José Steinsleger
La Argentina de Citlali

``¡Beines y beiniyas!... ¡Beines y beiniyas!...'' El baba (papá) se llamaba Saúd y la annedjim (madre respetada y querida), Mouhibeb. En árabe Saúd quiere decir ``felicidad'' y Mouhibeb (de la poderosa rama de los Akil), ``belleza deslumbrante''. Ambos habían nacido en Yabrud, milenaria ciudad siria, al norte de Damasco.

Jóvenes inmigrantes, la vida de Saúd y Mouhibeb debe haber sido difícil, cuando a lomo de mula voceaban jabones, peines y hebillas por las escarpadas montañas de la provincia argentina de La Rioja. Imaginemos entonces la picardía de algún gaucho malevo hablando de aquel par de ``árabes beduinos y ladrones'', tal como el Compendio de Geografía Universal, editado en París, identificaba a los pueblos dominados por el imperio otomano.

Nada serio. Saúd y Mouhibeb trabajaron felices de haber elegido a un país que se abría al mundo, sin ayuda de los psicoanalistas. Y así, de esta unión placentera y al grito de ¡djidim! (expresión cariñosa que los turcos emplean para festejar los nacimientos), la cigüeña aterrizó en el pueblo de Anillaco y dejó a un niño que al parecer nació mal de la cabeza porque pese a haber sido querido a nadie quiso después: Carlos Menem, futuro presidente de los argentinos (1930).

Sesenta y ocho años más tarde, por los callejones de las villas miserias y las barriadas pobres de Argentina, el miedo sacude el espinazo de los inmigrantes. Saúd y Mouhibeb habían depositado sus esperanzas en el preámbulo constitucional que invitaba a ``...a todos los hombres de buena voluntad que quieran habitar el suelo argentino'' (1853). Pero hoy, los nuevos inmigrantes de este país sudamericano despoblado saben que la generosa iniciativa fundacional ha desaparecido y que el enunciado es letra muerta del subdesarrollo global.

Baltazar García, jefe de la Policía Federal, admite que los procedimientos para detectar posibles extranjeros indocumentados están guiados por ``cierto tipo de características físicas''. ¿Pero cómo diferenciar a un chubutense de un chileno, a un salteño de un boliviano, a un formoseño de un paraguayo, a un tucumano de un peruano? Es fácil. Si es blanco y no tiene apariencia de indígena, provinciano o pobre, pasa la prueba.

En consecuencia, el gobierno de Menem ha retomado la deslucida teoría del italiano Cesare Lombroso, quien hace un siglo se esforzó en demostrar la vinculación directa entre biología y criminalidad. Teoría que en todo caso sería difícil de aplicar a las fotos publicadas en diciembre pasado por la revista Siglo XXI, de Buenos Aires, con las fichas de 700 funcionarios del gobierno involucrados en casos de corrupción y saqueo de los fondos públicos. Con excepción del presidente y su hermano, ni uno solo tiene la tez cobriza.

¿Qué quiere Menem? Menem quiere un país distinto al que lo vio nacer, con ciudadanos dignos del Primer Mundo: blancos, católicos, delgados, bronceados, egoístas, vestidos con marcas de moda, bilingües y capacitados para dictar cátedra de democracia en Harvard, con teléfono celular y lap-top de última generación. Porque che... ¡que no vengan a compararnos con los bolivianos! Por esto, al empezar su gestión, el canciller Guido di Tella propuso la importación de colonos seleccionados de Europa del este, a razón de 20 mil dólares por familia. Iniciativa similar al ofrecimiento de tierras a los colonos racistas de Rhodesia del Sur (actual Zimbabwe), impulsada por el general genocida Albano Harguindeguy en 1997.

El proyecto de Menem pertenece a la Argentina virtual: sin pobres y sin trabajadores ilegales, atraídos por las ventajas relativas de la paridad cambiaria. Con supershopping como los de Puerto Madero, frente a la Casa Rosada, y, más allá, a escasos tres kilómetros, la inundación: el barrio de Dock Sud, donde 50 mil personas viven con la sangre envenenada por los gases de las industrias petroquímicas ¿Cómo explicar este Primer Mundo menemista a las niñas Natalie Rocha y Citlali Vilte Chávez, a quienes las autoridades de Educación de Neuquén obligaron a resignar el honor de ser abanderadas de su escuela?

Natalie es chilena y Citlali es mexicana, hija de argentinos exiliados. En la escuela, Natalie supo que el libertador de su país fue un general argentino que luchó por la unidad de América hispana. Y Citlali aprendió de sus padres que todos los niños son iguales. Desafortunadamente, pese a la altísima puntuación alcanzada, ninguna de las dos puede ser abanderada. Son ``extranjeras''. Y nada, ni el pedido unánime de los ministros de Educación de todo el país, parece conmover a las autoridades menemistas.

Peor aún. A más de ``extranjera'', la mamá de Natalie es ``trabajadora ilegal''. Ahora, Citlali trata de entender por qué no puede llevar la bandera de su país, cuando el país más la necesita. Y recuerda que en México oía a sus padres hablar de un país soñado libre de xenofobia y discriminación, de racismo y de ladrones. De un país que en el sur tiene una estrella guía, igual que su nombre. De un país donde fue alumna ejemplar y le negó, como a la chilena Natalie, ser su abanderada.