¿Está en crisis la industria eléctrica nacional? ¿Hay alguna solicitud, demanda o movilización social que formule la exigencia de reestructurar esa industria nacional? ¿La expansión de la industria eléctrica nacional ha significado una merma en el gasto gubernamental? ¿Las tarifas eléctricas son más altas que en muchos países del mundo? ¿Esa industria es incapaz de allegarse una parte importante de los recursos que requiere para su expansión? ¿Realmente se requiere extraer del fisco 25 mil millones de dólares para garantizar su expansión los próximos seis años? ¿Hay una crisis institucional en esa industria? ¿Existen razones de fondo para acelerar la reestructuración de la industria eléctrica nacional? ¿En verdad se perdió o se superó ya el sentido original que condujo a señalar en el artículo 27 de la Constitución la exclusividad de la Nación para generar, conducir, transformar, distribuir y abastecer energía eléctrica, que tenga por objeto la prestación del servicio público y que llevó a la Nacionalización de esa industria?
Estas y muchas otras preguntas pueden y deben formularse antes de lanzarse a esa radical reestructuración que propone el Poder Ejecutivo Federal y que, por sus características, exige la modificación de los artículos 27 y 28 constitucionales. No es fácil demostrar que está en crisis el sector eléctrico nacional, por que no lo está. Tampoco, por cierto, que de no privatizarse, entrará en crisis en los próximos años. Menos aún, demostrar su incapacidad para lograr recursos propios y financiar una parte muy importante de su expansión y, complementariamente, buscar formas para el acceso al mercado internacional de capitales. Muy difícil resulta demostrar que es necesaria la privatización para tener fondos y alentar la modernización de esa industria. Más todavía, construir un razonamiento que concluya que la única o la mejor forma de reorganizar y modernizar la industria eléctrica y garantizar los recursos necesarios para su expansión, es la privatización. Una profunda reforma del sector eléctrico puede tener muchas variantes, generales y particulares.
La Unión Europea lleva poco más de diez años pensando y trabajando la reestructuración y reorganización de sus diversas industrias eléctricas nacionales. Inglaterra es un caso muy especial, que exige una reflexión más detallada para comprender cómo se desenvolvió el tradicional lazo de unión entre la industria eléctrica y la explotación del carbón, y cómo, por cierto, la baja de precios en ese país es muy inferior a la baja de costos derivada del fin de la época de subsidio del carbón, lo que, por cierto, condujo al desempleo a miles de trabajadores británicos. Estados Unidos mismo lleva más de quince años madurando sus ideas y sus alternativas para crear un mercado de electricidad y hoy, con pros y contras, sólo en California operan el mercado spot, ese de la comercialización de la electricidad por hora, por día, por semana, por mes y por estación del año; y que produce rentas que en el caso de empresas estatales integradas se redistribuyen entre los consumidores, como es el caso de México.
La realidad es que el esquema no ha sido extendido en todo el mundo. Japón lo impulsa pero con severas limitaciones, no sólo por su alto porcentaje de generación nuclear, sino por su enorme dependencia de combustibles. Francia ha entrado a la competencia europea pero con todo su complejo eléctrico estatal y hoy, sin renunciar a ese carácter y a su integración vertical, compite por participar en otras naciones. En Argentina la privatización ha servido para distribuir la vieja industria eléctrica en tres o cuatro monopolios regionales y no han bajado los precios. Algo similar ha sucedido en Chile donde la transmisión no ha sido concesionada por el Estado. Hay muchas experiencias. Pero no han sido totalmente probadas y, menos aún homogeneizadas.
Hay que decir, sin embargo, algo que es consenso en todo el mundo. El cambio técnico; la exigencia de tarifas y subsidios claros y transparentes; los nuevos requerimientos financieros, productivos y comerciales de la industria eléctrica; los desarrollos institucionales y organizacionales. Todo ello conduce a pensar en la conveniencia y aún en la necesidad de la reestructuración y la reorganización eléctricas. La industria eléctrica mexicana no es la excepción; tiene fortalezas pero también debilidades. Sin embargo, por la complejidad del asunto, su reestructuración debe hacerse con un poco más de tiempo, pues lo cierto es que en el caso de la desregulación y la privatización, hay muchos esquemas y muchas posibilidades.
En México, efectivamente, se puede concluir en la necesidad de avanzar en la reorganización eléctrica. Pero no, de veras que no, en la urgencia de modificar la Constitución como punto de partida del cambio. Esa modificación debiera ser, en todo caso, un punto de llegada, resultado de una intensa y firme discusión técnica, social y política de ese cambio. Los riesgos de que una privatización acelerada, legalizada con un igualmente acelerado cambio constitucional son muchos.
No es fácil imaginar un México en el que unos cuantos monopolios privados, básicamente extranjeros, controlen la industria eléctrica, y en el que no se logren instancias reguladoras o rectoras fuertes y maduras, expresión y resultado de la fortaleza y la maduración de la vida democrática en nuestro país; de otra manera se correría el riesgo de tener cuerpos tecnocráticos sin respaldo social y sin fortaleza política, que en el caso de la industria eléctrica sólo reforzarían la manipulación de los monopolios privados. Y eso no sólo va contra el 27 y el 28 constitucionales, sino sería una terrible regresión.