Margo Glantz
Viaje al más allá

Ya lo he escrito otras veces, pero desde chica supe que mi destino sería errante como el del judío de la novela de Eugenio Sue, libro que literalmente devoré en mi adolescencia junto con Los misterios de París, del mismo autor; Los tres mosqueteros, de Dumas, y Los miserables, de Víctor Hugo. Ese destino viajero no era manifiesto porque mis primeros viajes nunca me llevaron más lejos de Xochimilco, Tula o Teotihuacan o, cuando más, a Cuernavaca o Tepoztlán, de donde siempre traían mis padres las tradicionales miniaturas excavadas en madera que evocan a la vez un caserío y esas montañas cuyo máximo atributo, según Carlos Pellicer, es su nostalgia marina. Cuando cumplí 13 años acompañé a mi padre a Veracruz, donde por primera vez vi el mar, vestida con un traje sedoso de adecuado fondo azul y estampado con caracolas. No recuerdo cuál fue el objetivo de ese viaje, sin embargo me acuerdo de una escala que hizo nuestro camión del ADO en Jalapa, en esa hermosa plaza central, húmeda y desbordante de vegetación, y de mi padre bañándose más tarde en las playas de Veracruz con el cuerpo totalmente enrojecido por el sol.

Más tarde, a mediados de los años cuarenta, viajé con mi madre a Estados Unidos para comprar ropa de contrabando y venderla después en la ciudad de México. Me gusta recordar mis paseos por las calles de Dallas en épocas de intenso calor y la elegancia de las mujeres con sus enormes sombreros a lo Greta Garbo, sus altos tacones y sus elegantes vestidos de algodón, como si estuviéramos en La rosa del Cairo, de Woody Allen, dentro de la película y no mirándola sentados en la sala y conviviendo con personajes desconocidos aunque románticos. A mediados de los sesenta y por intermedio de los Escurdia, Manuel y Antoinette, fui invitada a dar clases al Instituto de Lenguas de Monterrey, sitio rememorado en una célebre novela de Steinbeck y situado en la hermosa bahía del mismo nombre, cerca de otros pueblos habitados por gente riquísima, como Carmel o Pacific Grove, mejor conocido como Pacific Grave porque sus habitantes eran multimillonarios de edad provecta.

Cuando hice el viaje, mi hija Alina tenía 6 años y su idea de Estados Unidos era singular, se lo imaginaba como una inmensa tienda donde se vendían sin interrupción sólo helados y Barbies, ese artefacto famosísimo que cumplirá 40 años y sigue siendo el objeto más codiciado de las niñas, entre ellas mi nieta Sofía que va a cumplir cinco años y ya cuenta en su haber con 12 muñecas de esa marca, algunas con pelo largo imposible de escarmenar, y con sus miles de accesorios y acompañantes. Era el tiempo de los hippies y del Festival de Newport, del pelo largo, de los pantalones acampanados que se apoyaban en las caderas (hip huggers) y mis alumnos cantaban y bailaban al son de los Jefferson Airplanes, The Mammas and the Papas, Johnny Rivers, y obviamente los Beatles y los Rolling Stones, entonces jóvenes y guapos.

En mis momentos libres solía tomar la carretera número 1 para almorzar un sandwich de queso y aceitunas negras en Nepenthe, un hermoso restaurancito situado en lo alto de una montaña muy cercana a Big Sur, donde Henry Miller se había retirado del mundanal ruido con una de sus esposas, creo que la quinta, una japonesa. Subía yo la carretera en un coche color verde kaki que había pertenecido en épocas mejores a la Pacific Bell Company, la empresa telefónica más importante del oeste, una carcacha inmensa que ascendía con esfuerzo la angosta carretera por donde circulaban los automóviles último modelo a gran velocidad; yo manejaba, en cambio, con una insegura lentitud que provocaba la desesperación de los automovilistas y varias veces estuve a punto de provocar un accidente.

Entre mis amigos había una muchacha hippie que tenía dos hijos a los que nunca les peinaba el largo y rubio cabello y cuyo novio era un objetor de conciencia que hacía dieta para eximirse del servicio militar en Vietnam, medía cerca de dos metros y era delgadísimo. Recuerdo muy bien su cuerpo anoréxico enfundado en un traje de baño negro que lo hacía verse aún más enjuto, tumbado en la arena de una de las maravillosas playas de la costa norte californiana, con sus acantilados y su maravilloso mar de agua helada, cumpliendo con su heroica dieta mientras nosotros devorábamos todo tipo de junk food y bebíamos cerveza. Más tarde, cuando ya había acabado la guerra, vino a México en motocicleta y se hospedó en mi casa; en ese tiempo los estadunienses aún creían en la eficacia de sus conductas. El año pasado volví a California, a Berkeley, donde alguna vez los estudiantes participaron en un histórico movimiento de rebelión. Aún es una universidad muy viva, aunque sus formas y sus métodos se han transformado; ahora tanto sus conductas como su lenguaje están estrictamente codificados y cada grupo se clasifica en compartimentos verificables y hasta anodinos, en cierto modo son los resabios arqueológicos de un exaltante pasado. Quizá verbalice aquí también una íntima nostalgia.