Por razones fraternales, los temas eléctricos me son particularmente sensibles. Odón mi hermano fue trabajador por muchos años del Departamento de Construcción de la Mexican Light and Power Company (si no me equivoco en el nombre), en los tiempos del ingeniero Jorge Luque, en aquella época considerado con toda razón como el monstruo de la electrificación. Murió en un absurdo accidente de carretera, que habría sido absurdo para cualquier otro pero no para él, un enamorado de la velocidad. Pero Jorge Luque hizo escuela.
Años después Odón, que sin duda fue de sus discípulos consentidos, tuvo a su cargo la dirección de Construcción y disfrutó electrificando Netzahualcóyotl e interviniendo personalmente, con todo y casco, en mil obras más. Mi otro hermano, Jorge, fue también súbdito importante de la misma compañía y hoy es un jubilado activo, enamorado de su profesión de ingeniero mecánico electricista que enseña en la Facultad de Ingeniería de la UNAM.
Odón falleció repentinamente en diciembre de 1982. Tenía 60 años de edad, en ese momento tres más que yo. Había desempeñado con eficacia la Subdirección de la Comisión Federal de Electricidad colaborando con Arsenio Farell, que lo nombró sin conocerlo, sólo por referencias. Trabajaron juntos intensamente con espléndidos resultados.
Odón me decía, en su angustia permanente por la electrificación del país, que nuestro desarrollo exigía que cada seis años se duplicara la inversión en electricidad para poder atender las necesidades siempre crecientes de una población multiplicada hasta el infinito. En aquellos tiempos, como Subdirector de la CFE, viajaba constantemente a Chicoasén y a todas las obras monumentales que se instrumentaban para cumplir esa exigencia ineludible.
El presidente Zedillo, en un mensaje que me ha llamado la atención por su tono mesurado, ha anunciado un proyecto de reforma constitucional para que pueda admitirse la inversión privada, nacional o extranjera, que permita, en las condiciones actuales de una economía disminuida, mantener el ritmo de crecimiento que exige la industria eléctrica. Eso supone dejar atrás la reforma promovida por Adolfo López Mateos, en algún tiempo comparada, en mi concepto exageradamente, con la que hizo el presidente Cárdenas del petróleo.
No es nada grato privatizar un recurso de tanta importancia para el desarrollo del país. Siempre he estado en contra de las privatizaciones porque soy de los que piensan: me parece que quedamos pocos, que la empresa privada busca más las utilidades que el servicio y sacrifica trabajadores a cambio de más beneficios. Creo que al Estado corresponde no sólo la rectoría del desarrollo nacional sino la responsabilidad de ejecutarlo en forma directa, sin intermediarios.
Sin embargo, en el caso de la industria eléctrica, a la vista de las necesidades que no se pueden ignorar, entre el abandono del desarrollo eléctrico y su viabilidad a través de la inversión privada, nacional o extranjera, mis reservas desaparecen y me declaro partidario de una reforma constitucional que México exige a partir de un fenómeno económico cuya solución, en mi concepto, no puede darse con nuestros escasos recursos y que resulta indispensable.
La iniciativa del presidente Zedillo, además de importar una decisión políticamente atacable en muy mal momento, me parece que refleja una necesidad de atención ineludible. Creo que los dos partidos de oposición, el PRD y el PAN, deben considerarla seriamente. Porque lo único cierto es que sin electricidad, como fuente de luz y de energía, muy poco podremos hacer para salir de las emergencias. Y no me parece que en ese terreno la soberanía corra el menor riesgo. Y si lo corre, tendremos que buscar la manera de superarlo. No faltarían soluciones.
(Guardo celosamente y de manera inmediata el texto que escribo. Anoche y esta mismo noche, los apagones me han jugado chueco con la computadora). ¿Podríamos vivir sin energía eléctrica? Ese es el riesgo.