LETRA S
Febrero 4 de 1999 
Crónica sero
 
JOAQUIN HURTADO
 

El Papa vino y visitó a los enfermos de sida. Bello gesto del hombre santo. Pero no es suficiente. Ni con su espectacular ejemplo puede hacer que algunos infectados, que aún no llegamos a los pabellones de la agonía, cambiemos la percepción negativa que nos hemos formado de la Madre Iglesia.

Es que hay algo que no cuadra dentro de los hipnóticos discursos de su Santidad, cuando asegura que está con los de la orilla opuesta y execra del capitalismo salvaje, del hedonismo ¿y las papitas que distribuyeron su retrato entre los golosos consumidores de chatarra? Cardenales y monjes enseñaron el cobre cuando defendieron lo indefendible: ponerle precio a las cosas del alma.

Conozco a narcos que no se tientan la conciencia a la hora de hacer su trabajo, pero su moral (que de alguna manera hay que llamarle) no la venden tan barata. Por eso abundan los corridos. La integridad tiene un costo, y los purpurados lo dilapidaron en cuestión de horas.

Soy de los que no llenan su espíritu con gritos de fans futboleros y desmayos de señoritas que suelen hacer lo mismo frente a Mijares. Los espejitos no curarán ese desprecio parroquial que carga mi madre (una santa milenaria como todas las madres mexicanas) por haber engendrado a alguien propenso a errar y no darse por vencido.

Nací católico y católico me sepultarán a pesar de mis argüendes jacobinos. Otros más bravos han tenido que fletarse, idos ya, a misas y novenarios contra su invicto ateísmo. Aún así quisiera reconciliarme con mi catequista, pero la razón (esa loca que genera monstruos) no deja que mi corazón (ese idiota que perdona al monstruo) acepte como bueno todo lo que ha visto.

Los hombres y mujeres que navegan con el tiburón en las venas tal vez sólo signifiquen para los clérigos un morboso ejemplo en sus sermones antisexuales. Su vanidad no les permite ver el potencial que traen entre manos esos seres felices y enteros, que andan en la brega mortificante de quererse vivos, con todo lo que esto implica:  ejercer plenamente su rudimentario derecho a amar y ser amados, a pesar de las dentelladas.