n Serrat, estrella terrenal n
n Renato Ravelo n
Fotografías: Omar Meneses

Con su voz que se eleva apenas entre lo rasposo y lo terso, con esa vena poética que se gasta el gusto de irradiar en tres generaciones de corazones, con esa, su gestualidad de clown y su porte de caballero, Joan Manuel Serrat soltó a volar decenas de canciones, buena parte de las cuales tuvo nido en unas 50 mil almas reunidas en la convicción de que "la ciudad es de todos" los que la piden.

Concierto desgravoso para una ciudad que trae la esperanza en muletas, que un día se desquicia y otro también, oportunidad de engancharse al más nuevo Serrat, que en realidad es el mismo viejo sabio que fue desde joven, a la escucha de su verso ?en Princesa?, "sacando del dobladillo un miserable salario que no alcanzará a fin de mes". Oportunidad para que los simpatizantes de los maestros corearan con más fuerza Para la libertad, para que 200 jóvenes voluntarios colaboraran en ese animoso civismo que despacito se convoca desde el gobierno de Cárdenas. O simplemente para escuchar ese dictado venenoso: "y tu sombra aún se mete en mi cama, entre la almohada y mi soledad".

Serrat eres único, le dijeron hace algunos años un grupo variopinto de cantantes españoles, lo mismo Juan Perro que Joaquín Sabina, y así se tituló esa especie de recuperación meritoria del cantante catalán, misma que lo trajo este año a nuestro país en tres conciertos. Serrat, a iniciativa del Instituto de Cultura de la capital, decidió regalarle un concierto a quienes se dejaran caer en el Zócalo a la una y media del domingo. La policía dice que fueron 5 mil personas, los organizadores festinaron las 80 mil. Lo cierto es que desde lo alto de los edificios aledaños, una alfombra colorida ocupaba constante la cuarta parte de la plancha de cemento. Mucha gente, sin embargo, si se considera que el sonido en la parte de atrás llegaba apenas, cuando no distorsionado, en las paredes de Palacio Nacional, y otro concierto en eco se desarrollaba.

Serrat, el gestor de la coincidencia afortunada entre deseo y realidad, el prestidigitador de ambientes, la contraseña perdida en tres generaciones de asiduos a un cantautor fragmentado, reclamado a pedazos: los fans que reniegan de Utopía o el último, Sombras de la China, tienen tatuadas en la boca del estómago canciones como Lucía, Las pequeñas cosas. Una señora con carreola encuentra en Penélope una metáfora de lo que sería esta ciudad el día que terminara por regresar, del todo, la magia: la seguridad, el ejercicio festivo de lo privado y lo público: ¿Será que para ese entonces nos reconocerá la esperanza?

La zona media del público fue la mejor ubicación para sentirse parte sonora y visual de una multitud. También era un área relativamente cerca, mucho más si se había adquirido por diez módicos pesos el llamado telescopio, consistente en un espejo abajo, un tubo direccionador (formado por cartones de leche o chocolates), y otro espejo arriba: lo que permitía en realidad el efecto periscópico de un submarino. ¿O sería telescopio por tratarse Serrat de una estrella?

Y la muerte perderá dos a cero, canta Serrat, con ese atajo que las palabras bien ordenadas suponen fácil. Pero son 21 discos, imposibilidad real de sacar ?en estos tiempos de selecciones, de síntesis mercadotécnicas? los meros éxitos, los solamente diez. Por cada canción que aparecía, Mediterráneo, por ejemplo, quedaba otra geografía emocional de otro tiempo ausente (Tu nombre me sabe a hierba, De vez en cuando la vida, Señora, o algo de su producción con el poeta Mario Benedetti). Serrat, estrella terrenal.

En todo caso una muestra, un acercamiento al concepto masivo, en el que los recordatorios a los niños de la calle, a las calles invadidas por el miedo y la miseria, sonaron como parte de un acto inédito, político, pero sin consignas unilaterales.

Como una Fiesta, canción-crónica con la que cerró, que consigna lo intenso y tolerable de la convivencia gozosa, la felicidad que no cuesta y que pareciera que no dura más que el justo intenso en que se da.

El Serrat único, generoso, que ocupó los mismos músicos y casi las mismas dos horas de sus conciertos pagados, fue terreno prolífico de oportunidades para sentir por un momento que el goce estético es también ético. O en otras palabras: que la felicidad, además de gratuita, debiera ser obligatoria.