La Jornada Semanal, 31 de enero de 1999
Luisa Valenzuela siempre ha ido a contracorriente. Tal vez por eso, aún ahora, cuando el tema de la mujer en la literatura ocupa un espacio cada vez más amplio en los medios, en la academia y en las librerías, tu literatura sigue siendo conocida -publicada, difundida- por muy pocos. Los críticos encuentran que tu estilo es ``oscuro'', difícil de leer. ¿Crees que el estilo es algo que se elige, que es una decisión voluntaria?
-Yo creo que es mucho más que una decisión, es... el estilo hace al hombre, es decir, eso hace al escritor o a la escritora. Es algo tan crucial que no se puede separar a la escritura del estilo y cuando no lo hay entonces tampoco hay literatura. No creo que mi prosa sea oscura, yo la veo muy clara en el sentido de que está diciendo compactamente, pero a través de la ironía, del doble mensaje, del trabajo muy a fondo con el lenguaje lo que tiene que decir. Me irrita cuando en Estados Unidos dicen que este tipo de escritura es surrealista porque no la leen a fondo. Mi literatura es totalmente realista y apasionada. Y sí, el estilo es una elección, para contestar a tu pregunta. En cierta medida. Pero también refleja lo que uno es, su manera de pensar. Yo lo que trato es de escarbar a fondo en mi propio pensamiento, de ver más allá de lo que yo misma creo estar viendo porque si no, sería una simple narradora de anécdotas, una narradora de historias, y creo que la literatura tiene que ir mucho más allá de eso. Tiene que develar secretos, siempre tratar de decir lo inefable, porque hablar de lo que se puede hablar... ¿qué sentido tiene eso?
-¿Y cómo buscas decir lo inefable? ¿Hay un procedimiento que no sea la intuición?
-Mirá, cuando algo me está molestando mucho o no lo entiendo, yo parto en mi escritura de una pregunta y trato a través de ese lenguaje y de esa historia que se va a ir estructurando a medida que la voy escribiendo de, no sé si contestar a la pregunta, nunca hay una respuesta definitiva a nada, pero sí de ver la situación desde diversos ángulos, y tratar de entender. La escritura es un acceso al conocimiento, es una intención de acceder al conocimiento.
-Además del tema de la herejía, de la negación, ¿qué otra línea conductora has buscado, o encontrado, qué temas que no buscabas te han sorprendido en esa lectura imposible para un autor o autora que es la lectura del conjunto de su obra?
-Bueno, una cosa que a mí me interesa mucho es todo aquello que nos ha marcado sin que nos demos cuenta. Por ejemplo, lo que no se dijo durante la represión en la guerra sucia en Argentina. Todo aquello que uno no puede expresar y que después va a aflorar de una manera totalmente nociva para aquél que trató de ignorar una verdad. Eso puede ser, eso es casi una posición ética. Lo que también me descubro haciendo, y eso no es un efecto, es buscar el elemento lúdico, lo lúdico abre muchas posibilidades de percepción. Me descubro tomando las palabras por la cola, por el rabo, con todas las connotaciones, pero eso lo hago más allá de mi voluntad. Empiezo a escribir una frase pensando que voy a decir tal cosa y de golpe y porra hay una palabra que funciona como ``shifter'' y digo otra completamente opuesta, no porque esté mintiendo, sino porque estoy tomando otra connotación de esa palabra que era, digamos, central; que era el pivote de la frase. Y eso me pone muy contenta. A pesar de que a veces digo cosas de un crudeza feroz y contra mí misma. Pero creo que eso es mi principal aportación, para bien o para mal, muchas veces para mal.
-¿Por qué para mal?
-Borges decía que yo era capaz de matar a mi madre por un juego de palabras. Y bueno, mi madre era muy fuerte, no se moría por cualquier cosa. Pero es cierto que un juego de palabras para mí era tan importante como el amor de madre o un amor; yo puedo perder el amor por hacer eso, mi amor por el lenguaje es aún mayor que mi necesidad de afecto humano. Después me muero de arrepentimiento.
-Pero el amor por el lenguaje ¿tú crees que puede desprenderse de la experiencia vivida? Borges lo creía; creía que podía ser superior, incluso ajeno. Lo importante para él era la experiencia leída.
-No, yo creo que la experiencia de vida es crucial, pero ambas cosas están imbricadas, son inseparables.
-¿Por qué dices que no hay que aprender sólo con las palabras, que hay que tener miedo de este aprendizaje?
-Porque quienes nos enseñan tratan de hacernos captar un mundo limitado. Eso nos pasa más a las mujeres que a los hombres, aprendemos a expresarnos desde el lenguaje del opresor, y ese mismo lenguaje, exactamente esas mismas palabras también están diciendo ``no puedo''. Y es ahí donde se arma el juego literario, donde empezás a ver esa verdad que surge a través de la mentira que te tratan de imponer, o viceversa, eso que te están vendiendo como una gran verdad y vos estás viendo el sustrato de mentira que está dentro de esas palabras. Por eso yo digo que escribimos con el cuerpo. En esa relación con los demás está tu cuerpo, lo que está en juego, digamos, es tu cuerpo.
Tu experiencia con el mundo está limitada por tu piel, digamos por todo tu cuerpo, y por tu deseo. A mí me interesa mucho ver cuál es mi deseo, y a través de mí el deseo de la mujer, porque es un deseo que no ha sido explicitado. Me identifico con mujeres que están en alguna búsqueda y que están viendo que el lenguaje es otro. Grosso modo me identifico con Cristina Peri Rossi, con Margo Glantz, con Nélida Piñón, con Antonieta Madrid aunque hace mucho que no leo nada de ella, con Teresa Porzecanski la uruguaya, con Carmen Naranjo la costarricense, con Elsa Osorio y Liliana Heer que es una escritora argentina muy original y que también es poco conocida simplemente porque la gente no quiere romper esa barrera de comprender lo que no es el camino trillado. Se habla de las mujeres que escriben como si fueran un bloque, entonces se inicia la cita siempre con todas aquellas que triunfan. Yo creo que las que triunfan (sin desmerecer su capacidad) lo hacen porque están respondiendo al esquema antiguo, mi sensación es que nosotras (es también una pretensión, ¿eh?) estamos rompiendo ese molde.
-¿Puedes definir ese esquema antiguo, ese molde?
-Ese esquema antiguo es el deseo patriarcal, lo que siempre hizo la mujer fue obedecerlo. Esto es una cosa que a mí me irrita: la mujer siempre hizo lo que quiso, engañando al hombre y haciéndole creer que respondía a su esquema, hacía lo que quería y hacía que respondía al mandato. Ahora se invirtió la situación, pero es la otra cara de la misma, exactamente de la misma, moneda. La mujer aparentemente rompiendo esos esquemas. Esos son los temas de las escritoras que a mí no me interesan, sin juicio de valores literarios, aunque, no, sí hay juicio de valor: la mayoría de ellas no son buenas escritoras.
-¿Qué otras características tiene ese que tú llamas ``esquema antiguo'' o camino trillado?
-Mirá, yo creo que como libro es maravilloso Cien años de soledad, pero como herencia es un libro que nos hizo un daño infinito.
-¿En qué consiste ese daño?
-El daño es que creímos que en el realismo mágico vale todo; en el realismo mágico no vale todo, es una cosa muy acotada y muy racionada. Y luego, de golpe, también las mujeres empezaron a hacer este realismo mágico típico de sí mismas, y eso se volvió a la novela rosa de hoy, que no me interesa tampoco.
Como escritora, como persona pensante de la literatura, lo que me interesa es otra cosa.
-¿Qué cosa?
-Piensa que mi madre era una escritora famosa en Buenos Aires que se llamaba Luisa Mercedes Levis, era una gran escritora, quedó ignorada después, también por ser mujer, pero tenía un fondo de literatura muy serio. Y esto hizo que yo me criara en un ambiente sumamente literario, con Borges y Sábato, y Mallea y Bioy, aunque éste menos. Y toda esta gente y la del exilio español, metidos en casa constantemente. Entonces tengo algo que corre ya por mi sangre de la gran literatura argentina y rioplatense y de la rebeldía de los exiliados españoles y a eso respondo desde la iconoclasia. Así que yo espero eso de la gente que yo aprecio. No espero eso del mundo, el mundo es libre de hacer lo que quiera.
-¿Y por eso crees que el escritor siempre debe ser un iconoclasta?
-Yo creo, pero no se lo recomiendo a nadie. Mirá: Borges, de su primer libro, vendió 17 ejemplares. l decía que le interesaba eso porque le podía dar la mano a cada uno de sus lectores. Y me acuerdo que entonces la discusión era: ``Qué se prefiere: cien lectores hoy, o mil o un millón, o un lector dentro de mil años. Entonces todo mundo decía ``yo prefiero tener un lector dentro de mil años o dentro de cien años a un millón de lectores hoy''.
-¿Por qué?
-Por la trascendencia.
-Qué implica la trascendencia. ¿La inmortalidad?
-La inmortalidad a mí me importa un reverendo cacahuate, para decirlo en mexicano. Pero la transcendencia implica que estás tocando una esencia, una cuerda del ser humano infinitamente más vibrante que todo aquello que pueda tener una moda. No hay nada más antiguo que el diario de ayer.
-Y el lector que el escritor tiene en vida, ése que le da la mano, para seguir con la historia de Borges, ¿qué papel juega?
-Hay escritores que dicen: ``yo escribo para que me quieran''. Bueno, yo escribo para que no me quieran, desgraciadamente. Porque yo sé quién no me va a querer cuando estoy diciendo esto y quién no me va a querer cuando estoy diciendo lo otro. Me hicieron un chiste argentino que tengo que ponerme a reflexionar ahora porque me pareció buenísimo como chiste y vos lo escuchaste y creo que tiene que ver con esto de la literatura y la trascendencia y vamos a pensarlo entre las dos. El chiste es para los mexicanos, sobre los argentinos. Si algo hemos aportado a México es la posibilidad de hacer chistes geniales sobre los argentinos. El último que escuché dice: ¿por qué los argentinos no se bañan con agua caliente? Porque no quieren que se les empañe el espejo. Bueno, el espejo está empañado, el espejo de la historia argentina está empañado. Pero el espejo empañado dice muchas cosas, acuérdate del espejo ahumado mexicano, el espejo empañado habla.
-El espejo de Tezcatlipoca muestra sólo el lado terrible de la vida. Ese que está en Aquí pasan cosas raras y en Cola de lagartija que pueden ser leídas como una réplica al acto de desmemoria generalizado, o casi, en Argentina.
-Bueno yo no te diría que fui la primera ni la única escritora que habló sobre eso, pero no estoy lejos. Yo en plena dictadura militar saco un libro que era un poco anterior a la violencia que decía que pasaban cosas raras y de ahí me seguí hablando de eso, y ya no paré, no hubo un instante en que yo claudicara pero nadie lo reconoce.
-¿Por qué crees que nadie lo reconoce?
-Porque nadie habla de eso. No; no es cierto. Porque la miopía es necesaria para algunos.
Me dijeron:
En este salón te tenés que sentar cerca del mostrador, a la izquierda, no lejos de la caja registradora; tomate un vinito, no pidás algo más fuerte porque no se estila en las mujeres, no tomés cerveza porque la cerveza da ganas de hacer pis y el pis no es cosa de damas, se sabe del muchacho de este barrio que abandonó a su novia al verla salir del baño: yo creí que ella era puro espíritu, un hada, parece que alegó el muchacho. La novia quedó para vestir santos, frase que en este barrio todavía tiene connotaciones de soledad y soltería, algo muy mal visto. En la mujer, se entiende. Me dijeron.
Yo ando sola y el resto de la semana no me importa pero los sábados me gusta estar acompañada y que me aprieten fuerte. Por eso bailo el tango.
Aprendí con gran dedicación y esfuerzo, con zapatos de taco alto y pollera ajustada, de tajo. Ahora hasta ando con los clásicos elásticos en la cartera, el equivalente a llevar siempre conmigo la raqueta si fuera tenista, pero menos molesto. Llevo los elásticos en la cartera y a veces en la cola de un banco o frente a la ventanilla cuando me hacen esperar por algún trámite los acaricio, al descuido, sin pensarlo, y quizá, no sé, me consuelo con la idea de que en ese mismo momento podría estar bailando el tango en vez de esperar que un empleaducho desconsiderado se digne atenderme.
Sé que en algún lugar de la ciudad, cualquiera sea la hora, habrá un salón donde se esté bailando en la penumbra. Allí no puede saberse si es de noche o de día, a nadie le importa si es de noche o de día, y los elásticos sirven para sostener alrededor del empeine los zapatos de calle, estirados como están de tanto trajinar en busca de trabajo.
El sábado por la noche una busca cualquier cosa menos trabajo. Y sentada a una mesa cerca del mostrador, como me recomendaron, espero. En este salón el sitio clave es el mostrador, me insistieron, así pueden ficharte los hombres que pasan hacia el baño. Ellos sí pueden permitirse el lujo. Empujan la puerta vaivén con toda la carga a cuestas, una ráfaga amoniacal nos golpea, y vuelven a salir aligerados dispuestos a retomar la danza.
Ahora sé cuando me toca a mí bailar con uno de ellos. Y con cuál. Detecto ese muy leve movimiento de cabeza que me indica que soy la elegida, reconozco la invitación y cuando quiero aceptarla sonrío muy quietamente. Es decir que acepto y no me muevo; él vendrá hacia mí, me tenderá la mano, nos pararemos enfrentados al borde de la pista y dejaremos que se tense el hilo, que el bandoneón crezca hasta que ya estemos a punto de estallar y entonces, en algún insospechado acorde, él me pondrá el brazo alrededor de la cintura y zarparemos.
Con las velas infladas bogamos a pleno viento si es milonga, al tango lo escoramos. Y los pies no se nos enredan porque él es sabio en señalarme las maniobras tecleteando mi espalda. Hay algún corte nuevo, figuras que desconozco e improviso y a veces hasta salgo airosa. Dejo volar un pie, me escoro a estribor, no separo las piernas más de lo estrictamente necesario, él pone los pies con elegancia y yo lo sigo. A veces me detengo, cuando con el dedo medio él me hace una leve presión en la columna. Pongo la mujer en punto muerto, me decía el maestro y una debía quedar congelada en medio del paso para que él pudiera hacer sus firuletes.
Lo aprendí de veras, lo mamé a fondo como quien dice. Todo un ponerse, por parte de los hombres, que alude a otra cosa. Eso es el tango. Y es tan bello que se acaba aceptando.
Me llamo Sandra pero en estos lugares me gusta que me digan Sonia, como para perdurar más allá de la vigilia. Pocos son sin embargo los que acá preguntan o dan nombres, pocos hablan. Algunos eso sí se sonríen para sus adentros, escuchando esa música interior a la que están bailando y que no siempre está hecha de nostalgia. Nosotras también reímos, sonreímos. Yo río cuando me sacan a bailar seguido (y permanecemos callados y a veces sonrientes en medio de la pista esperando la próxima entrega), río porque esta música de tango rezuma del piso y se nos cuela por la planta de los pies y nos vibra y nos arrastra.
Lo amo. Al tango. Y por ende a quien, transmitiéndome con los dedos las claves del movimiento, me baila.
No me importa caminar las treintipico de cuadras de vuelta hasta mi casa. Algunos sábados hasta me gasto en la milonga la plata del colectivo y no me importa. Algunos sábados un sonido de trompetas digamos celestiales traspasa los bandoneones y yo me elevo. Vuelo. Algunos sábados estoy en mis zapatos sin necesidad de elásticos, por puro derecho propio. Vale la pena. El resto de la semana transcurre banalmente y escucho los idiotas piropos callejeros, esas frases directas tan mezquinas si se las compara con la lateralidad del tango.
Entonces yo, en el aquí y ahora, casi pegada al mostrador para dominar la escena, me fijo un poco detenidamente en algún galán maduro y le sonrío. Son los que mejor bailan. A ver cuál se decide. El cabeceo me llega de aquel que está a la izquierda, un poco escondido detrás de la columna. Un tan delicado cabeceo que es como si estuviera apenas, levemente, poniéndole la oreja al propio hombro, escuchándolo. Me gusta. El hombre me gusta. Le sonrío con franqueza y sólo entonces él se pone de pie y se acerca. No se puede pedir un exceso de arrojo. Ninguno aquí presente arriesgaría el rechazo cara a cara, ninguno está dispuesto a volver a su asiento despechado, bajo la mirada burlona de los otros. ste sabe que me tiene y se me va arrimando, al tranco, y ya no me gusta tanto de cerca, con sus años y con esa displicencia.
La ética imperante no me permite hacerme la desentendida. Me pongo de pie, él me conduce a un ángulo de la pista un poco retirado y ahí ¡me habla! Y no como aquél, tiempo atrás, que sólo habló para disculparse de no volver a dirigirme la palabra, porque yo acá vengo a bailar y no a dar charla, me dijo, y fue la última vez que abrió la boca. No. ste me hace un comentario general, es conmovedor. Me dice: Vio doña, cómo está la crisis, y yo digo que sí, que vi, la pucha que vi aunque no lo digo con estas palabras, me hago la fina, la Sonia: Sí señor, qué espanto, digo, pero él no me deja elaborar la idea porque ya me está agarrando fuerte para salir a bailar al siguiente compás. ste no me va a dejar ahogar, me consuelo, entregada, enmudecida.
Resulta un tango de la pura concentración, del entendimiento cósmico. Puedo hacer los ganchos como le vi hacer a la del vestido de crochet, la gordita que disfruta tanto, la que revolea tan bien sus bien torneadas pantorrillas que una olvida todo el resto de su opulenta anatomía. Bailo pensando en la gorda, en su vestido de crochet verde -color esperanza, dicen-, en su satisfacción al bailar, réplica o quizá reflejo de la satisfacción que habrá sentido al tejer; un vestido vasto para su vasto cuerpo y la felicidad de soñar con el momento en que ha de lucirlo, bailando. Yo no tejo, ni bailo tan bien como la gorda, aunque en este momento sí porque se dio el milagro.
Y cuando la pieza acaba y mi compañero me vuelve a comentar cómo está la crisis, yo lo escucho con unción, no contesto, le dejo espacio para añadir:
-¿Y vio el precio al que se fue el telo? Yo soy viudo y vivo con mis dos hijos. Antes podía pagarle a una dama el restaurante, y llevarla después al hotel. Ahora sólo puedo preguntarle a la dama si posee departamento, y en zona céntrica. Porque a mí para un pollito y una botella de vino me alcanza.
Me acuerdo de esos pies que volaron -los míos-, de esas filigranas. Pienso en la gorda tan feliz con su hombre feliz, hasta se me despierta una sincera vocación por el tejido.
-Departamento no tengo -expliqué- pero tengo una pieza en una pensión muy bien ubicada, limpia. Y tengo platos, cubiertos, y dos copas verdes de cristal, de esas bien altas.
-¿Verdes? Son para vino blanco.
-Blanco, sí.
-Lo siento, pero yo al vino blanco no se lo toco.
Y sin hacer ni una vuelta más, nos separamos.
De Simetrías