MAR DE HISTORIAS

La sierva de Dios

n Cristina Pacheco n

Doña Carmen hunde la mirada en la taza y finge no oir una conversación familiar que, como siempre, la excluye. Aunque Elfego no lo diga, ella lo sabe: su sobrino desea que abandone la mesa y vuelva a su cuarto sin ventanas, el último y más pequeño de la vivienda. Sus dimensiones parecen aún más reducidas desde que doña Carmen empacó sus pertenencias en cajas obsequiadas por los comerciantes de la zona.

Ninguno le preguntó qué uso les daría. Elfego y Mariela, su esposa, vieron en la recolección otra evidencia de su senilidad. Doña Carmen oyó los comentarios al respecto pero se mantuvo callada: sabe que hablar es peligroso. Lo comprendió cuando, sin consultarla, Elfego trasladó sus escasos bienes de la primera a la última habitación. Ofendida, doña Carmen le preguntó: ''ƑTe estorban mucho?'' La respuesta tersa y brutal fue: ''Sí''.

Ese monosílabo, sumado a una serie de comportamientos desde rechazantes hasta discriminatorios, enfrentó a doña Carmen con una realidad que había pretendido ignorar: ''Si te molestan mis cosas también te molesto yo. ƑQuieres que me vaya de tu casa?'' El fuego fue de nuevo implacable: ''Sí''.

En aquel momento cayó sobre la espalda de doña Carmen el peso de sus 80 años. Vio desfilar ante sus ojos, como ocurre a los moribundos, todas las escenas de su vida. En ninguna aparecía ella, los únicos protagonistas eran los hermanitos, para los que había tenido que ser una madre, y después el sobrino y su familia, a quienes hasta la fecha estaba consagrada.

El balance la hizo sentirse orgullosa de haber cumplido las promesas hechas primero a su madre y después a su hermana Eusebia. Pero su orgullo se transformó en pánico cuando advirtió que el egoísmo de Elfego estaba a punto de convertirla en una más de los indigentes que deambulan por el barrio.

II

Esa noche, por vez primera en su vida, doña Carmen entendió su soledad y pensó en su destino. Tendría que cumplirse lejos de la casa donde era vista como un estorbo. Consideró ante todo la posibilidad de escaparse sin dejarle a su familia más huella de su existencia que el posible remordimiento.

Contra lo que esperaba, sintió crecer su apego por aquella casa de la que siempre había imaginado salir sólo rumbo al cementerio. ''Mucho más seguro que la calle'', dijo, y anheló la muerte. Entonces, desde lo más hondo de su memoria, surgió la voz de su madre: ''Dios nos presta la vida y sólo Él puede quitárnosla. Quien no respete ese designio sufrirá eternamente las torturas del infierno''.

Estremecida por la evocación, doña Carmen se arrepintió de sus malos pensamientos y decidió buscar un refugio donde pudiera encontrarla la sierva de Dios, la muerte.

III

Como todas las mañanas, doña Carmen se dirigió a la iglesia de Santa Teresa, esta vez con el propósito adicional de pedirle consejo al padre José. Habituado a escuchar historias de abandono, el sacerdote no dejó de impresionarse por lo que acababa de oir. En seguida escribió en un papel los domicilios de algunos asilos.

A doña Carmen le resultó menos difícil ausentarse de su casa que dar con los albergues. Al final sus esfuerzos resultaron inútiles, porque en todas las instituciones le exigían un requisito imposible de cubrir: la firma de un pariente dispuesto a responsabilizarse de ella. En vano doña Carmen explicó que si buscaba un sitio en dónde esperar la muerte se debía a que su sobrino y su esposa ansiaban liberarse de ella.

Desalentada, la anciana volvió a Santa Teresa. El padre José puso al alcance de su mano el último recurso: la dirección de una casaųhogar para ancianos en situación extrema. A costa de sus últimos ahorros doña Carmen dio con el establecimiento. Desde lejos le disgustó el aspecto sombrío del edificio. Sin embargo, ya en su interior, se alegró al ver los arriates donde las coronas de Cristo y los belenes sobrevivían al invierno.

Gracias a la recomendación del padre José doña Carmen fue recibida por la madre superiora. Con mucha paciencia la escuchó describirle su situación familiar y la imposibilidad de que Elfego y Mariela asumieran sus gastos de internamiento. Al terminar su relato se acercó a la monja y le tomó las manos para besárselas mientras suplicaba su ayuda.

La madre superiora retrocedió para impedir aquella muestra de anticipado agradecimiento: ''Por Dios, mujer, no haga eso. Comprendo su angustia y su necesidad. Sin embargo, aunque quiera, no puedo recibirla nada más así. Deberá tener un poquito de paciencia y esperar''. Luego se dirigió a la ventana: ''Acérquese y dígame qué mira''. Doña Carmen obedeció sin entender cuál era el objeto de describir lo que ambas estaban observando. ''Veo a muchos viejos como yo''.

''Pero hay una diferencia: ellos no tienen ni siquiera a alguien que los eche de una casa. Viven en la calle, donde sufren muchísimo. Regresan a diario con la esperanza de encontrar una cama desocupada''.

La explicación no inhibió a doña Carmen: ''Ay, madrecita, si es por falta de camas, no se preocupe: sé dormir en el suelo''. Una sonrisa dulcificó la expresión de la madre superiora: ''No es sólo cama lo que nos falta, mujer, es todo: cuartos, ropa, comida, medicinas y tiempo para atender a tantísimos viejitos solos''.

Doña Carmen no pudo reprimir un sollozo antes de preguntar: ''Entonces Ƒno?''

''Me apena mucho decirle que por el momento, no; pero después, cuando haya un lugarcito, le prometo que se lo mandaré decir con el padre José''. La anciana intentó por último ponerle límites a su desesperanza: ''Perdone que sea tan fastidiosa, pero Ƒcuánto piensa que tendré que esperar?'' La madre cruzó los brazos sobre el pecho: ''Hija, eso no depende de mí sino de nuestro Creador. Cuando Él decida llevarse a 11 de nuestros asilados ocuparán sus camas los pobrecillos que viste en el patio. Entonces habrá un sitio para ti. No te desesperes, y sobre todo reza con fe para que Nuestro Señor te ayude''.

De vuelta a su casa, doña Carmen sintió rencor contra los ancianos que ocupaban las 11 camas tan apetecidas. Pensó en los viejos que había visto desde la ventana: sí, en efecto estaban decrépitos y sucios, pero de eso a que se proyectara en sus rostros la sombra de la muerte había una inmensa distancia. Los odió. Para huir del sentimiento se refugió en las recomendaciones de la madre superiora. Creyó interpretarlas correctamente cuando entró en su habitación y encendió la luz.

Los 40 watts que caían desde el foco bañaron el hacinamiento de cajas. Las observó un buen rato sin reconocer aquellas donde estaban, envueltos en trapos decolorados y luídos, sus santos protectores: necesitaba mirarlos y hablarles de tú a tú. Doña Carmen comprendió que para eso tendría que abrir todas las cajas. Sin pensarlo dos veces se puso a desatar los hilos y mecates que flejaban capítulos enteros de su vida. Cuando al fin vio surgir la manita del Sagrado Corazón se alegró. Su dicha aumentó conforme fueron saliendo de otras cajas las vírgenes, mártires y arcángeles que habían acompañado su vida entera.

Cuando las imágenes formaron un grupo sobre la única mesa, doña Carmen se hincó: ''Ustedes saben que ni en los momentos más amargos he atentado contra mi vida; desde niña aprendí que Dios nos la dio y sólo Él puede quitárnosla. El favor que voy a pedirles no es para mí sino para los ancianos que están en el patio del asilo. La madre superiora me dijo que viven en la calle y sufren mucho. Por eso les suplico que los ayuden a bien morir... y pronto''.

Segura de haber sido escuchada, doña Carmen se persignó y se tendió en su cama. La asaltó el remordimiento, pero lo desterró murmurando: ''Nuestro Señor prohíbe que uno busque la propia muerte. Él, que puede leer en mi corazón, sabe que yo también soy sierva de Dios y lo único que deseo es vivir para alabarlo''.