Manuel Caballero, el torero albaceteño, salió a amarrar navajas y a un toro descastado, rajado, aquerenciado en tablas y que desarrolló mucho sentido, le sacó la casta y emocionó a los aficionados en la aburrida tarde. Manuel Caballero posee como su tierra una cosa no fácilmente perceptible a primera vista. Las navajas famosas que le encanta amarrar, no son ciertamente la única, ni mejor prueba de su toreo. Caballero prospera tarde a tarde, aspira a ser algo, aspira a ser mucho, animado y luminoso y engendra esperanzas de ser de los grandes de la fiesta.
Porque lo típico, lo pintoresco, lo colorista, lo que queda de leyenda en el toreo hay que percibirlo en este torero albaceteño. Es su toreo, un toreo característico propio de su lugar de origen, que las antiguas danzas solían parecer un combate. Toreo de agilidad y precisión en los pases, armonioso y extraño, basado en un valor seco. Poco importó a Manuel Caballero el relajo que había en la plaza, en que la gente coreaba, se alcoholizaba y peleaba. El fue a lo suyo y acabó realizando una faena valerosa, si las hay, al novillote descastado como todos los corridos de la tarde de ayer y que ya son rutina en el coso.
Una guitarra ronca con sordo abejorreo marcaba los compases de su trasteo. Ciertamente no tenía el arte de Curro Romero, ni el duende de Rafael de Paula, ni el jugueteo de Enrique Ponce, o la hondura de Joselito o José Tomás, pero tenía la verdad de su torería y su muleta campera, retemblaba hasta su Albacete natal en un solo aliento de hombredad.
Se dormía la muleta del torero albaceteño al girar entre las sombras vacilantes del redondel. Los pases naturales a la distancia precisa, templados llevándose al toro muy toreado y marcando los tres tiempos al cargar la suerte, pero, sin poder ligar la faena por la sosería del novillo. Brillaban los pases en la fría noche que se llenó de calor. Luego se cambió de mano y la hondura de sus ayudados y de pecho, quedaron como marca imborrable del torero que lleva por dentro.
Toreaba Manuel Caballero y el tiempo se detenía y en la obscuridad del coso se sentían los latidos acelerados de sus arterias. La poca gente en el coso, los cabales, entregados a su clasicismo disfrutaban el haberlo conocido, cuando rompiendo la calma de la plaza toreó y dejó en el ruedo su albaceteña huella y al vestirse de luces por dentro alumbró la plaza con su torería.
Señoreador de la gloria, maestro docto y experimentado, consciente sin frialdad excesiva y audaz y de arrebatos, Manuel Caballero se volvió a lanzar confiada y solemnemente al logro de la conquista de la México, en este absurdo oficio de jugar con la muerte y saberla vencer. Los aficionados vivimos el esplendor del triunfo de este torero cuyas plantas firmes lo sitúan en el lugar de los grandes toreros.