La Jornada Semanal, 31 de enero de 1999
La palabra ``cinéfilo'' me hace pensar en alguien tan sofisticado que repudia sus emociones: el espectador que llora con E.T. y cuando se encienden las luces de la sala abjura de sus lágrimas: ``¡qué película tan cursi!''
La adicción a las imágenes es refractaria a la experiencia; resulta difícil ``mejorar'' como espectador. Myra Breckinridge, el personaje de Gore Vidal, me convenció con histérico proselitismo de que el gran cine ocurrió en los años cuarenta; sin embargo he hecho muy poco para conocer esa Edad Clásica. En otras palabras: sinceramente desconfío de mis gustos; ciertas películas que me entusiasman en soledad se vuelven insoportables al verlas acompañado (la presencia de un testigo me infunde una repentina conciencia crítica) y mis entusiasmos no resisten el paso del tiempo (mi idea del infierno es una retrospectiva de Godard con el soundtrack de lo que yo opinaba hace 25 años).
A veces, las condiciones en que transcurre la función son más importantes que la película. ¿Cómo olvidar la tarde de 1974, durante la semana inaugural de la Cineteca, en la que derribamos las puertas para ver Naranja mecánica, prohibida hasta entonces por mostrar una violencia muy inferior a la que desplegamos en la sala? Ocho años después, la Cineteca explotó en llamas. Según corresponde a las tragedias nacionales, no se sabe si hubo un atentado o un mal manejo del nitrato de plata. Lo único cierto es que la película exhibida durante el incendio llevaba un título digno del entorno: La tierra de la gran promesa.
¿Puede alguien con un criterio tan inseguro como los archivos fílmicos de la nación argumentar en pro de sus diez películas favoritas? Según Francisco Hinojosa, la gente tiene dos profesiones: la suya y la de crítico de cine. Con la calma que produce hablar de lo que todo mundo comenta con pareja ignorancia, empiezo mi top-ten con la inolvidable Hatari, de Howard Hawks, que logró que John Wayne (un bulto escénico tan magnífico como Godzilla o Schwarzenegger) ingresara al cielo de los clásicos. La transformación del Vaquero Arquetípico en héroe del safari es un salto tan lógico, sutil y sugerente como la transformación del Samurai ArquetípicoÊToshiro Mifune en el Vaquero Zen de Yojimbo, de Akira Kurozawa.
Como casi todos los que crecieron ante el Superagente 86, Mi marciano favorito, Los locos Adams y La isla de Gilligan, mi idea de las pantallas clásicas es televisiva. El cine antiguo, ya lo dije, se difumina para mí en una de esas disolvencias destinadas a significar que la película es ``de autor''. De esa zona muerta sólo soy capaz de mencionar To be or not to be, la comedia de la inteligencia donde Ernst Lubitsch retrata la ocupación nazi de Polonia. Su sátira depende de una inversión teatral: una compañía shakespereana representa la vida diaria con mayor verosimilitud que las manieristas tropas nazis. Si Lubitsch se burla del poder y sus gestualidades con ingenio isabelino, Vittorio De Sica, un poco más cerca de nosotros y los avatares de la Colonia Buenos Aires, reiventa la crítica social con una fábula de la pobreza, Ladrones de bicicletas.
Toda pasión se alimenta de carencias y en la lista de favoritas no pueden faltar dos sagas de amores imposibles: Blade Runner y La edad de la inocencia. La película de Ridley Scott desemboca en la peligrosa apuesta del cazador de robots enamorado de una replicante, y sus escenarios ofrecen un futuro ya destruido, una utopía degradada, el mejor retrato de la ciudad de México.
Scorsese es el genio de los callejones neoyorquinos y escogerlo por una pieza de época, demasiado tributaria de la novela de Edith Wharton, tal vez equivale a sacarle un revólver por la espalda, pero en su pasión siempre aplazada La edad de la inocencia ha creado al menos un dogma de fin de milenio: nadie puede llorar mejor que Michelle Pfeiffer, y nadie puede verla con el contenido arrebato de Daniel Day-Lewis.
Si el cine cautiva por su condición superreal (en la pantalla los sonidos son más auténticos que en la vida), algunas de sus obras maestras dependen de proponer mundos radicalmente ficticios. En Stalker y Querelle la realidad no se refleja, se imagina. En la película de Tarkovski, el territorio vedado, al que sólo ingresan los stalkers, es una región ambigua, un paisaje mineral, donde campea una atmósfera totalitaria, que debe aceptarse más al modo de una condena que de un sitio de elección. El artificio de Fassbinder es de otro orden: los escenarios de cartón, iluminados por soles color naranja, otorgan curiosa verosimilitud a un drama de contradicciones: el amor homosexual entre heterosexuales, los papeles intercambiables de Caín y Abel, las fronteras movedizas entre el kitsch, la escatología y el acto poético.
Para refutar a quienes creen que toda película trata de algo, Andy Warhol ofreció el avaro milagro de un cine sin otras acciones que la siesta de un hombre o las luces que se encienden en un edificio. Logró, según se sabe, algunas publicitadas versiones del tedio; Luis Buñuel, en cambio, imaginó en El ángel exterminador las fecundas posibilidades de lo que no sucede pero se insinúa con poderosa inminencia. Los personajes ``atrapados'' en la sala, sometidos a una regla inflexible, suprema e insondable, se llenan de un sentido que sólo tienen en la prohibición.
Termino la lista con un viaje al origen: París, Texas. La búsqueda de las raíces atraviesa todas las mitologías, y en la arcadia cinematográfica no puede faltar una road-movie rumbo al desierto primigenio, al menos no para alguien de 1956, que acaso fue concebido en un autocinema.