican en notas al pie o apéndices) merecen también nuestra maravilla como si fueran parte del proyecto desde el principio. Por ejemplo, el guión de Pulp Fiction, publicado con gran esplendor por Mondadori, era casi ilegible, al igual que casi todo lo publicado sobre El mariachi; varios guiones de Woody Allen han aparecido, incluso con ``ligeras modificaciones'' para facilitar su lectura (aunque siempre acompañados de fotos).
Por todo esto, llama la atención Lulu on the bridge, el guión de la película del mismo nombre que Paul Auster escribió y dirigió a fines de 1997, tras la experiencia de trabajar con Wayne Wang en otras dos cintas: Smoke y Blue in the face. El libro permite ver en un proyecto más personal, concebido desde el principio para el cine (a diferencia de los dos anteriores, cuyo germen está en un cuento), las formas y peculiaridades de la narrativa de Auster.
O, si se prefiere, permite ver a Auster en un predicamento análogo a los de Robert Rodríguez o Quentin Tarantino, es decir, forzado a escribir y ser leído sin la ayuda de su mejor arma: la reflexión constante sobre lo que cuenta. Sus largas tiradas difícilmente pueden transcribirse en un guión de cine, y los momentos en los que lo intenta: los diálogos de Harvey Keitel (que tiene el papel estelar de la cinta) fueron los primeros en ser eliminados durante el montaje.
La historia es semejante a otras de Auster, en el sentido de que es la de un personaje complejo enfrentado a una serie de azares: un músico antipático (Keitel), herido de bala por accidente, se recupera y es forzado a dejar de tocar, pero encuentra una misteriosa piedra mágica y se enamora de una actriz principiante (Mira Sorvino) a la que conoce casualmente. Varias coincidencias más, acaso propiciadas por la piedra, los llevan a involucrarse en el rodaje de una nueva versión de La caja de Pandora de Pabst; la actriz obtiene el papel estelar, el de la Lulu que en su día hizo Louise Brooks, pero un grupo misterioso, que pelea con otros por la posesión de la piedra, atrapa al músico, al que tortura psicológicamente y amenaza de muerte. Al final, cuando la piedra lleva algún tiempo perdida y se ha visto que, a pesar de ello, los dos amantes son capaces de sacrificarse por el otro, todo resulta un delirio o un sueño del músico: en realidad la bala del comienzo lo hirió de muerte, y sólo han pasado los pocos segundos de su agonía.
Con el pretexto de que el guión trata de una película dentro de un sueño dentro de otra película, las entrevistas con Auster y su equipo de producción (otra constante de libros como éste) insisten en los diversos niveles de interpretación y los diversos significados que se entrecruzan y enmarañan a lo largo del guión: las referencias cinematográficas, las imágenes y temas que hacen eco en sucesos posteriores, la forma en la que la vida cotidiana se contamina de lo maravilloso. Además, se nos hacen saber numerosos detalles interesantes sobre la propia filmación, azarosa como toda producción independiente: por ejemplo, Lulu iba a ser dirigida por Wim Wenders, pero Wenders se echó para atrás y Auster decidió encargarse él mismo de la dirección; Juliette Binoche fue la primera candidata a hacer el papel de Mira Sorvino, y Salman Rushdie estuvo a punto de actuar también, en un papel pequeño que al cabo (por problemas de organización y seguridad) tuvo que hacer Willem Dafoe.
Pero es más interesante constatar cómo Auster, a pesar de sus esfuerzos, se ve obligado a modificar sus temas y tratamientos al cambiar de medio. Insiste en que no le interesa hacer alegorías, pero la historia, separada de las glosas y las fotografías que la acompañan, está llena de símbolos (que otros colaboradores, como el director de fotografía o la encargada de vestuario, procuran acentuar). Sus acotaciones, muy detalladas y bien escritas, pero imposibles de traspasar a la imagen, son muchas veces la única interpretación unívoca que se nos ofrece. Para reflejar los cambios internos de sus protagonistas, Auster debe fiarse del diálogo o de la sola acción, y recurre con mayor frecuencia que en sus novelas a imágenes y secuencias enérgicas. Sobre todo, la conclusión no es una sentencia, formulada a partir de la resolución de un conflicto y después de un momento de reflexión, sino el mero hecho de la muerte, rodeada de circunstancias extrañas y tal vez mágicas. Lulu on the bridge es más ardua que casi toda la narrativa de Auster porque opta por no dar conclusiones: por dejar, como reza el lugar común, que el espectador decida por sí mismo.
Una curiosidad: la anécdota central de Lulu on the bridge (que, desde luego, no se ha estrenado en México) es la de El despojo, cortometraje de Antonio Reynoso rodado en 1960 a partir de un argumentoÊde Juan Rulfo. Más aún, el protagonista de Reynoso también es músico, también es herido de bala y también ve estropeado su sueño idílico por fuerzas extrañas.
Rubem Fonseca,
Los mejores
relatos,
Alfaguara,
México, 1998.
Por alguna enrarecida razón que la historia literaria aún no ha terminado de esclarecer, la literatura brasileña, sin duda el vecino distante más efusivo (y próximo) de la que se pergeña en Hispanoamérica, no ha gozado de la difusión que, por su riqueza, merece en nuestro mundo literario. Si bien algunas editoriales argentinas, mexicanas y sobre todo españolas han mantenido abierto su catálogo a los escritores del Brasil y han traducido sin demora a los clásicos vigesimonónicos del país del palo nominal, también es cierto que no en todos los casos esta literatura ha mostrado sus mejores armas, y no por carecer de ellas sino porque cierta miopía cultural (que tiene su algo de impertinente pereza para trasladar desde una lengua tan parecida a la nuestra) ha dejado que sólo conozcamos a unos cuantos de los autores que mantienen vivas y vigentes las letras en una nación a la que sería vicioso circunscribir solamente a su buen balompié.
Si la primera mitad de este siglo mostró una clara predominancia de la poesía sobre la novela, en lo que se refiere a su calidad y su poderosa influencia en la literatura propia y ajena (baste mencionar a Manuel Bandeira, a los dos Andrade, a Jorge Reis, al primer Haroldo de Campos), las últimas décadas han ventilado, con vasta suficiencia, que la narrativa brasileña no descansa en Guimaraes Rosa, sino más bien que sus veredas -tan numerosas y visibles como senderos mil veces bifurcados- nos llevan lo mismo a la suave sensualidad de Clarice Lispector que al arte de contar de Jorge Amado, pasando por el tremendismo de Trevisan, la amena velocidad narrativa (y dramatúrgica) de Nelson Rodrigues, la fuerza falofílica de Nélida Piñón y, sin duda, por uno de los plato más placenteros de este menudo menú que, en su nervioso catálogo, no deja de hacer alguna recomendación al paladar del buen lector: Rubem Fonseca.
Después de que, por aquí y por allá, se conocieron traducciones de algunos de sus libros, principalmente los cuentos que el autor publicó en los setenta y las novelas de los ochenta, hacia el final de este decenio alguien tuvo la decencia de reunir sus mejores relatos, espléndidamente presentados por un prólogo sobrio y muy bien informado, para dar fe de que el cuento, género ingenuamente desplazado del gusto general en favor de novelas que adormecen la atención y jamás podrán leerseÊde una sola sentada, está volviendo a la carga.
Las historias de Fonseca, ávidas, viscosas, intensas como animal en celo, como golpe de vista que desata a un muerto de su ataúd, rigen diversas temáticas, a veces intimistas, otras preñadas de incómodos heroísmos, de taimados homenajes a la vieja épica; en todo caso, no frivolizan al Brasil del carnaval, el futbol, los mágicos reajustes financieros, sino que le dan vida a través de retratos y secuencias en que lo implacable y lo impecable compiten más allá de la paronomasia. Los personajes, cuya sombra es tan nítida que casi se los podría recortar del libro como si fueran figuras de cera, son presentados o se presentan a sí mismos sin falsos efectismos, con plena conciencia de que la ficción es la mejor forma de la verosimilitud. Un pedófilo en problemas, un periodista cuya superioridad dista de ser envidiable, una mujer que aborta para mortificarse, un grupo de maleantes que ejecuta eufórico una tarantela de Tarantino, un delincuente que parece grupo de maleantes, la bonita a pesar suyo, el tira que a todas se tira, el ex convicto que a nadie convence, el empresario pulcro de lavanda, la mujerzuela arisca, la miseria, el impudor, la nube remota, el desempleo, la felicidad, la próxima lluvia navideña, en fin, por los relatos de Fonseca desfila una pléyade de espejos y de sombras y de ritos orgiásticos que para nada traducen la edulcorada postal de Cristo y su Terrón de azúcar, sino a un Brasil indócil, cachondo, siempre del brazo de una mujer cuyo sexo sabe a selva de Amazonia.
Inmanuel Swedenborg,
De Planetas y
Angeles,
Miraguano Ediciones,
col. Libros de los Malos
Tiempos,
Madrid, 1988.
Conocer la vasta obra de Inmanuel Swedenborg (Estocolmo, 1688-Londres, 1772) en su totalidad es un despropósito. Son innumerables sus obras científicas, así como aquellas que el filósofo, místico, científico y teólogo sueco dedicó a la descripción de los ángeles y espíritus que pueblan los planetas del Universo.
Tan inusual giro respecto de los temas que le ocupaban siguió a una decisiva crisis de fe. Swendenborg, avergonzado de su soberbia intelectual -que lo llevó a buscar afanosamente la localización física del alma-, decidió no escribir una palabra más dedicada al conocimiento profano. Se convirtió en una especie de médium encargado de divulgar los conocimientos que le transmitían los ángeles. Su interpretación de las Sagradas Escrituras fue la base sobre la que sus discípulos fundaron la Iglesia de la Nueva Jerusalén.
Al lector de nuestros días la obra de Swedenborg lo toca de manera indirecta. Su teoría de las correspondencias, en la que, tras un minucioso análisis de la Biblia, demuestra que el lenguaje es una representación exacta de la esfera divina y que el significado último de las palabras, letras e incluso signos de puntuación hebreos es equivalente a la esencia de lo que nombran, contribuyó a la concepción del poeta moderno de una relación oculta entre el mundo material y el espiritual: todo aquello que es visible en la naturaleza tiene una contraparte interna, espiritual e invisible. El complejo lenguaje simbólico que nace de los postulados swedenborgianos puebla mucha de nuestra literatura.
Reconocido entre los hombres de ciencia más notables de sus tiempos, tras su crisis religiosa, Swedenborg empezó a ser visto con suspicacia. Sus inexplicables dones de clarividencia lo ponían en una situación ambivalente. Era capaz de predecir con exactitud desde los acontecimientos más banales hasta su propia muerte, la de Pedro III de Rusia o el incendio de Estocolmo. Utilizaba indiscriminadamente su capacidad de ver en el más-allá, a veces para solucionar problemas pueriles. Las confesiones de índole sexual en su Diario de los sueños (1743-44) resultaban ``choqueantes'' para quienes pensaban en él con veneración, y en sus textos sobre los espíritus asoman mórbidas fantasías sexuales de carácter un tanto infantil.
Inteligencia hambrienta y marcada por la paradoja, Inmanuel Swedenborg encendió algunas chispas del Romanticismo y de la rebelión espiritual contra los dogmas de la fe. De planetas y ángeles hace llegar al lector en lengua castellana algunos fragmentos de las ideas que Swedenborg entretenía con respecto al lugar del hombre en el orden del Universo.
Filosofía antropocéntrica la suya, Swedenborg afirmaba que sólo a través de la Forma Humana puede el pensamiento conocer a Dios y que ``todo el Universo se asemeja a un hombre, a quien, por lo tanto, se le denomina Hombre Máximo''.
Dedicó largas páginas a explicar cómo están situados los diversos planetas en relación a ese Hombre celestial y a describir las sensaciones de su cuerpo al entrar en contacto con los seres espirituales. Sus narraciones están pobladas de imágenes en las que el aliento del poeta supera con mucho a la mente creadora de esa lógica desconcertante. El lector no puede sino sospechar que las conclusiones morales que Swedenborg infiere de sus aventuras entre los ángeles se parecen más de lo necesario a su propia concepción del bien y el mal. En sus visiones, por ejemplo, los jesuitas son predicadores que gozan seduciendo a los más claros intelectos para conducirlos por el camino de la mentira, o las rameras se convierten en brujas que penan en el infierno.
Cabe advertir que en el orden perfectamente estructurado descrito por Swedenborg, éste no logra salvar la contradicción del origen del mal en la Creación. Si bien el hombre es el único culpable de sus pecados, también es cierto que el Dios de Swedenborg sólo permite aquello que es útil para Sus designios.
Parecería que, al negarse a continuar su búsqueda del conocimiento mundano, Swedenborg se hubiera negado también a reconocer la existencia en la Creación de cuanto le perturbaba. Su concepción de la vida correspondía a la del universo donde hay planetas en los que no se permite la existencia de personas perversas. El universo entero es entonces un paraíso regido por la armonía. Como todos los paraísos, el de Swedenborg es rígido e unidimensional. Carece de profundidad y la simpleza de los seres angelicales que lo pueblan no llega a satisfacer las preguntas más complejas que con seguridad atormentaban a este intelecto agudo, curioso e infatigable.
El trazo de esta estampa celestial sin relieves ni matices hizo que William Blake, muy influenciado por Swedenborg, renegara de sus enseñanzas. En El matrimonio del cielo y el infierno, Blake cuestiona esta moral en el fondo conservadora, inútil en su intento de explicar la contradicción entre el Bien y el Mal. Podemos creer, con Blake, que Swedenborg, en su infructuoso esfuerzo por alejarse de la razón para ganarse el reino de lo Divino, no hizo sino engañarse. Al querer ahogar al demonio que lo perturbaba, se abrazó a su manifestación estéril y caída de la Gracia, a ese pavoroso dios de lo vacío que es el Urizen de Blake: la razón maniquea que pretende aclarar de un manotazo lo que es bueno para el hombre y para Dios.
Sin embargo la obra de Swedenborg es testimonio de una apasionante travesía por el reino de lo invisible, de una gesta espiritual apuntalada -como todas- por accidentes y fracasos, pero cuya sed de infinito habita implacable nuestros sueños cuando creemos que nos toca algo de la naturaleza de los ángeles.
Angel Lozada,
La
patografía,
Planeta, col. Autores Latinoamericanos,
México, 1998.
Del Diccionario de la Real Academia Española: Pato. Ave palmípeda, con el pico más ancho en la punta que en la base y en ésta más alto que ancho (...) Se encuentra en abundancia en estado salvaje y se domestica con facilidad./fig. Cuba, P. Rico y Venez. Hombre afeminado. Patografía. Del griego, dolencia, Med. Descripción de las enfermedades.
Tal el epígrafe que inicia La patografía, primera novela de çngel Lozada (Mayagüez, 1968), puertorriqueño radicado en Nueva York, ingeniero, ex jesuita, máster en informática y estudiante de posgrado de literatura latinoamericana en la universidad de Columbia. Datos que, en sí mismos, pueden no decir mucho. Quien habla por él es su libro, irónico, tierno, desgarrador y, por encima de todo, valiente. Y no siendo la valentía condición única de la literatura (se necesita ser valiente para escribir un libro, con todos los que ya hay en las librerías), el autor le añade originalidad. Originalidad viene de origen, germen vital de algo. De ahí que la originalidad de estilo radique, casi exclusivamente, en la sinceridad. Sinceridad que no lo es menos aunque la obra sea de ficción porque a través de su protagonista, Luisín, el pato de nacimiento -marica, pues-, Lozada rearma una historia de familia, el retrato de seres marginados en el Puerto Rico posmoderno.
Aclaremos algo: si Luisín es pato, Lozada también. No pato, ya que el mote tiene una fuerte carga peyorativa. Es homosexual. Y tuvo el valor de decirlo ante la prensa mexicana, en el DF, antes de viajar a la Feria del Libro de Guadalajara. Como Luisín, también Lozada fue víctima de una dolorosa persecusión y guerra verbal dentro del estrecho mundo familiar y colegial de Mayagüez. Podríamos valernos de un comentario hecho por el autor, acerca de las editoriales que rechazaron su manuscrito antes de que Planeta-México se interesase, para afirmar que toda América Latina es, aún hoy, Mayagüez, en cuanto a la discriminación de los homosexuales o gays (Los diccionarios no dejan de sorprender: según el Simon & Schuster's Concise International Dictionary, gay es ``alegre, festivo, jovial, risueño'', para inmediatamente declinar en ``amigo de los placeres; disoluto, licencioso'' y de ahí a: ``homosexual''), lo cual da pie para responsabilizar a la cultura occidental, o sea, la judeo-cristiana, de discriminar a los ``amigos de los placeres'' (¿los heterosexuales no gozamos?), ya que ese diccionario es obra de universidades de Estados Unidos, Italia, España, Francia, Gran Bretaña, Chile, Perú y ¡Budapest! Y valga la mención a la herencia judeo-cristiana para resaltar el contenido contestatario de La patografía que es también la denuncia de los atropellos cometidos en nombre de ``la fe''. No olvidemos que Lozada fue seminarista. Y que no hace falta ser gay para tener que pedir permiso. ¿Acaso las mujeres no seguimos pidiendo permiso?
Adelantaremos el final del libro: para salvarlo de la destrucción, al pato Luisín lo asan. Renacerá limpio, conjurado. La receta ``pato mayagüezano en almíbar de chinas'' pertenece a la amorosa tía Alicia, tal vez el personaje más entrañable del libro que busca santificar lo prohibido.
Agregamos: Uno: el libro, pese al dolor que encierra, o quizá por eso mismo, es divertidísimo. Dos: hay un manejo original y acertado del lenguaje coloquial, matizado por canciones populares y referencias a telenovelas -Televisa mediante- por todos vistas. Tres: la estructura está dividida en Cuatro Evangelios: El Evangelio según Mamá (la abuela Elvira, exiliada en Nueva York), El Evangelio según Titi Alicia (espiritista y santera), El Evangelio según Mami (sólo este capítulo vale el libro y se refiere a Evelyn, la madre soltera de Luisín) y el Evangelio según Tío Lázaro (alcohólico y llagado). Cuatro: Los personajes nos hablan desde cinco marginalidades: son de Puerto Rico, nación enajenada de su identidad a cambio de un pasaporte y ni siquiera una estrellita en esa otra bandera (la de Estados Unidos); son pobres (no comment); la familia está rota (el padre de Luisín abandona a Evelyn y ella descarga a golpes su frustración en el hijo); son creyentes, quién puede, sino los templos, contener tanto rencor, sufrimientos y esperas. La quinta marginalidad, dicho fue, es ser pato.
Lozada descuartiza, literal y literariamente hablando, el discurso religioso, pero igual agradece a la Compañía de Jesús por haberle ayudado a aceptar su historia como un regalo de Dios. Porque Dios, cuando hizo al mundo, ``también me hizo a mí''.
Crónica
-Memorias y regodeos, Mada Carreño, Textos de Difusión Cultural. Serie Diagonal, UNAM, México, 1998, 209 pp.
Ensayo (filosófico)
-La verdad sobre todo. Una historia irreverente de la filosofía con ilustraciones. Matthew Stewart, trad. de Pablo Hermida Lazcano y Pablo de Lora Deltoro, Ed. Taurus, Madrid, España, 1998, 581 pp.
Ensayo (histórico)
-Antología de un historiador, Ruggiero Romano, Instituto Mora/UAM, México, 1998, 134 pp.
-El debate sobre Mitilene. La justificación de las penas, Ulises Schmill, Ed. Verdehalago, México, 1998, 115 pp.
Ensayo (literario)
-Masculino-Femenino a final de milenio, Carlos Monsiváis, Marta Lamas, Pablo Fernández Christlieb, Guillermo J. Fadanelli, Diler y APIS, A.C., México, 1998, 96 pp.
-Tras el espíritu de Akenatón. Subversivos contemporáneos, Gonzalo Valdés Medellín, Textos de Difusión Cultural. Serie Diagonal, UNAM, México, 1998, 177 pp.
Ensayo (milenarismos)
-El fin del tiempo. Fe y temor a la sombra del milenio, Damian Thompson, trad. de Jordi Fibla, Col. Pensamiento, Ed. Taurus, Madrid, España, 1998, 427 pp.
Música (corridos)
-El corrido de Nacho Moctezuma, Armando Ortíz, Revista Cultura de Veracruz, Veracruz, México, 1998, 90 pp.
Narrativa
-Caracol y otros cuentos, Enrique Jaramillo Levi, Ed. Alfaguara, México, 1998, 185 pp.
-Damas chinas, Mario Bellatin, Síntoma Editores, México, 1998, 104 pp.
-Destino y otras ficciones, Mario Calderón, Daga editores, México, 1998, 89 pp.
-El corto verano de la anarquía, (Vida y muerte de Durruti), Hans Magnus Enzensberger, col. Panorama de Narrativas, Ed. Anagrama, Barcelona, España, 276 pp.
-El obsceno pájaro de la noche, José Donoso, Alfaguara, 2a. edición, Ed. Alfaguara, Santiago de Chile, 1998, 597 pp.
-El sol de Breda, Arturo Pérez-Reverte, col. Las aventuras del Capitán Alatriste, Ed. Alfaguara, México, 1999, 254 pp.
-La misteriosa desaparición de la marquesita de Loria, José Donoso, Ed. Alfaguara, Santiago de Chile, 1997, 165 pp.
-Las murallas, Méndez Vides, Ed. Alfaguara, México, 1998, 153 pp.
-Lulu on the Bridge, Paul Auster, trad. de Javier Calzada, Editorial Anagrama, Barcelona, España, 1998, 242 pp.
-Monogamia, Adam Philips, prólogo de Adam Mars-Jones, Col. Argumentos, Ed. Anagrama, Barcelona, España, 1998, 121 pp.
-Nueva Aquitania, Jordi Soler, Ed. Alfaguara, México, 1999, 198 pp.
-Señor Malaussne, Daniel Pennac, trad. de Ana Roda Fornaguera, col. El Dorado, Grupo Editorial Norma, Santafé de Bogotá, Colombia, 1998, 665 pp.
Poesía
-Adamar, Minerva Margarita Villarreal, Ed. Verdehalago/Consejo para la Cultura de Nuevo León, México, 1998, 136 pp.
-Crepúsculo del hombre, Diego Granados, Vol. núm. 30, Revista Cultura de Veracruz, Veracruz, México, 100 pp.
-Las flores del mal, Charles Baudelaire, pról. y trad. de Nydia Lamarque, col. Clásicos Universales, Losada/Océano, Barcelona España, 1998, 286 pp.
-Noviembre y pájaros, Gaspar Aguilera Díaz, Tiempo de Voces núm. 23, Ed. Verdehalago/UAM, México, 1998, 47 pp.
-Palabra del solitario, Blok, Gumíliov, Mandelshtman, trad. y selec. de Jorge Bustamante García, Verdehalago/Consejo Estatal para la Cultura y las Artes, México, 1998, 180 pp.
-Poeta en Nueva York, Federico García Lorca, Estudio preliminar y bibliografía de Gabriela Cerviño, col. Clásicos Universales, Losada, Barcelona, España, 1998, 192 pp.
Testimonio
-En México, entre exilios. Una experiencia de sudamericanos, Pablo Yankelevich (coord.), textos de María Luisa Tarrés, Luis Maira, Tununa Mercado, Marcelino Cereijido, entre otros, SRE/ITAM/Plaza y Valdés Editores, México, D.F., 1998, 222 pp.
-Los vascos en el noroccidente de México, siglos XVI-XVIII, Jaime Olveda, coordinador, El Colegio de Jalisco, México, 1998, 197 pp.
CG-T