Entre las pocas tradiciones de teatro religioso que aún se mantienen vivas en nuestro país, sobresalen la pasión y muerte de Jesucristo que se celebra en Ixtapalapa y los Carros Bíblicos de la Navidad queretana. En muy pocos pueblos sobreviven las pastorelas callejeras o de atrio de iglesia y el género ha caído en las manos de comerciantes carentes de la gracia popular y de la ingenuidad necesarias para que el auto de la natividad se cumpla en el espacio y en el tiempo del teatro. Las más ingeniosas y auténticas se siguen representando en el pueblo jalisciense de San Martín de Bolaños y en algunos lugares de la Sierra Gorda de Querétaro, región que muestra el milagro de las misiones fundadas por Fray Junípero Serra y las prodigiosas esculturas de santos y personajes ligados a esa utopía franciscana de Gioachino De Fiore que contiene, entre otras propuestas, la de abolir la propiedad privada de los medios de producción, crear cooperativas e intentar formas de convivencia basadas en la confianza y la solidaridad. En una pastorela de la Sierra Gorda aparece el Arcángel Gabriel parado en una columna y engalanado con sus mejores ropas, sus sandalias (en algunos casos, botas mineras) doradas, sus alas de trapo y su espada pintada con mixtión de plátano. Lo rodean ángeles menores y pastores entusiastas para festejarlo cantando sus loas. En el colmo de la admiración, le preguntan: ``¿Quén como tú, Grabiel, quén, quén?'' Y responde el arcángel de la Anunciación, bajando la vista e inflando el pecho: ```Pos naiden, `pos quén.'' Por los rumbos de Coroneo, el mismo arcángel es festejado de la siguiente manera: ``Grabiel, Grabiel, eres tan grande que merecites ser la madre de Dios'', mientras que en Bernal se anuncia: ``Ya parió María, ya parió José, parieron los pastores y el niño también.'' En la jaliscience Pastorela de los charros (en la librería del ilustre Fortino, en Guadalajara, se podía adquirir esta obra, junto con el poema dramático, ``El ánima de Sayula'' y la famosa ``Carta de Tepatitlán''), el Arcángel Miguel, General de todos los Ejércitos Celestiales, de un rotundo ``planazo'' de machete, manda a Satán a los apretados infiernos. El diablo de los diablos, antes de descender a las regiones del castigo, se queja a la mexicana: ``Detén tu brazo, Miguel, qué tiznadazo me has dado.'' En esta misma pastorela, el ermitaño que, de acuerdo con la tradición, debe ser persona recatada y virtuosa, aparece como un pícaro redomado. Cuando los pastores le preguntan quién es y de dónde viene, el santo varón responde: ``Yo soy un pobre ermitaño vestido de pura jerga, que cada dos años bajo a que me pelen la verga.'' En lo que se refiere al ciclo de la pasión y muerte de Jesucristo, nuestro país celebra actos teatrales que, por obra y gracia de la censura torpe y pacata de los clérigos, han perdido algunos aspectos irónicos y espontáneos del genio dramático popular. Iztapalapa, Zacoalco y El Pueblito son los lugares donde se celebran las más famosas representaciones de la pasión. En El Pueblito, el autor de la obra capta de manera notable el aspecto del temor experimentado por la persona humana de Jesucristo en el Huerto de los Olivos: San Pedro va a informarle que lo buscan los soldados romanos: ``Ahí te buscan unos soldados.'' Responde Cristo: ``Ah, 'pos diles que no'stoy, que salí para un asunto.'' Rafael F. Muñoz, el novelista de Se llevaron el cañón para Bachimba y Vámonos con Pancho Villa, contaba una curiosa anécdota de la pasión de Iztapalapa: Un año, el escogido para hacer el papel de Cristo, que durante varios meses había sido preparado para que interiorizara su personaje y que tenía ya la barba crecida y el ánimo dispuesto al sacrificio, contrajo una peligrosa hepatitis que lo obligó a encamarse y a darse de baja en la obra. Faltaban dos semanas para la Semana Santa y los organizadores de la dramatización se dieron a la frenética búsqueda de un suplente. Lo encontraron en una de las pulquerías más famosas de la región. Se trataba de un casi ``teporocho'' conocido con el apodo de el ``Patotas'', quien aceptó el papel y recibió información intensiva sobre la vida, pasión y muerte del redentor. Tenía un rostro anguloso y dramático, unos ojos febriles, el pelo y la barba de un negro profundo y un cuerpo elástico a pesar de los deterioros provocados por su compulsión. Con la ropa de época componía una figura muy convincente y así lo comprobaron los numerosos fieles que se agolpaban a ambos lados de la vía dolorosa. En una esquina había un grupo de leprosos. Uno de ellos se acercó al Cristo y le dijo. ``Señor, hace mucho que la lepra carcome nuestros cuerpos. Día a día vemos cómo avanza el mal y se acerca la muerte. En ti confiamos. Di una sola palabra y quedaremos limpios.'' El ``Patotas'' se acercó al pobre enfermo, le puso una mano taumaturga en la cabeza y, solemne y compasivo, le dijo. ``Tú y tus compañeros sanarán.'' El leproso cerró los ojos y, al abrirlos, lleno de júbilo, comunicó el milagro de su curación y, junto con sus compañeros, partió cantando y danzando. En las siguientes esquinas fueron curados los ciegos, los paralíticos, los sordomudos... Sobre sus cabezas, la mano de Cristo consumó la curación: ``tú mirarás'', ``tú caminarás'', ``tú escucharás y hablarás''... Al pasar frente a la pulquería de la que era cliente constante el ahora edificante ``Patotas'', un grupo de sus compañeros de excesos salió a la puerta del local que se autoproclamaba de ``ambiente familiar'', y empezó a burlarse de su contlapache: ``Orale, Patotas, venga a echarse una catrina'', ``qué Cristo ni qué Cristo, es el Patotas'', ``ya lo vistieron de vieja, Patotas''. Solemne y sereno, el Patotas colocó su madero en la banqueta y se dirigió hacia los burlones. Le puso la mano en la cabeza al más alharaquiento y pronunció las siguientes palabras inmortales: ``Tú, chingarás a tu madre.'' Cargó de nuevo el madero del suplicio y, con el gesto beatífico y relajado que se quedó impreso en el lienzo de la Verónica, se dirigió hacia su Gólgota. Todo esto viene a cuento para dejar testimonio de la permanencia de los ``Carros Bíblicos'' de la Navidad queretana que desde 1828 recorren las calles de la ciudad los 24 de diciembre. Tirados por tractores y acompañados por una pequeña banda de alientos, los personajes (muchachos de la clase proletaria en su mayoría) cantan, bailan y reciben regalos (monedas, limas, naranjas, dulces) del público que, año con año, decrece. Los temas son ``La cena de Baltazar'', ``El paraíso'', ``Jefté'', ``La huida a Egipto''... Los textos y las notas musicales vienen de lejos y se conservan bien a pesar de las censuras clericales y de los deterioros del tiempo. Gozamos estas profundas ingenuidades en la no muy fría noche queretana. Esa tarde, un crepúsculo como el mencionado en El Aleph de Borges le había dado colores inusitados al enorme valle presidido por el Cimatario monte de heroicidades en los días del ``Sitio'', ahora dedicado a repetir vulgaridades telenoveleras. HGV
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Cuando paso algo de tiempo alejado de los escenarios, me vuelven a entrar ganas locas de hacer teatro. Estas ganas no se expresan sólo de manera, digamos, abstracta, sino asume formas más concretas, por ejemplo, se me empiezan a ocurrir escenas obras, escenas primero solitarias, aisladas. A mí no se me ocurren, al principio, argumentos, sino me aparecen escenas cortas ya acabadas, con diálogos y personajes bien perfilados que discurren en un espacio que puedo visualizar y gobernar. Estas escenas se van acumulando, en desorden, a veces inconexas, escenas de diferentes obras, una tras otra. Pero, a veces, las escenas se van organizando como si trataran de configurar una sola obra: empieza así, sigue así, acaba así. En ese momento, no antes, me siento a escribir. Porque hay que ir resolviendo los problemas que se presentan y examinar si la obra puede o no funcionar. Las escenas imaginadas suelen prometer más de lo que dan. Voy a escribir aquí una pequeña escena de éstas, de obra que empieza a articularse. Dice así: (En el escenario vacío está sentado una especie de gurú, de maestro. Es viejo y recuerda a los gimnosofistas de la India, pero también a los filósofos salvajes del Pórtico ateniense. El gurú mira al público y le habla, como si estuviera dando una conferencia y parece, cosa curiosa, enojado, impaciente.)
En el mundo hay siete esferas que giran embutidas unas en otras. En lo más grande y exterior están las estrellas fijas, luego vienen los planetas, el sol y la luna. En el centro está la bola de fuego. La tierra gira alrededor de ella, y en la misma esfera, pero del otro lado, gira también la antitierra. La bola de fuego no la podemos ver porque es aire enrarecido y transparente, como las medusas que son de agua de mar enrarecida, y la antitierra tampoco la podemos ver porque la tapa la bola de fuego. Los demás cuerpos que giran sí pueden verse a placer y sin dificultad. (Cuando el maestro acaba de hablar, descubrimos a un joven, se llama Cirilo, sentado frente a él. Es a él, y no al público, a quien hablaba el viejo.)
¿Y por qué son siete esferas?
¿Cómo por qué Cirilo?, ¿cómo por qué? Porque el siete es número perfecto.
Ya lo sé, pero siete puede ser perfecto y puede haber más esferas, o menos. No veo la relación.
Ay, Cirilo, empiezo a creer que no has entendido nada de lo que te he enseñado. Sigues haciendo preguntas raras. No progresas. Voy a tener que quejarme con tu tío.
Tengo voluntad de entender, pero hay cosas que no entiendo aunque quiero comprenderlas. Por ejemplo, tampoco entiendo cómo se sabe que hay bola de fuego y antitierra si no se pueden ver. Digo, cómo se sabe que ahí están. Podrían no estar.
Ah, no, Cirilo, llevas muy lejos tu incredulidad. Mira, el mundo es perfecto y siete es el número perfecto, luego tiene que haber siete esferas. No puede haber dos perfecciones distintas, sería absurdo, Cirilo, absurdo. Y como el mundo es perfecto tiene que haber siete esferas, y para que dé la cuenta de siete, tiene que haber bola de fuego y antitierra. Y aunque no se vean, tienen que estar ahí, donde, por fuerza de la razón, sin duda, están.
Eso es lo que, de plano, no puedo creer.
¿Qué, insensato?
Que el mundo es perfecto. (Música. Maestro y alumno cantan a dúo, pero en aparte, cada uno con su asunto.)
El muchacho no es tonto, peor que eso, está loco.
Si el mundo fuera perfecto, tendría los besos de la divina Urgulanila, y no los tengo. Luego el mundo no es perfecto. No se qué pienses tú, pero para mí, en está escena está en germen una obra entera, no hay más que desarrollarla.
Demián Flores Cortés, artista juchiteco nacido en 1971, se dio a conocer inicialmente en el terreno de las artes gráficas, habiendo obtenido a la fecha numerosos premios y reconocimientos en diversos concursos nacionales e internacionales. Audaz punto de partida, si pensamos que la gráfica en nuestro país -y a pesar de contar con extraordinarios exponentes- ocupa todavía hoy, lamentablemente, un lugar secundario en el concierto de las artes plásticas. Explorador incansable, de férrea voluntad y constancia en el oficio, Demián ha experimentado y explotado las inagotables calidades y cualidades del grabado en metal y madera, centrándose, asimismo en forma excepcional, en un lenguaje expresionista y utilizando casi exclusivamente el blanco y el negro. En sus grabados vemos plasmadas sus preocupaciones intrínsecas y su interés por rescatar y preservar las tradiciones populares de la cultura zapoteca que se han perpetuado por la vía oral de generación en generación, como son los sones istmeños, leyendas y mitos, proverbios y consejas dirigidos a la educación de los niños juchitecos: ese bagaje de sabiduría popular que marca el sello distintivo de una cultura milenaria que lucha por fortalecer sus raíces y salvaguardar su identidad. Hijo de madre zapoteca y padre morelense, Demián nació en el Istmo pero muy pronto se trasladó con su familia a vivir al Distrito Federal, donde creció y terminó sus estudios de Artes Visuales en la Escuela Nacional de Artes Plásticas de la UNAM. A diferencia de muchos de los oaxaqueños que nutren su producción de estereotipos y fórmulas comerciales en boga para satisfacer la demanda de un mercado en efervescencia, el arte de Demián Flores se caracteriza por constituir una búsqueda esencialmente propositiva, tanto en su temática como en su técnica. Por esta razón se le ha considerado un ``disidente'' de la plástica oaxaqueña contemporánea, movimiento en ebullición que ha propiciado la aparición y proliferación de infinidad de artistas, muchos de ellos burdas imitaciones de los maestros Tamayo, Morales y Toledo; incluso ahora vemos por ahí refritos de los creadores más jóvenes como Sergio Hernández y Rubén Leyva. Así en su obra gráfica como en sus pinturas, Demián se resiste a otorgar concesiones: cercano en la tesitura de su voz a los expresionistas alemanes, en un lenguaje estridente y mordaz, este joven artista se expresa en líneas gruesas y dinámicas, con las que violenta la placa o el lienzo si es necesario, escarabajea trazos laberínticos y los oculta y desvela entre capas de pintura superpuestas, acumulando en un mismo espacio, rastros y huellas de presencias espectrales que resultan altamente misteriosas y perturbadoras. Lo primero que atrapa la vista en sus pinturas recientes reunidas en la exposición Sedimentoque se presenta actualmente en la Casa Lamm, es su muy personal empleo de la línea y el color en un espacio ajeno a toda convención formal. Y es que las pinturas de Demián Flores se sustentan, en esencia, en el dibujo como materia prima y piedra de toque de su expresión artística. A partir de una indagación en los códices antiguos y los lienzos cartográficos indígenas, en especial el de Santiago Guevea o el Códice Monte Albán, Demián incorpora a su lenguaje plástico convenciones estilísticas provenientes de esos manuscritos pictográficos antiguos, como es el uso de glifos, pictogramas e ideogramas para glosar -y asimismo evocar- en un lenguaje enteramente moderno, esa enigmática manifestación pictórica que fue producto del sincretismo cultural hispanoamericano. El arte de Demián Flores es, ante todo, la expresión de un artista tenaz y obstinado que se ha propuesto a toda costa seguir el llamado de sus demonios interiores, a contracorriente de las modas pasajeras y exigencias del mercado, en su afán por crear un arte honesto y comprometido con sus tribulaciones más íntimas. Sedimento presenta un fascinante escenario de imágenes y metáforas que encierran, en su complejidad y polivalencia, el sutil mestizaje de dos tradiciones opuestas y, en este contexto, complementarias: el imaginario zapoteca y la cruda realidad de nuestro entorno urbano.
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