Jean Meyer
¡Oh, sorpresa!

No la da el Papa mediático, el pope star que atravesó el cielo de México como fugaz centella, sino el intelectual, el filósofo que habla a los intelectuales y a sus colegas filósofos en su encíclica Fides et ratio (Fe y razón). Firmado el 14 de septiembre de 1998, este texto de 108 párrafos y 100 páginas no ha sido comentado como sus mensajes contra el capitalismo salvaje y a favor de la justicia; no ha provocado polémicas como sus posiciones sobre las mujeres y el sacerdocio, la eutanasia y el aborto, el divorcio o el condón.

Sin embargo, una vez más Juan Pablo II nos asombra con un denso ensayo sobre la vida intelectual de nuestra época. Empieza con la exhortación ``conócete a ti mismo'', grabada en el dintel del templo de Delfos. Luego invita a reconocer ``el vínculo tan profundo que hay entre el conocimiento de la fe y el de la razón'', recordando la pregunta de Tertuliano: ``¿Qué tienen en común Atenas y Jerusalén, la Academia y la Iglesia?'' Ahí tenemos un papa muy alejado del antiintelectualismo tan común entre el clero. Llama, como los sacerdotes en la Iglesia, a poner fin a la separación entre la fe y la razón para luchar contra la ``filosofía de la nada'', como llama a las diversas formas del nihilismo contemporáneo.

Ciertamente, critica ``desviaciones y errores'' como el historicismo, el cientificismo y el pragmatismo. Escribe: ``Sin duda la filosofía moderna tiene el gran mérito de haber concentrado su atención en el hombre''; sin embargo, ``dejando de concentrar su investigación en el ser, ha concentrado su búsqueda en el conocimiento humano (...) ha preferido destacar sus límites y condicionamientos'', lo cual la ha llevado ``a perderse en las arenas movedizas de un escepticismo general''.

Reclama a los filósofos que se contentan con verdades parciales y provisorias, sin plantear más las preguntas radicales sobre el sentido y el fundamento último de la vida humana, personal y social. A los científicos les señala el peligro muy real de perder toda referencia ética y ceder a la lógica del mercado y a la tentación de un poder demiúrgico sobre la naturaleza y sobre el ser humano. En una palabra, invita a los filósofos y a los hombres de ciencia a pensar el mundo en lugar de ceder a la tentación del relativismo.

Este hombre que invoca muy seguido el argumento de autoridad (como pontífice), no lo hace en este texto y argumenta desde dentro de la filosofía. Afirma su confianza en la capacidad de la razón humana y, por lo mismo, en la filosofía. A los filósofos dice: ``No deben limitar su ambición; no pueden adoptar como metas únicas la certidumbre subjetiva y la utilidad práctica''. A los creyentes les recuerda: ``Es ilusorio pensar que la fe pueda tener una fuerza mayor frente a una razón debilitada; al contrario, cae en el peligro de ser reducida a un mito, a una superstición. Si no está pensada, la fe no es nada''.

Una sorpresa más: ``La Iglesia no propone su propia filosofía ni canoniza a alguna filosofía particular en detrimento de las otras''. Cita a Pascal, Kierkegaard y Newman; Husserl y Stein se leen entre líneas. Juan Pablo II prefiere la duda religiosa a la duda generalizada sobre el sentido de la vida. Mantiene el espíritu interrogativo contra el dogmatismo del pesimismo y del optimismo.

Si los obispos leen la carta del Papa deberán fortalecer o restablecer el estudio de la filosofía en los seminarios. Esa decimotercera encíclica revela que el Papa tiene una sólida formación filosófica y que conoce las filosofías modernas. El editorialista de The New York Times, periódico que dedicó una plana entera a Fe y razón, concluye (21/10/98): ``Quizás no convertirá a los nihilistas, pero promete que, aunque la razón no conduzca siempre a la creencia, una persona que razone como un científico o un filósofo bien puede ser creyente''.