La Jornada Semanal, 14 de febrero de 1999
Cuando me senté a escribir esta mañana, la primera cosa que hice fue pensar en Salman Rushdie. He hecho esto cada mañana por casi cuatro años y medio, y ahora es una parte esencial de mi rutina diaria. Tomo mi pluma, y antes de empezar a escribir pienso en mi colega novelista al otro lado del océano. Ruego para que siga viviendo otras veinticuatro horas. Ruego para que sus protectores ingleses lo mantengan oculto de la gente encomendada para asesinarlo -la misma gente que ya mató a uno de sus traductores e hirió a otro. Sobre todo, rezo para que llegue la hora en la que estas oraciones ya no sean necesarias, cuando Salman Rushdie sea libre de caminar por las calles del mundo como lo soy yo.
Rezo cada mañana por este hombre, pero en el fondo sé que también estoy rezando por mí. Su vida está en peligro porque escribió un libro. Escribir libros también es lo mío, y sé que si no fuera por los giros de la historia y por simple suerte, yo podría estar en sus zapatos. Si no hoy, quizá mañana. Pertenecemos al mismo grupo: una fraternidad secreta de solitarios, inválidos recluidos y extravagantes, hombres y mujeres que pasamos la mayor parte de nuestro tiempo encerrados en pequeñas habitaciones luchando por acomodar palabras en una hoja. Es una manera extraña de vivir la vida, y sólo una persona sin alternativa la escogería como profesión. Es muy arduo, demasiado mal pagado, demasiado lleno de desilusiones para embonar en la vida de cualquiera. Los talentos varían, las ambiciones varían, pero cualquier escritor que valga te dirá la misma cosa: Para escribir un trabajo de ficción, uno debe ser libre de decir lo que tiene que decir. He practicado esta libertad con cada palabra que he escrito -y también Salman Rushdie lo ha hecho. Esto es lo que nos convierte en hermanos, y es por esto por lo que su predicamento es el mío.
No puedo saber cómo me comportaría en su lugar, pero puedo imaginarlo -o al menos puedo tratar de imaginarlo. Con toda honestidad, no estoy seguro si sería capaz de tener el valor que él ha mostrado. Su vida está en ruinas, y aún así continúa realizando la empresa para la que nació. Desligado de un hogar seguro tras otro, separado de su hijo, rodeado por guardias de seguridad, va a su escritorio cada día y escribe. Sabiendo lo difícil que es hacerlo aun en las mejores circunstancias, sólo puedo mostrar mi admiración al respecto. Una novela; otra novela en preparación; una serie de extraordinarios ensayos y discursos defendiendo el derecho humano básico de la libre expresión. Todo esto es muy notable, pero lo que en verdad me asombra es lo que hay en la cumbre de este trabajo esencial: se ha tomado el tiempo para revisar libros de otros autores -en algunos casos incluso escribir entusiastas notas promoviendo libros de autores desconocidos. ¿Es posible para un hombre en esta posición pensar en alguien además de él? Sí, aparentemente es posible. Pero me pregunto cuántos de nosotros podrían hacer lo que él ha hecho, con las espaldas contra esa misma pared.
Salman Rushdie está luchando por su vida. La lucha ha prevalecido por cerca de media década, y no estamos más cerca de alguna solución que cuando la fatwa fue lanzada. Como muchos otros, deseo que hubiera algo que pudiera hacer para ayudar. La frustración aumenta; la desesperación aparece; pero dado que no tengo el poder ni la influencia para afectar las decisiones de los gobiernos extranjeros, lo único que me resta es rezar por él. Lleva la carga por todos nosotros, y no puedo pensar en lo que hago sin pensar a la vez en él. Su apuro ha capturado mi concentración, me ha hecho reexaminar mis creencias, me ha enseñado a nunca tomar la libertad que tengo como garantía. Por todo ello, tengo con él una inmensa deuda de gratitud. Apoyo a Salman Rushdie en su lucha para recuperar su vida, pero la verdad es que él también me ha respaldado. Quiero agradecerle por esto. Cada vez que tomo la pluma, quiero agradecerle.
Tomado de: The Art of Hunger
Foto: Omar Meneses/ Archivo La Jornada
Está condenado a vivir oculto, pero sigue dispuesto a no dejar de escribir nunca. Cada vez que Salman Rushdie escribe una línea y la publica o alguien más reflexiona sobre su caso, se vive un triunfo sobre la intolerancia.
Hoy se cumplen 10 años de la sentencia a muerte dictada por el fallecido ayatola Ruhollah Jomeini contra el autor de Los versos satánicos, por considerarla una novela blasfema para la fe islámica y ofensiva hacia la imagen del profeta Mahoma.
¿Cómo no pronunciarse ante una condena a todas luces inaudita y más aún en el contexto de la defensa de la libertad de expresión consagrada como uno de los derechos humanos garantizados por la mayoría de las constituciones de los países democráticos?
A partir del 14 de febrero de 1989, la cotidianidad del escritor indobritánico -nacido en 1947 en Bombay, India, en el seno de una familia musulmana y que residía en Londres- se vino a pique: de la noche a la mañana, se transformó en el hombre ``más odiado para todos los musulmanes del mundo'' y se vio obligado a vivir oculto bajo la estricta protección del Departamento Especial de Scotland Yard. Las medidas de seguridad fueron una manera de sepultarlo en vida.
Apenas habían pasado cinco meses cuando su primera esposa, la novelista estadunidense Marianne Wigins, decidió divorciarse por no soportar la presión psicológica de la fatwa.
Desde hace tres mil 650 días, Salman Rushdie ha vivido como prisionero del mundo ante el iracundo llamado ``a todos los celosos musulmanes para que lo ejecuten rápidamente, donde quiera que se encuentre, a fin de que nadie ose en el futuro ofender al Islam''. Como si no bastara la promesa de que ``la persona que muera por liberar al mundo de Salman Rushdie, es un mártir y va directamente al cielo'', la recompensa ofrecida por cumplir con la fatwa de Jomeini empezó en 2.5 millones de dólares, subió a tres y en 1992 alcanzó la cifra de cinco millones.
Han pasado 120 meses desde que el autor de las espléndidas novelas Los hijos de la media noche (1981) y Vergüenza (1983) vive separado de sus familiares y amigos. Los contactos con su agente, su publicista y sus amigos son, generalmente, vía telefónica. Pero su dolor más grande proviene de haber perdido la posibilidad de constatar día con día el crecimiento de su primogénito, un joven de 20 años que tenía sólo 9 al momento de ser dictada la fatwa.
Son 87 mil 600 horas en medio de sobresaltos, en las que el escritor no ha podido manejar su auto, caminar por un parque, ir al cine o salir a comprar jitomates para la cena. Si al principio aceptó vivir underground fue porque pensó que se trataría de un periodo corto, cuyas primeras noches dedicó a leer textos de los enciclopedistas franceses, Voltaire y Diderot, sobre la libertad de expresión.
520 semanas de una soledad que pudiera parecer idónea para un hombre que anhelaba dedicar su tiempo a leer y escribir; pero esa soledad no ha sido voluntaria sino una imposición a la que Rushdie ha tenido que resignarse: dedica largas horas a leer periódicos y a hablar por teléfono. También se sabe que, cuando las medidas de seguridad se lo permiten, recibe visitas y asiste a cenas y reuniones sociales.
En 1995, el gobierno iraní, a través de la Organización para la Propagación del Islamismo, anunció un concurso para ``celebrar'' el sexto aniversario de la sentencia a muerte: ``Describa el temor de Salman Rushdie y gánese unas monedas.'' Fueron diez monedas de oro para el mejor cuento sobre los momentos de ansiedad vividos por el escritor indobritánico, el segundo lugar obtuvo cinco monedas y el tercero, tres. Sin embargo el pasado mes de septiembre se abrió un pequeño resquicio de esperanza: los cancilleres de Gran Bretaña e Irán anunciaron un acuerdo para mejorar sus relaciones diplomáticas debido a que el gobierno iraní -encabezado por Mohammad Jatami- se ``distanció'' de la recompensa ofrecida por la cabeza de Rushdie. Sin embargo organizaciones fundamentalistas iraníes respondieron señalando que la fatwa no puede ser revocada por decisión de las autoridades políticas. A su vez, hubo estudiantes de teología y clérigos que proclamaron su disposición a ejecutar el edicto contra Salman Rushdie.
A pesar de que vive permanentemente custodiado por integrantes de Scotland Yard y de que su vida ha sido arruinada por el encierro, Salman Rushdie no ha perdido el sentido del humor. Lo más admirable y asombroso es que aún en esas condiciones poco propicias -tuvo que renunciar a la rutina de escribir a mano diariamente en su estudio, rodeado de sus cosas y con los libros de su biblioteca- no ha dejado de escribir conferencias, discursos y artículos defendiendo el derecho a la libertad de expresión; el libro para niños Harún y el mar de las historias, los relatos breves reunidos en Oriente-Occidente; ese canto a la libertad y tolerancia que es la novela El último suspiro del moro, la colección de ensayos reunidos bajo el título Imaginary Homelands (aún sin traducir al español) y en un par de meses aparecerá su próxima novela: The Ground Beneath her Feet. La novedad es que el lanzamiento de ese libro coincidirá con el del nuevo disco del grupo de rock irlandés U2, que incluye una canción con letra de Rushdie y música de Bono. Es cierto que tal vez los tres artículos que el escritor ha publicado hasta ahora como colaborador fijo del diario Reforma no son piezas sobresalientes desde un punto de vista político o literario, pero su valor reside en ser un abierto desafío a la fatwa de los ayatolas.
También en estos años de ocultamiento, Rushdie ha redescubierto el sentido profundo de la amistad y la solidaridad verdaderas. En 1992 diversos periódicos publicaron cartas de prestigiados escritores como parte de una campaña mundial en su apoyo y, en 1993, cerca de un centenar de intelectuales árabes y musulmanes -entre ellos el Nobel egipcio Naguib Mahfouz y la novelista bengalí Taslima Nasrin, ambos perseguidos más tarde: el primero víctima de un atentado que por poco le cuesta la vida y la segunda exiliada ante la amenaza de muerte a raíz de sus declaraciones ``blasfemas'' sobre el Corán- participaron en el libro A Rushdie, un volumen de ensayos y poemas publicado en Francia en protesta por la fatwa de Jomeini.
Nobleza obliga: desde la clandestinidad, Rushdie emprendió la defensa de su colega Taslima Nasrin con una carta que resume la experiencia de ambos vivida en carne propia: ``Taslima, sé que ahora mismo debe haber un enorme conflicto en su interior. En un momento se sentirá débil e indefensa, y al siguiente se sentirá fuerte y desafiante. Unas veces se sentirá traicionada y sola, y otras tendrá la sensación de que representa a muchos que están silenciosamente con usted. Puede que en sus momentos más oscuros crea que hizo algo malo, que las procesiones que exigen su muerte pueden tener algo de razón. Ese es el primer demonio a exorcizar. Usted no ha hecho nada malo. Son otros los que han hecho algo malo contra usted. Usted no ha hecho nada malo, y estoy seguro de que pronto será libre.''
Tras diversas apariciones públicas -la primera de ellas en diciembre de 1991 ante los estudiantes de periodismo de la Universidad de Columbia de Nueva York- Salman Rushdie afirma que ha ido perdiendo el miedo e insiste en que su vida actual se ha ido normalizando poco a poco, aunque sus fugaces visitas a Chile, Argentina y México para presentar, en 1995, su novela El último suspiro del moro, se dieron en medio de estrictas medidas de seguridad que permitieron contadas entrevistas exclusivas con algunos medios de comunicación mexicanos, entre ellos, La Jornada. Compartí esa aventura con mi colega Raquel Peguero y el fotógrafo José Antonio López. Ahora con la distancia del tiempo caigo en la cuenta de que, más que sus respuestas -Rushdie tiene articulado un discurso que le permite resguardar su intimidad; sus palabras fueron como una máscara que no se dejó quitar a lo largo de la entrevista-, me impresionaron profundamente la palidez y la gordura de un cuerpo fofo, huellas innegables de la larga reclusión a la que ha sido sometido. Hastiado de su encierro, el escritor nos relató situaciones chuscas como la siguiente: ``no tenía la posibilidad de comprar mi propia comida; tenía que hacer listas de compras, pero registrar un supermercado en la mente es algo muy difícil. A menudo no sabes lo que quieres comprar hasta que lo ves y se te antoja. Decidir todo sentado en el encierro y escribir listas para todo, sin importar si era pasta de dientes, comida o ropa, era tremendo. Siempre tenía que escribir listas de lo que necesitaba que otros me consiguieran, sin tener la posibilidad de ir de shopping y pensar, `¡Ah, esto es lo que me gustaría tener!' Fue una gran pérdida.
``Tener que escribir listas trajo consecuencias cómicas, si quieres. Por ejemplo: yo escribía tomates -hay que recordar que la gente que me rodeaba eran policías, que no son los nuevos hombres liberados que van al súper- y regresaban con dos tomates. Yo les decía `¿qué voy a hacer con dos tomates? ¡No son suficientes!'; y ellos respondían: `No escribiste cuántos querías.' Así aprendí que no sólo tenía que hacer listas, sino que tenía que especificar con mucha precisión: cinco tomates, seis huevos; si quería queso, tenía que decir qué tipo de queso. Ese procedimiento en la vida diaria se volvió muy difícil''.
A partir de su propia experiencia, Salman Rushdie aprendió que las palabras no bastan para proteger y defender a los escritores perseguidos, sino que hay que realizar acciones concretas, cosas prácticas, que realmente sean una ayuda para que esos escritores puedan seguir expresándose. También sabe que no es la única víctima de la intolerancia y que en el mundo de hoy se libran muchas batallas en Argelia, en China, en Irán, en Turquía, en Egipto y en Nigeria, entre otros lugares, donde hay escritores censurados, acosados, encarcelados e, incluso, asesinados por escribir sus ideas (Mohammad Jafar Pouyandeh, Majid Sharif y Mohammad Mokhati, son los nombres de los intelectuales iraníes asesinados recientemente). Por eso desde 1994 inició el cabildeo y las gestiones para dar apoyo práctico a los escritores perseguidos por la intolerancia, iniciativa que dos años después fructificó en la creación de la Carta de las Ciudades Refugio, adoptada por el Congreso de los poderes locales y regionales de Europa.
Así, a principios de este año, Salman Rushdie volvió a estar entre los mexicanos. Pero ahora en su calidad de Presidente del Parlamento Internacional de Escritores, acudió al establecimiento de la sede mexicana -es la primera en América Latina- de la red de ciudades-refugio para los escritores perseguidos, a la que la ciudad de México se integró recientemente, sumándose a las 22 existentes en Europa.
A pesar de que todas sus actividades públicas tuvieron que ser canceladas a última hora por cuestiones de seguridad, el escritor indobritánico jura y perjura que su vida es cada vez ``más normal''. Lo cierto es que en esta ocasión, además de algunas entrevistas exclusivas, Salman Rushdie ofreció una conferencia de prensa durante su visita a la casa-refugio ubicada en la colonia Condesa. Ahí lo volvimos a ver. Lo encontramos más calvo y con una barba más blanca, brindando con vino blanco por el futuro.
A esa sensación de normalidad contribuyó enormemente Carmen Boullosa -de quien se dice fue la gestora ante Cuauhtémoc Cárdenas para que la ciudad de México se incorporara a la red de refugios para escritores perseguidos- al ser anfitriona de una cena a la que Salman Rushdie asistió acompañando de su actual esposa, Elizabeth West, y del pequeño hijo de ambos, llamado Milán. La solidaridad de los escritores y escritoras que acudieron al llamado consistió en convivir unas horas con el huésped de honor, haciéndolo olvidar momentáneamente la prisión que le impone la vida clandestina. Todos acordaron tácitamente evitar preguntas incómodas que, al recordar la fatwa, rompieran el encanto del momento y fingieron compartir la convicción de que esa noche no había nada más importante que los bolillos con mole que estaban saboreando.
Estoy segura de que durante esa cena Salman Rushdie olvidó su encierro y se sintió el ciudadano del mundo que, a fuerza de entereza, ha ido recuperando fragmentos de normalidad. Ojalá que este décimo aniversario no le acarree nuevas desdichas.