1. Una agricultura de Estado
En el siglo XX que agoniza el Estado ha sido el arquitecto y constructor del México rural.
El protagonismo agrario de nuestros gobiernos posrevolucionarios sólo es comparable en intensidad y extensión con el de los gobiernos socialistas. Y es que la Constitución de 1917, que además de normativa es programática, encarga al Estado la reforma general del agro. Conversión que al principio se centró en la tenencia de la tierra, extendiéndose también a la producción en los treintas y con singular vigor en los setentas.
Pero más allá de sus premisas justicieras y productivas, la reforma agraria mexicana, manipulada por el Poder Ejecutivo de la Federación, ha buscado darle al sistema político un estabilizador lastre social.
Después de la revolución, el Estado sustituye al hacendado como factótum rural, el gran terrateniente público subordina a los latifundistas particulares, y el clientelismo agrario y agrícola se institucionalizan. Al cacique, el coyote y el usurero privados se suman caciques, coyotes y usureros burocráticos; personeros del gobierno encargados, no tanto de reproducir los sistemas locales de enriquecimiento y poder, como de sustentar el modelo nacional de acumulación y el régimen político autoritario. De grado o por fuerza, nuestros campesinos se imponen a ser los ``hijos predilectos del régimen'', y el Estado mexicano se erige en todopoderoso e insoslayable patriarca rural.
De este modo, latifundistas y solicitantes de tierra, agroempresarios y pequeños productores, aprenden a negociarlo todo con el poder. Tanto la burguesía rural como el campesinado saben que es el Estado quien encumbra o sobaja, quien arropa o descobija. Lo que, para bien o para mal, ha propiciado que los conflictos locales devengan fácilmente en nacionales y que las demandas económicas o puntuales se politicen, pues las organizaciones agrarias -como los movimientos sociales del campo- han tenido en el gobierno federal a su mayor y casi único interlocutor.
2. De la reforma a la reconversión
Y es que en México la agricultura y el campo fueron asuntos de Estado. Cuando menos hasta que llegó la ``generación del cambio''.
Los tecnócratas no sólo decretaron el insoslayable fin de una reforma rural senecta que había durado ya tres cuartos de siglo, emprendieron también una contrarreforma; una ``reconversión'' librecambista que sustituye el mandato justiciero del constituyente de 1917 por las inapelables órdenes del mercado.
Los cambios salinistas al artículo 27 no se limitan a dar por concluido el reparto agrario, lo más grave es que transforman la tierra en una mercancía más. Lo que era un medio de vida al que se accedía en el ejercicio de un derecho y se usufructuaba con criterios de equidad, deviene una propiedad privada entre otras. La tierra: un valor de uso al que nuestra revolución agraria quiso dotar de misión social, se reduce a simple valor de cambio.
Con la radical privatización de la tenencia se privatiza también el sentido de la producción, y al cancelarse tanto sus derechos agrarios, como sus atribuciones agrícolas, el ejido se desvirtúa como entidad social. Suprimidas las políticas de fomento a la economía campesina, y desmantelados los farragosos aparatos económicos del viejo Leviatán rural, el llamado ``sector social de agricultura'' ingresa descobijado al presunto reino de la ``libre concurrencia''.
De ser empleados en una suerte de agricultura paraestatal, los campesinos acceden a la condición de productores ``libres'', pero lastrados por todas las desventajas comparativas y competitivas. Así, al tiempo que se les reconoce la mayoría de edad se les expide el acta de defunción.
3. Ayudar al que más tiene
Pero el dogma librecambista que prohíbe los subsidios sólo vale para los campesinos. En cambio, cuando se trata de empresarios las transferencias de recursos fiscales están a la orden del día.
Así como el Fobaproa es una muestra ofensiva de cómo en el ámbito financiero los pobres somos obligados a socorrer a los ricos, en lo referente a la agricultura, la Alianza para el Campo ejemplifica la disposición al subsidio de los neoliberales más ortodoxos... siempre y cuando se trate de subsidiar al que más tiene.
En vez de canalizar recursos a los productores frágiles, el fomento agrícola gubernamental se destina prioritariamente a los mas capitalizados. Lejos de compensar a los que están en desventaja, los recursos de Alianza refuerzan principalmente a los ventajosos, en lugar de atenuar la polarización sectorial y regional mediante acciones redistributivas. La política agrícola en curso le echa porras y pesos a las tendencias concentradoras consustanciales al mercado.
Así, mientras que al fomento de la fertirrigación se destinan 359 millones de pesos en beneficio de 18 mil productores acomodados y pertenecientes casi siempre al sector privado, en el programa de café se emplean 191 millones dirigidos a 185 mil campesinos pobres, mayoritariamente comuneros y ejidatarios, algo más de la mitad de los recursos para un universo diez veces mayor. El paradigma del Fobaproa es el de todo el gasto público: mucho para los pocos que más tienen y poco para los muchos que de todo carecen.
4. Menos fomento productivo, más abono electoral
Pero si el Estado abandonó sus atribuciones económicas rurales -salvo subsidiar la capitalización de los que de por sí van de gane- no ha renunciado en lo mas mínimo a sus funciones políticas. El patriarca rural ya no compra ni vende, no refacciona ni industrializa, no controla los precios ni regula la producción; pero sigue controlando las conciencias y regulando los votos. En el campo ha disminuido la función productiva del Estado, no su función clientelar.
Alianza para el Campo es una política de fomento que premia a los ganones. En los pobres, en cambio, no hay que desperdiciar recursos productivos, para ellos es el gasto asistencial. En este rubro, a las acciones selectivas y personalizadas de Progresa se suman los recursos de Procampo, un programa de apoyo directo al productor que debía compensar la cancelación del subsidio a los insumos, manteniendo la competitividad de nuestros agricultores ante la paulatina apertura mercantil del TLC, pero cuya falta de oportunidad y progresiva devaluación han convertido en un subsidio magro al consumo para los que menos tienen, y en bonificación marginal e innecesaria para los boyantes.
A diferencia de las viejas compensaciones y transferencias otorgadas por medio de los precios de los insumos y productos agrícolas, que distorsionaban el mercado, se dice que Progresa y Procampo son subsidios ``transparentes''. En efecto, sus destinatarios están en un padrón de derechosos y reciben directamente de manos de las autoridades dinero, bienes o servicios a título gratuito. Pero lo que en verdad importa en esta ``transparencia'' no es la normalización del mercado o la nitidez de los montos transferidos, sino el poder manipulador de un subsidio personalizado, ejercido con ``nómina'' y otorgado directamente por la autoridad. Al comienzo, el ``ogro filantrópico'' entregaba tierra, más adelante fijaba precios de garantía y subsidiaba los insumos, ahora reparte cheques. Y siempre los otorga en el momento oportuno: en la inminencia de los comicios. Recordemos que Procampo comenzó a operar en el año electoral de 1994, y como gracioso pilón gubernamental en efectivo a unos precios de garantía que entonces aún se mantenían.
5. El voto verde
Todo por que la historia se repite en tono de farsa, y en su senectud el achacoso y desdentado PRI debe nutrirse cada vez más del mismo voto rústico que lo amamantó en sus años mozos.
En las primeras décadas de la posrevolución México era un país rural y la anuencia campesina, propiciada por la reforma agraria en curso, sustentaba al imberbe sistema de partido de Estado. Con la urbanización e industrialización, en la segunda mitad del siglo las bases del PRI se trasladan al proletariado paraestatal, la burocracia de escritorio y otras capas medias; sectores emergentes que algo tienen que agradecerle al ``desarrollo estabilizador''.
En los sesentas termina la luna de miel de los mexicanos con el sistema: a la ruptura del 68 sigue la crisis agraria de los primeros setenta, que se prolonga en la debacle económica general de los ochenta. El remedio neoliberal no convoca el crecimiento, pero si un abucheo unánime; repudio que en el plano comicial se manifiesta, primero entre el medio pelo y en los medios urbanos, donde el PRI sufre una irrefrenable sangría de electores.
En el fin del milenio la combinación de una economía enferma y un sistema político en fase terminal, tiene efectos perversos. Los presuntos buenos modos de ``generación del cambio'' remiten ante los reflejos jurásicos de su memoria genética. El nuevo México bronco calza bostonianos, pero cohabita con el narco, restaura el magnicidio al modo de los años veintes, restituye la añeja Acordada con la forma de bandas paramilitares, encarcela a destajo, tortura a la mala, asesina a traición... Como en los peores tiempos de nuestra historia, el orden rural se mantiene a fuerza de bayonetas y baños de sangre.
En el fin del milenio, el PRI -castigado por los clasemedieros citadinos- necesita cada vez del voto verde. Y los antiestatistas a ultranza remiendan el añejo Leviatán rural. Los campesinos -que habían pasado del purgatorio agrarista al infierno neoliberal- se enfrentan al peor de los mundos posibles: el Estado, que subsidia a manos llenas la acumulación empresarial, se desentiende de producción agrícola socialmente necesaria (la que brinda seguridad alimentaria, soberanía laboral y remisión productiva de la pobreza) y no les deja más ventanilla que la asistencialista y clientelar. Pero esto son placebos, y tarde o temprano la gente se inconforma. Entonces la ``reconversión'' -la eutanasia anticampesina que los tecnócratas quisieron silenciosa- muestra su verdadera faz: la militarización agraria, el etnocidio, la guerra rural.
6. Tierra, producción y ciudadanía
Pero los rústicos no tienen las manos amarradas. Si desde los ochentas el voto norteño azulea, forzando a que el tricolor se atrinchere en sus clientelas del centro, sur y sureste del país, a fines de la década el sobrepastoreado voto verde se va poniendo amarillo, y en estados como Quintana Roo, Chiapas, Oaxaca, Tabasco, Morelos y Guerrero, antes reservorios de sufragantes priístas, el PRD se amaciza como segunda fuerza electoral; segundo lugar que cuando menos en Guerrero sería el primero si las elecciones fueran en verdad parejas.
La emergencia ciudadana de los hombres de maíz es uno de los mayores signos de los tiempos. Al pardear el siglo, mientras ralean las vertientes agrícola y agraria del movimiento campesino se abre paso una incontenible insurgencia política rural que avanza por dos carriles: los derechos de los pueblos indígenas y la democratización de los gobiernos locales.
El movimiento campesino es tan diverso y entreverado, como variopinto y abigarrado el mundo rural, pero siempre hay tendencias dominantes, cuya preponderancia se prolonga por algunos años. En los setenta, por ejemplo, la vocación territorial de los pobres del campo animó un poderoso movimiento agrarista y las recuperaciones de latifundios incendiaron todo el país: desde las fincas ganaderas del sureste hasta los vertiginosos distritos de riego de Sonora y Sinaloa; la Coordinadora Nacional Plan de Ayala (CNPA) fue la expresión organizada de esta insurgencia. En los ochenta se imponen las premuras productivas y comerciales de los pequeños agricultores, quienes se alzan por crédito, insumos y mercados, aglutinados mayormente en la Unión Nacional de Organizaciones Regionales Campesinas Autónomas (UNORCA).
7. El México profundo ataca de nuevo
Si en los tiempos de rebeldía agraria, protagonizada por trabajadores rurales sin tierra, el campesino aparecía como vocación -como proyecto- y en los años de insurgencia económica el campesino mostraba su faz de productor, en los noventas los hombres del campo alzan su rostro ciudadano. Sin renunciar a la defensa de haberes territoriales y económicos, los rústicos están poniendo por delante sus derechos políticos. Y como uno de cada tres mexicanos rurales es indio, la lucha étnica deviene protagónica; pero junto a ella se desarrolla el forcejeo mestizo por la democracia local y regional.
``Política'' debiera tener dos sílabas, pues por décadas ha sido una mala palabra. Pero en los tiempos que corren se ha ido reivindicando. Para empezar, la nueva política ya no se reduce a los partidos ni termina en las elecciones. Los derechos autonómicos de los pueblos indios son una reivindicación política, si las hay; pero no se agota en las formas de elección y gobierno, tiene que ver igualmente con los derechos económicos y sociales -sin ellos autonomía es autoadministración de la miseria-, y también con derechos territoriales -tanto en el sentido de usufructo productivo como en el de hábitat-, y por último, pero no al final, con derechos culturales.
Esta visión integral de lo política es compartida por las fuerzas sociales mestizas comprometidas con la democracia rural. Si en algún momento los campesinos se encerraron en la sola lucha por la tierra y más tarde se fueron con la finta de una emancipación librecambista que resultó ilusoria, hoy han llegado a la conclusión de que no basta la posesión de una parcela o la ``apropiación del proceso productivo'', hace falta adueñarse de la vida social toda. Lo que pasa por la conquista del poder local, pero se extiende a las formas de planeación, gestión y evaluación participativas. Tiene que ver con los derechos a la tierra, el empleo y el ingreso, pero también con la reivindicación de las libertades culturales y la dignificación de la vida cotidiana. En esencia, se trata de la lucha por una democracia con adjetivos: una democracia con justicia social y equidad económica, una democracia respetuosa de la pluralidad.
8. La reforma agraria del planeta
Así, cuando los neoliberales anunciaban el entierro definitivo del ``agrarismo populista'', resulta que Zapata cabalga de nuevo. Y no demandando la perennidad de un reparto de tierras, que debió haberse completado hace más de tres cuartos de siglo, sino proclamando la necesidad de una nueva reforma rural, una conversión agraria a la altura de los tiempos.
Esto es ``Tierra y libertad'', en el sentido más radical de los términos. Rescatar la tierra de las ciegas veleidades del mercado otorgándole una función social; un sentido justiciero que no se agote en la tenencia, que se extienda a la producción y la distribución; una utilidad pública, no sólo como medio de trabajo, también como hábitat y territorio histórico, como medio ambiente, como paisaje. Pero ya nadie quiere tierra a cambio de sumisión, pues sin derechos políticos y gremiales el reparto agrario se vuelve un grillete; la ``libertad'' del apotegma zapatista significa autonomía en la gestión económica y autogobierno; la democracia como complemento insoslayable de la justicia.
La conversión agraria libertaria y justiciera no es sólo una urgencia mexicana. En el fin del milenio cobra fuerza planetaria el paradigma de una nueva y globalizadora reforma rural. En países como Brasil y las naciones sudsaharianas, donde nunca se hizo y aún predomina el latifundio, a veces de corte colonial, es necesario saldar cuentas con las añejas demandas redistributivas.
En naciones como México y Bolivia, donde se llevó a cabo y pretenden revertirla, es indispensable su defensa y restitución. En los países ``socialistas de mercado'', como China y Vietnam, los pequeños agricultores están obligando a replegarse al estatismo autoritario y sustituyen colectivos forzados y esclerosadas empresas burocráticas por la más eficiente producción familiar. En los países ex socialistas de Europa oriental, como Polonia y Checoslovaquia, que se abrieron abruptamente al mercado, los pequeños productores no están exigiendo el regreso al estatismo burocrático, pero sí políticas públicas que hagan viable su agricultura.
Los campesinos súper eficientes de la Unión Europea, demandan mayores subsidios para defenderse de un productivismo que no sólo amenaza la calidad de los alimentos y la ecología, también pone en riesgo la sobrevivencia de la cultura campesina y del paisaje rural.
En el capitalismo primermundista y en el subdesarrollado, en el ex campo socialista y en los socialismos de mercado, en Zimbabwe y en Francia, en Brasil y en Polonia, aquí y en China, los protagonistas del nuevo reformismo rural son los campesinos. Y el paradigma de sus muy diversos procesos agrarios es la pequeña y mediana agricultura, la ancestral y vilipendiada economía doméstica. Una producción con rostro humano, una economía moral que resistió a las fuerzas mercantilistas del viejo régimen, forcejeó con el capitalismo por mantener sus espacios, y hoy alimenta las utopías del nuevo milenio.