La Jornada Semanal, 14 de febrero de 1999
Hace tiempo me regalaron un cactus trunco, y lo planté con la esperanza de que le crecieran de nuevo las raíces. Está ahí, frente a la ventana. Recibe el sol y lo riego, pero no sé si está muerto. Uno de su especie puede parecer vivo durante años y, un día, sin avisar, cambiarse de color: del verde al pardo. Distinto a otras plantas cuyos cambios de color significan que pasa de la vida a la muerte, el cactus no dice nada a través de sus coloraciones. Puede estar, al mismo tiempo, muerto y verde, vivo y café. Esa facultad de ser inmutables de los cactus me excede y me aterroriza. Me provoca más escenas de pesadilla que imaginar que contiene un nido de tarántulas en su interior, comiéndoselo desde las entrañas para una noche salir a invadir mis sueños. Eso me asusta menos que pensarme como alguien que cuida de algo que hace tiempo se yergue. Ver pasar los días y los riesgos dándolos por hecho y, tras años, descubrir que nada tenía sentido, que el cactus no respiró jamás, que todo era ya irremediable desde antes de que siquiera lo plantara.
Ahora mismo lo observo con detenimiento: nada en él indica vida alguna, sus espinas siguen del mismo tamaño que antes, su verdor no se ha modificado hacia uno más claro o más oscuro. Sigue igual, erguido. Supongo que está vivo porque así lo quiero, sin más argumento que la fe de haberlo cuidado cada semana. Decido que vive porque he empeñado ya demasiado tiempo en él. Eso mismo debe sucederles conmigo.
Suelo matar moscas de muchas maneras: aplastarlas con cualquier objeto, empaparlas con insecticida y ver cómo se entumen, agarrándose con sus patitas al último pedazo de tierra, o atraparlas en una botella y cremarlas con un cerillo. La forma como deben morir no es algo que yo decida, simplemente es algo que se ejecuta. Alguien tiene una idea: cazar una mosca en un frasco con agua. A la mosca se le pegan las alas con el agua y pierde toda capacidad defensiva. Se le libera del frasco justo al lado de una araña. sta se inmoviliza en cuanto la ve. La mosca camina apresurada. La araña, inmóvil, acecha. La mosca se percata de la presencia de su depredador y también queda quieta. Pero una cosquilla basta para que la mosca mueva, levemente, su pata contra el ojo. Entonces, la araña ataca: la toma entre sus garras y le perfora la base de la cabeza para succionarle el contenido. La mosca tiene, todavía, alguna reacción de resistencia, vibra un poco, pero es derrotada inexorablemente con el fluir de su propio contenido hacia la boca de su cazadora. La araña succiona casi todo para quedar, otra vez, inactiva en la pared. Pero alguien ha decidido que debe morir también y termina aplastada con un zapato. Las patas de la araña se contraen en un rictus y bailan sin control (algunas se desprenden del cadáver y siguen moviéndose durante varios minutos en el suelo, en un vaivén: tic-tac, tic-tac) hasta que me aburren.
Pero, de pronto, me doy cuenta de que, al morir, la mosca dejó progenie: de su succionado abdomen emergen decenas de pequeños gusanos traslúcidos. Son sus hijos, todos idénticos, arrastrándose por la pared, sorteando inmensos cañones que son, para mí, simples agujeros minúsculos. Levantan sus cabecitas negras como interrogaciones: ¿buscarán a su madre? No lo sé: la mayoría mira en dirección a la araña muerta. A lo mejor creen que de ahí han salido, del verdugo de su madre. ¿O esos gusanos nacen ciegos?
Ahora que conduzco hacia el zoológico recuerdo el terror al ver un dibujo a tinta. Se trata de un enorme gato amarillento, algo similar a un lince de gran tamaño, alargado, y con un ojo atento hacia el espectador. En el dibujo, el gato tiene a un loro desnucado debajo de una de sus patas y el resto es todo plantas selváticas, minuciosamente trazadas. El nombre del felino es ``eyre'', según dice un letrero manuscrito muy elegante y lleno de rastros sinuosos, en la parte de abajo del dibujo. Las ``eyres'' no existen. Se trata, sin duda, de un error, pues hay unos pumas llamados ``eyrás''. El dibujante inventó a los ``eyres'', cuya huella única está contenida en esos trazos. Lo que realmente me provoca escalofríos es pensar que el ``eyre'' es una invención de una especie de felinos nunca nacidos, y que el dibujante, el mentiroso que podría desmentirse y tranquilizarme, ya también está muerto. Lo supe cuando miré las imágenes del último tigre de Tazmania. Es una película muy corta, de principios de siglo, donde se ve a un lobo sepia con rayas negras dando vueltas dentro de una jaula. Para ese momento, hace casi cien años, ese era el único ejemplar de tigres nocturnos. Desaparecieron del mundo, aunque todavía hay rumores de pobladores que dicen haberlos visto, escondiéndose en cuevas, evasivos, tratando de nadar en el océano Pacífico para huir. Pero los rumores jamás se han confirmado y eso me llena de un miedo distinto, que se refiere, creo, a la soledad de esas criaturas hechas de mentiras, sanguinarias ya sólo en el papel o el filme, cuyas huellas disponibles están en un mundo de dos dimensiones. Es esa idea, la del abandono, la que me conmueve. Y no sé por qué.