La Jornada Semanal, 14 de febrero de 1999



Juan Domingo Argüelles

Una inteligencia sin concesiones

Los cuadernos de Lichtenberg, al decir de su autor, necesitaban de unos rayos de sol que ``despertaran'' sus pequeñas reflexiones. Doscientos años después, estas esquirlas en las que apuntaba el genio de ``uno de los cuatro autores rescatables de la literatura alemana'' según Nietzsche, siguen siendo prueba de que el azoro y la paradoja son las únicas vías de aproximación posible a las espirales de la conciencia.

El 23 de febrero (algunas fichas biográficas dicen que el 24) se cumplirá el bicentenario de la muerte de Georg Christoph Lichtenberg (1742-1799), ese gran escritor y pensador alemán que, a decir de Juan Villoro, vivió contra la posteridad y contra las Obras completas; un autor que ha ido surgiendo lentamente, en la misma medida en que él así lo deseó en su segundo cuaderno de saldos: ``He escrito buena cantidad de borradores y pequeñas reflexiones. No esperan el últimoÊtoque sino los rayos de sol que los despierten.''

A lo largo ya de dos siglos, esos rayos de sol que fueron despertando, poco a poco, los cuadernos de Lichtenberg han conseguido alumbrar lo suficiente para que una buena cantidad de lectores de todo el mundo se percate y se asombre de la genialidad de este escritor que ha llegado a nuestros días, con su aguda inteligencia (enemiga del lugar común) y su honda sensibilidad (contraria al sentimentalismo), a través de sus sabios Aforismos.

Entre esos lectores que fueron haciendo las veces de rayos solares sobre los cuadernos de Lichtenberg, hay muchos de ellos muy ilustres como Kant, Thomas Mann, Breton, Schopenhauer, Kierkegaard, Nietzsche y Wittgenstein, además de otros tantos que han encontrado en su pensamiento y en su espíritu afinidades que convierten a Lichtenberg en su contemporáneo.

En sus Observaciones, libro póstumo de fragmentos que tiene más de un punto de contacto con los Aforismos de Lichtenberg, Ludwig Wittgenstein advierte que si el genio es la dimensión en la que se expresa el carácter, Karl Kraus tenía talento, pero no genio, a diferencia de Lichtenberg, en cuyas reflexiones ``no hay un esqueleto intelectual, sino un hombre completo''. Cualquier brevedad de Lichtenberg (dos o tres líneas apenas), dice Wittgenstein, ``es mucho más grande que cualquier cosa que Kraus haya escrito jamás''.

Juan Villoro nos documenta en el hecho más que contundente de que ``Nietzsche incluyó los Aforismos de Lichtenberg entre las cuatro obras `rescatables' de la literatura alemana.''

Es así como este autor ha ido saliendo, poco a poco, a la luz de la actualidad, y con ello ha conseguido, merced a su genio, lo que toda gran literatura se propone: dialogar con las generaciones y hacer sobrevivir el espíritu para que su autor no muera. Lichtenberg está, más que nunca, hoy entre nosotros y, al tiempo que nos ilumina, constantemente nos amonesta con sus inquietudes y certezas, como en el siguiente caso:

La llegada de Lichtenberg a la lengua española y, en particular a México, es azarosa, pero a partir de entonces su influencia ha sido decisiva y ha creado todo un culto en un puñado de lectores atentos que se han identificado en esas páginas (Es importante advertir que en la edición y adaptación española del Diccionario de Literatura Penguin, publicada en Madrid por Alianza Editorial, en 1982, no se consigna ninguna traducción castellana de Lichtenberg, lo cual revela esa imperdonable carencia).

Juan Villoro confiesa que descubrió a Lichtenberg en el Manual del distraído (1978) de Alejandro Rossi. El curioso que se acerque a este libro verá que se trata del texto intitulado ``Residuos'', en donde el ensayista comenta: ``Es a veces un alivio poder expresarse a través de otro. El hizo el esfuerzo, nosotros apenas descubrimos coincidencias y pasivamente asentimos. Me escondo, entonces, detrás de algunas reflexiones de Georg Christoph Lichtenberg, científico, escritor, filósofo en ocasiones, hombre enfermizo, tenso, sabio, depresivo, inseguro, probablemente infeliz. Lo admiraron, entre otros, Ernst Mach, Karl Kraus y Ludwig Wittgenstein.''

Asimismo, en el Manual del distraído muchos leyeron, por vez primera, algunas de esas esquirlas de agudeza e ingenio que son los aforismos, y supieron lo que Wittgenstein supo antes: que si en la literatura alguien ha poseído genio, ese ha sido Lichtenberg, el escritor alemán de la segunda mitad del siglo XVIII que, entre otras cosas, dijo: ``Debemos pensar que todo tiene una causa; es como la araña que teje la tela para apresar a la mosca. Lo hace aun antes de saber que en el mundo existen las moscas''. O bien: ``Carecemos de palabras para hablar de sabiduría con un estúpido. Ya es sabio quien entienda a un hombre sabio.''

Y si Villoro descubrió a Lichtenberg a través de Rossi, quien en lugar de interpretarlo prefirió citarlo textual para entregarnos toda su luminosa inteligencia, gracias a ello otros más pudimos conocer a Lichtenberg en la publicación, en 1989, de los Aforismos (México, Fondo de Cultura Económica, número 474 de la colección Breviarios) que seleccionó, tradujo, prologó y anotó Juan Villoro; un libro que se publicó exactamente hace una década (febrero de 1989) y cuando se cumplían 190 años de la muerte de su autor; un libro que desde entonces ha ido cayendo en las manos propicias para reiterar, sin pleonasmo, una y otra vez, el genio de Lichtenberg.

Ha señalado Juan Villoro que Lichtenberg anticipa muchas ideas de nuestro tiempo: ``En el siglo XX Lichtenberg se convirtió en un curioso `hallazgo' de la crítica. Después de haber sido relegado a la oscuridad durante casi doscientos años, la academia se empeñó en iluminarlo, en ocasiones con una luz tan cegadora como la penumbra. Así, a medida que surgieron nuevas escuelas de pensamiento, se convirtió en `precursor' del positivismo lógico, el neopositivismo, la filosofía del lenguaje, el psicoanálisis, el surrealismo, el existencialismo, etcétera.''

En lo que el escritor mexicano denomina los comentarios excesivos respecto de Lichtenberg, y producto de la gran admiración que fue despertando entre diversos autores, consigna una curiosa e iconoclasta aseveración de, ni más ni menos, León Tolstoi, quien en 1904, durante una entrevista, declaró: ``No comprendo cómo los alemanes de hoy descuidan a este gran escritor (Lichtenberg) y en cambio enloquecen con un folletinista coqueto como Nietzsche.''

Hace menos de un año (en septiembre de 1998), un grupo de jóvenes mexicanos (Iván Baca, Eliff Lara, Edgar Mena, Franco Ghierali y Alberto Ruiz) publicó, en su recién fundada Editorial Ajenjo, un breve volumen de Lichtenberg: Aforismos y un sueño, en traducción del mismo Villoro. Ello habla del interés que despierta este autor a quien debemos la siguiente joya de sabiduría: ``Quien tiene menos de lo que ambiciona, debe saber que tiene más de lo que merece.''

Por su marcado escepticismo, por su luminosa impertinencia y aun por su pesimismo respecto a la forma en que se conduce el género humano, el más visible riesgo de Lichtenberg es ponerse de moda, dos siglos después de muerto, del mismo modo que se puso de moda, en vida, E.M. Cioran. En todo caso, Lichtenberg no ignoró dicho riesgo y en su tercer cuaderno de saldos escribió premonitoriamente: ``Siempre prefiero al hombre que escribe en el estilo que podría ponerse de moda, al que escribe en el que está de moda.''

Los Aforismos, por lo demás, por su misma calidad de título impersonal, sitúan a Lichtenberg, automáticamente, en el terreno de los clásicos (un clásico poco difundido), y ya se sabe que los clásicos suelen sacar urticaria entre los lectores cuya piel sólo está acostumbrada a la vestimenta ligera de la cultura de nuestro tiempo. Alegrémonos por ello.

Respecto al título y al propósito del libro por el que Lichtenberg ha alcanzado la inmortalidad literaria (hay que considerar que también estuvo cerca de la divulgación científica y de la técnica, con otro tipo de escritos), vale citar la siguiente aclaración de Villoro: ``Los cuadernos eran borradores. Lichtenberg jamás hubiera dado el nombre de `aforismos' a sus ideas en proceso. En sus cuadernos sólo usó dos veces la palabra y no en relación a sí mismo. Tampoco recurrieron a ella sus editores de 1801-1806 ni los de 1844-1853. Un aforismo es, en opinión del doctor Johnson, `una máxima, un precepto sintetizado en una frase breve'. John Gross señala en el prefacio a The Oxford Book of Aphorisms que una máxima sólo se distingue de un aforismo por ser un pensamiento establecido; el aforismo es siempre disruptivo o, si se quiere, es una máxima subvertida. Nada de esto embona del todo con lo que Lichtenberg hizo en sus cuadernos. Aunque sí escribió algunos aforismos, sus anotaciones rara vez procuran condensar algo, la brevedad se debe a que son textos truncos, incompletos.''

Lo cierto es que desde sus aforismos o sus fragmentos nos habla una inteligencia (la de Lichtenberg) como no se han dado muchas en la historia universal de la cultura. Esa razón casi insolente (``los hombres no pueden conocer otra voz que la razón'') nos exige vivir con más complicaciones y menos ligereza para tener la posibilidad de acercarnos a la verdad, a veces con interrogantes aparentemente inocuas pero plenas de subversión en su inquietud: ``¿Por qué nos duele tan poco un pulmón supurado y tanto un uñero?''

Al cumplirse el bicentenario de la muerte de Lichtenberg, y a manera de ejemplos, es bueno concluir estas líneas releyendo y comprendiendo este puñado verdades de inquietante actualidad:

El bien público de ciertas naciones se decide a partir de la mayoría de los votos, a pesar de que cualquiera acepta que hay más hombres malos que buenos.

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Bien mirado, lo único que los intelectuales suelen hacer por sí mismos es cortarse las uñas y las plumas. Son otros quienes les arreglan los cabellos, les hacen la ropa o les preparan las comidas, y todo para que puedan observar el clima de sus cabezas.

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Hay gente que cree que todo lo que se hace con cara seria es razonable.

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Es probable que todos los padres hayan creído en algún momento que sus hijos eran muy originales. Sin embargo, creo que los padres intelectuales están más expuestos a esta tierna equivocación que cualquier otra clase de padres.

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En verdad hay muchos hombres que leen sólo para no pensar.

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Es difícil que en el mundo haya mercancía más singular que los libros. Son impresos, vendidos, encuadernados, reseñados y a veces hasta escritos por gente que no los entiende.