La Jornada Semanal, 7 de febrero de 1999
Había nacido en Santo Tomé, en la Provincia de Corrientes, de la República Argentina, el 12 de abril de 1931. Murió en el precioso pueblo de Malinalco, en el Estado de México, el 18 de enero de 1999, a la edad de 68 años. Pidió que se le sepultara en la huerta de su casa. Vivió en México desde 1960 y aquí pasó la segunda mitad de su vida. Fue un trabajador benemérito en el rescate de las letras mexicanas.
México ha tenido el privilegio de ser elegido como segunda patria por algunos escritores extranjeros, que aquí se aquerenciaron y vivieron como mexicanos. Recordemos, en el siglo XIX, a los cubanos José María de Heredia y Pedro Santacilia y a numerosos españoles; y en nuestro feneciente siglo, a los dominicanos Pedro y Max Henríquez Ureña; los colombianos Porfirio Barba Jacob -con sus varios nombres-, Hugo Latorre Cabal, Germán Pardo García, çlvaro Mutis y Gabriel García Márquez; el hondureño Rafael Heliodoro Valle; los guatemaltecos Luis Cardoza y Aragón, Augusto Monterroso y Carlos Illescas; el nicaragüense Ernesto Mejía Sánchez; B. Traven; el peruano Fernando Tola de Habich; y los argentinos Arnaldo Orfila Reynal, Raquel Tibol y Luis Mario Schneider. Menciono sólo a los más notorios y omitoÊa los españoles que consideramos ``de casa''. Las universidades y las instituciones culturales los han considerado como mexicanos, y todos ellos han participadoÊen nuestras tareas.
En la investigación y edición de fondos literarios olvidados o desconocidos se han distinguido tres investigadores de origen no mexicano: Serge I. Zatzeff, polaco que reside en Canadá y viene a México en sus vacaciones; Fernando Tola de Habich, de origen peruano, quien se asoció con el librero Jorge Denegre y editó literatura mexicana del XIX y se fue a vivir a un pueblo, Tlahuapan, Puebla, donde pareceÊtener una imprenta, y Luis Mario Schneider. Zatzeff se especializó en los escritos menores de Julio Torri y los de otros ateneístas y edita sus libros en el Fondo de Cultura Económica y en el Colegio Nacional; Tola de Habich publicó, en asociación con el Instituto Nacional de Bellas Artes y con Publicaciones de la SEP, series de literatura mexicana del siglo XIX, editadas por Premiá: ``La Matraca'', ``La red de Jonás'', ``Libros del Bicho'' y otras. De él mismo son tres tomos del Museo literario (1984, 1986 y 1990) que recogen textos olvidados de numerosos escritores del XIX y de principios del XX; y en la serie de la UNAM llamada ``Ida y regreso al siglo XIX'' publicó, con extenso prólogo, una edición de El Año Nuevo de 1837, 1838, 1839 y 1840, y otra de la Poesía completa de Manuel Carpio. Luis Mario Schneider se especializó en escritores de nuestro siglo cuyas obras se desconocían o no estaban coleccionadas, aunque también dio a conocer textos ignorados de autores del romanticismo, como José Tomás de Cuéllar, Altamirano, Pedro Castera y Riva Palacio.
En homenaje a este gran trabajador de nuestras letras, doy en seguida dos listas de sus obras, primero sus propios libros monográficos y luego las ediciones que cuidó. Los primeros son éstos: La literatura mexicana (Buenos Aires, 1962, 2 vols.); El estridentismo o una literatura de la estrategia (1970); Dos poetas rusos en México: Balmont y Maiakowsky (1973); Ruptura y continuidad. La literatura mexicana en polémica (1975); México y el surrealismo (1925-1950) (1978); Arte culinario mexicano. Siglo XIX (en colaboración con Clementina Díaz y de Ovando, 1986); Ramón López Velarde en La Nación (1988); Ramón López Velarde. çlbum (en colaboración con Elisa García Barragán, 1988); México peregrino. 10 santuarios procesionales en México (1990); Gabriela Mistral. Itinerario veracruzano (Xalapa, 1991); Todo Valle Inclán en México (1992); Marius de Zayas. Acopio mexicano (Xalapa, 1992); Frida Kahlo, Ignacio Aguirre, Cartas de una pasión (1994); Cristos, santos y vírgenes. Santuarios y devociones en México (1995); Fragua y gesta del teatro experimental en México (1995); José María y Petronilo Monroy, los hermanos pintores de Tenancingo (Toluca, 1995) y Abraham çngel (1996).
Y las 47 ediciones siguientes que constituyen enriquecimientos de nuestro acervo literario: Fernández de Lizardi, Obras I, Poemas y fábulas (junto con Jacobo Chenscinsky, 1963, ¡34 años más tarde!, la edición se concluirá en 1997, con el tomo XIV de 1,029 pp., Miscelánea, bibliohemerografía, listados e índices (de JJF de L), a cargo de María Rosa Palazón et al.); Jorge Cuesta, Poemas y ensayos (con la colaboración de Miguel Capistrán, 1964, 1985, 1994, 4 vols.); Efrén Hernández, Obras (con la colaboración de Alí Chumacero, 1987); Xavier Villaurrutia, Obras (con la colaboración de Alí Chumacero, 1966); Efrén Rebolledo, Obras (1968); Antonin Artaud, Viaje al país de los tarahumaras (1975, 1984); La Ilustración Potosina (1869-1870), San Luis Potosí (S.L.P., 1975); Genaro Estrada, Diplomático y escritor (1977); Efrén Rebolledo, Salamandra y Caro Victrix (1979); Gilberto Owen, Obras (con la colaboración de Alí Chumacero, Josefina Procopio, Miguel Capistrán e Inés Arredondo, 1979); México en la obra de Octavio Paz (1979, 1988); Gilberto Owen, El infierno perdido (1980); César Moro, Los surrealistas franceses (1980); Carlos Pellicer, Obras (1981); Antonieta Rivas Mercado, La campaña de Vasconcelos (1982); Jorge Cuesta, Poemas, ensayos y testimonios (Textos desconocidos) (1981); Homenaje Nacional a los Contemporáneos. Antología poética (1982); Genaro Estrada, Obras. Poesía, narrativa, crítica (1983); El estridentismo. Elegía poética (1983); El estridentismo, México 1921-1927 (1985); El Iris. Periodismo crítico y literario por Linati, Galli y Heredia (con la colaboración de María del Carmen Ruiz Castañeda) (1986); Jaime Torres Bodet, La cinta de plata (Crónica cinematográfica) (1986); La muerte joven. Antología (1986); Diego Rivera y los escritores mexicanos. Antología tributaria (en colaboración con Elisa García Barragán, 1986); María Izquierdo, Compilación bibliográfica y hemerográfica (1986); Pedro Castera, Las minas y los mineros. Querens (1987); Antonieta Rivas Mercado, Obras completas (1987); Víctor Sandoval, Selección y notas introductorias de... (1987); Pedro Castera, Impresiones y recuerdos. Las minas y los mineros. Los maduros. Dramas de un corazón, Querens (1987); Genaro Estrada, Obras completas (1988, 2 vols.); Agustín Lazo, Investigación, bibliografía y ensayo (1988); Alfonso Reyes en caricatura (1989); Xavier Villaurrutia, Entre líneas (1991 [dibujos y caricaturas]); Amparo Dávila, Selección y nota introductoria (1991); José Gorostiza, Cartas de primeros rumbos. Correspondencia con Genaro Estrada (1991); Jorge Cuesta, Poesía y crítica (1991); Rosa Carreto, Obras completas (Puebla, 1992); Jaime Torres Bodet, El juglar y la domadora y otros relatos desconocidos (1992); María del Carmen Millán, Obras completas (Puebla, 1992, 2 vols.); Manuel Toussaint, Obra literaria (1992); José Tomás de Cuéllar, Obras completas (1998) y Los otros contemporáneos; Octavio G. Barreda, Anselmo Mena, Enrique Asúnsolo, Enrique Munguía (1995).
Los versos que Vicente Riva Palacio escribió con el seudónimo de Rosa Espino los reunió y publicó Luis Mario Schneider en el Homenaje a Clementina Díaz y de Ovando, UNAM, México, 1993, pp. 139-167, bajo el título ``Cuando el general fue una rosa''.
El libro Días de feria, del grupo CREMI, México, 1992, lleva un prólogo de Luis Mario, ``La feria: cara o cruz del mexicano'', pp. 16-82.
Injustamente, dejo para el final los libros de poesía y las novelas de Luis Mario Schneider: El oído del tacto (1962), Valparaíso (1963), Memoria de la piel (Xalapa, 1965), Arponero del fuego (Nueva York, 1967) y La semilla en la herida (1995), los primeros; y dos novelas, La resurrección de Clotilde Goñi (1977), que mereció el Premio Villaurrutia, y Refugio (1995).
Que no olvidemos las contribuciones que hizo a nuestras letras el laborioso trabajador que fue Luis Mario Schneider.
L.M. Sch.
habito un espacio
como el brillo lento del
celaje.
Qué tarea tan difícil escribir sobre el amigo recién muerto, las palabras suenan a delación de la intimidad, a profanación del sueño que apenas comienza, pero no puede ser de otro modo, Luis Mario Schneider está destinado a correr la suerte que señala Rodrigo Fresán: ``Los verdaderos muertos son aquellos que están condenados a seguir vivos en la memoria de los vivos.'' Y Luis Mario Schneider ya pertenece a la estirpe de los muertos verdaderos, un muerto vivo.
Investigador vehemente, Schneider se encargó de rescatar de la tumba a innumerables escritores, pero ya iniciada su vida de muerto quiero hablar del poeta que fue. Escribió solamente cinco poemarios. Corresponden a su época de juventud los primeros cuatro: El Oído del tacto (1962); Valparaíso (1963); Memorias de la piel (1965) y Arponero de fuego (1967). La poesía contenida en todos ellos está inflamada de rebeldía, audacia y de una gran riqueza lírica, porque qué joven poeta no es arrogante estimulado por la soberbia de la edad, sorprendido único en el universo y deslumbrado en la delectación de los sentidos. Los cuatro libros están marcados por el atrevimiento del lenguaje, creación de imágenes inusitadas, uso de metáforas admirables y exuberancia de la palabra.
Más el joven poeta calló, la causa no fue la pérdida de la voz poética, fue una más humana y generosa, se encontró e hizo suya la voz de otros poetas, los exhumó de la tumba asignada por vivos egoístas devolviéndolos a la vida para enriquecimiento de la literatura mexicana. Coincide su silencio con la aparición de su libro El Estridentismo o una literatura de la estrategia (1970), que le llevó años de preparación. Desde ese momento hasta su muerte se dedicó con pasión fervorosa a publicar libros de poetas mexicanos, hoy imprescindibles en la historiografía de nuestra literatura. Destacan los casos de Xavier Villaurrutia, Jorge Cuesta, Efrén Hernández, Efrén Rebolledo, Gilberto Owen y Carlos Pellicer.
Casi treinta años después, en 1995, apareció su último libro de poesía: La semilla en la herida, quizá premonitorio por su carácter confesional donde transitan solamente el pasado y el presente. Con lenguaje depurado y deslumbrante, el poeta, en un acto de exorcismo e introspección, hace recuento y a la vez recuperación del tiempo, desde un instante que oscila en el filo de la senectud una vez apagado el fuego que lo incendió. Así, la poesía de Schneider se dio en el principio y fin de su vida, aunque es preciso afirmar que siempre fue poeta de tiempo completo. Hoy uno mi voz a la suya para decir: ``Llueve y llueve esta tarde/y no quiebran las palabras el hielo de un destino.''
Nunca hubo una vez un embalsamador que rellenara pájaros y escueros con tanta pasión como Cándido.
El día de su boda le regaló a Marieta un cisne rubio que encontró muriéndose entre los juncos de la laguna. Cuando nació, después de diecinueve años su único hijo, Miguel, colgó en su cuna una tijereta coluda como un colibrí, hasta que un día tuvieron que retirarla porque el niño quiso comerle la cabeza.
Por ese entonces vivían los tres: Marieta depilándose siempre con el cerote frente al espejo carcomido; Miguel jugando con las plumas de las aves o las vértebras de las víboras; Cándido trabajando en la piececita de la derecha, la más iluminada, la que tenía en la ventana latas de duraznos florecidas en malvones.
La pulcritud de la familia era comentada por los escasos amigos que la visitaban, especialmente la del hombre, quien siempre sonreía como desvirtuando la desdicha que suponía su cruel oficio. La perfección de su labor no escapaba a las críticas, tampoco esa manía de no recibir animales si él mismo no los cazaba. Jamás Cándido embalsamó un chingolo si él no lo mataba (se solía recordar entre los amigos la anécdota del sabio Hussay que le trajo un día una boa para que la trabajara). Le gustaba venderlos ya acabados; con la satisfacción de haber sido él el que salía a buscarlos, viviendo la hora y el lugar del encuentro. Sentir correr por sobre sus dedos el líquido colorado y tibio y, lo mejor, el calor espeso de los cuerpecillos apretados en el saco de cuero.
Si había algo con que también gozaba, era cuando preparaba la maleta para los viajes por el monte, por el campo; eran los instantes en que Marieta limpiaba sigilosamente la pieza de la derecha, mientras el hijo seguía relamiendo las plumas o construyendo casas con las vértebras de los lagartos.
A su regreso, las habitaciones volvían a adquirir ese tufo oloroso y cálido de los pájaros húmedos, mezclado al agrio de las botas mojadas. Entonces Marieta y el niño se recluían en el comedor de ventanas con cortinas de crochet, sin olvidar el cerote y el espejo.
Así iba transcurriendo la fama de Cándido, el embalsamador. Jamás se supo de alguien capaz de rellenar tres pichones de palomo fijados en la ansiedad de sus picos hambrientos; de dar el lustre cobrizo y la mirada esquiva a la mulita desorientada y de mantener la cresta roja y flexible de un gallo.
Pero quien conociera a Cándido -como yo lo conocí- sabía que no era feliz. Estaba demasiado enterado de su oficio. No se quejaba de la precisión rítmica de sus muñecas ni de la destreza de su índice al introducir la lana en los cuerpos huecos. Tampoco de las tardes en acecho para sorprender a las perdices, justo en el momento en que despliegan su sociabilidad, cuando están sobrias y elegantes; o de los amaneceres de las garzas bajo el primer desperezo de sus alas. No. Pero eso no bastaba. Era sólo una acumulación de sensaciones; simples formas esquemáticas de sentir, repetidas, o quizás algunas nuevas, pero continuos y precisos subterfugios de una totalidad que aún no se abarcaba. Cándido buscaba amar desde la creación del ser, desde su principio. Crearlo con la exactitud pura de lo recién hecho, pero pensando en su destrucción para igualar todo en la perfección de una sola cosa.
Pensaba en su obra, una obra donde fuera él el único creador absoluto. De qué valía volver a dar vida muerta a una anguila o a un sapo si no podía darles antes la vida toda, total.
La sonrisa de Cándido fue haciéndose una mueca. Nunca había pensado en la muerte y ahora le atormentaba. Sus salidas se iban prolongando hasta semanas, volviendo a veces solo con las trampas inútiles y al hombro el saco vacío, caminando de memoria.
La gente comenzó a condolerse pensando en los años de Cándido, el embalsamador, y en la viudez que pasaría Marieta sin un centavo y con un niño de años. La mujer sufría y hacía callar a Miguel cuando quería repetir el nombre de los pájaros que ella misma le enseñara. El hombre se olvidaba de comer y estaba siempre con la cabeza erecta mirándose a sí mismo.
Pero un día todo cambió. Marieta recordaba la hora exacta por la sonrisa con que apareció Cándido: las tres de la tarde, siete días antes de la Navidad. Habló tanto el hombre que ella jamás supo lo que dijo, embebida en cierta luminosidad de su rostro, y hasta lo vio joven y titánico como ventidós años antes, cuando le colocó el anillo y ella no supo qué hacer con el ramo de azahares. No quiso contradecirlo en nada, aunque iba a estar sola porque el hombre se llevaría al niño con él.
Esos siete días volvió a ser dichosa. Lo fue más, mucho más, cuando los vio acercarse. No mentía si afirmaba que venían envueltos en una aureola, que explotaba una claridad a su alrededor, tan brillante que enceguecía, y que resplandeció de golpe cuando Cándido, el embalsamador perfecto, le entregó el hijo, livianito, mientras le decía con una sonrisa simple:
-Tengo que hacerle los ojos del mismo color que los tenía.