La Jornada Semanal, 7 de febrero de 1999
La escritura no es esencial a la poesía. La prueba está en que todos los pueblos, incluso aquellos que desconocen cualquier forma de manifestación escrita, ejercen algún tipo de poesía. En los lenguajes poéticos, orales o escritos, las palabras parecen organizarse movidas por una misma codicia: la de alcanzar una condición separable de la contingencia del mundo. Tomás Segovia lo explica muy bien: el poeta opera la subversión del lenguaje al usar las palabras ``no como verdaderas palabras sino a la vez como una especie de emblemas''.
La poesía no recurre a la lengua para presentar significados de un modo directo, por eso le interesa sobre todo la materialidad no significante de las palabras: su longitud, sus acentos, sus rimas, sus coincidencias fortuitas. En esto coincide con casi cualquier conversación de la vida cotidiana, donde el decir verbal también se apoya en un amplio registro de medios no lingüísticos: ademanes, inflexiones de voz, pausas, onomatopeyas, miradas. Se platica poéticamente, y no hay duda de que sin poesía habitaríamos un cóncavo desierto de palabras.
En el poema, lo mismo que en todo discurso metafórico, el lenguaje no aspira a la transparencia, sino a decir ``algo'', acogido a todos esos principios aleatorios que en la prosa (entendida como la lengua despojada de toda intención estética) no quieren decir nada. Para el lenguaje poético guardan trascendencia un sinfín de elementos que, en otros discursos, se perderían tras el aire opaco del sinsentido. Hay un momento, localizado en los Siglos de Oro de nuestra literatura, en el que la dialéctica de lo insignificante volcado en pos del máximo sentido alcanza una tensión mayúscula: ese momento se llama San Juan de la Cruz. Como en la poesía consagrada al amor profano, en la del santo de Fontiveros el arrobamiento causado por la seducción del Otro (éxtasis) demanda un virtuosismo que haga confesar a las palabras lo que las palabras no pueden decir. El mismo San Juan describe con rara precisión esta paradoja en sus ``Comentarios'' al Cántico espiritual. Se trata de la Declaración dedicada a ofrecer alguna luz sobre los motivos de la Canción VII, que dice: ``Y todos cuantos vagan/ de ti me van mil gracias refiriendo,/ y todos más me llagan,/ y déjame muriendo/ un no se qué que quedan balbuciendo.'' Explica San Juan que en esta estrofa el alma expresa estar llagada de amor por Dios, pues las noticias que de él recibe por mediación de los hombres se le aparecen como el anuncio incompleto de ``una inmensidad admirable''; es a esa inmensidad a lo que ``aquí llama no sé qué, porque no se sabe decir, pero ello es tal que hace estar muriendo al alma de amor.'' El alma que ha probado este morir de amor, ``... como ve que se le queda por entender aquello que altamente siente, llámalo un no se qué; porque así como no se entiende, así tampoco se sabe decir, aunque se sabe sentir''.
Ese sentido vislumbrado por medio del sentir nunca termina de expresarse. En los poemas de San Juan, como en las obras profanas que él vertió a lo divino, aquello que se intenta decir sin que se pretenda decirlo del todo, apunta claramente a la frecuentación del otro. Por amor a Cristo, la figura en la que Dios se hace un yo como yo, un yo como el hombre, la vida común se le aparece al carmelita como la ebullición de una inquietante familiaridad. Desde esa familiaridad ganada en la conciencia de lo inefable se despliega el mundo en toda su compleja materialidad. A San Juan el diálogo con las cosas sólo se le hace posible a partir de este hallazgo de la incompetencia esencial de la lengua.
En la poesía de San Juan de la Cruz hay una erótica del cuerpo-Dios. Como el enamorado que no sabe explicar la belleza de su amada (``tiene unos ojos preciosos, pero no es eso''), nos habla de su Esposo con la conciencia de que sus atributos no son eso -y de que a ``eso'' se llega mediante un salto mortal. Sin embargo, como el enamorado también, confía en que se opere la magia que le permita formular su comprensión del misterio -que es comprensión a través de un sentir. A contracorriente de los poetas de su época, San Juan rehuyó el quehacer rigurosamente estético. ``No burila, no le importa la perfección formal, ni quizá sabe qué es'', dice Dámaso Alonso al defender la tesis de que para San Juan el arte no significa nada. Su obsesión fue traducir a lo divino poesías profanas de toda procedencia, y lo hizo ``en amor de abundante inteligencia mística'', según sus palabras.
Es esa inteligencia la que favorece sus hallazgos. El mismo Dámaso Alonso ha demostrado cómo la escasez de verbos o de adjetivos en el Cántico... se ve de repente interrumpida por verdaderas inundaciones, y cómo esos cambios coinciden con el paso, en la contextura interna del poema, de la vía purgativa a la iluminativa. Un caso ejemplar de ese sistema ondulatorio se descubre en las primeras catorce estrofas del poema. Las diez primeras transcurren sin que aparezca en ellas un solo adjetivo, en la 11 comienzan a despuntar y en la 13 y la 14 se suceden verso a verso: ``Mi amado, las montañas,/ los valles solitarios nemorosos,/ las ínsulas extrañas,/ los ríos sonorosos,/ el silbo de los aires amorosos.// La noche sosegada,/ en par de los levantes de la aurora,/ la música callada,/ la soledad sonora,/ la cena que recrea y enamora.'' Para San Juan de la Cruz, el desposorio espiritual con el Verbo se expresa en esta comparecencia del nombre iluminado por el adjetivo. El alma está por fin en la casa del amado, y ya no puede hacer más que cantar sus grandezas, significadas en las cosas más comunes. Aun los dos verbos finales, ``recrea'' y ``enamora'', tienen una función adjetival: indican el modo de la cena. Hoy, esta enseñanza nos confirma en la idea de que toda poesía se funda en un acto de fe: escribimos sin acabar de entender; el poeta no hace más que ``hablar misterios en extrañas figuras y semejanzas''.