Las cosas pueden sumar cantidades extrañas, sucumbir hechizadas al número, si les hemos de creer a los poetas que han sido, es decir, los que son, porque para paradojas, ésta de que sólo los que fueron son.
El cadáver seco de un nautilo encima del archivero daba a ese rincón de la oficina un aire casero, casual, exótico, propio de una sala de casa de pequeña burguesía de la capital. Un nautilo (o nautilius, su latinajo nombre) no puede ser dos ni tres ni cinco. Como un lápiz es uno y no dos ni más. Como una son la corcholata, la raya en el muro, la lata que uno patea.
El despojo de origen submarino, apreciado por sus cualidades ornamentales y porque inspira un buen tema cuando la conversación decae en su presencia, tenida cuenta que se trata de una especie extravagante, admirable y de interés científico, ocupaba un lugar destacado entre los diplomas que cubren las paredes del consultorio. El doctor Zebada ha estudiado en hospitales de cuatro y cinco estrellas, tomó en notorias universidades los cursos habidos y por haber, participó en el congreso médico que me digas, y con los papeles y pliegos que se dan a los asistentes, así como los grados, que suelen ser muy apreciados por sus dueños, tapizó la oficina del consultorio, y así ha pasado los treinta y tantos años de ejercicio profesional, rodeado por los trofeos que respaldan sus conocimientos y premian sus aportaciones tanto académicas como clínicas.
No caben en la oficina los cuadros que le regalan sus pacientes, de autoría propia u obtenidas con el anticuario, ni los cristales, porcelanas y barro negro de Oaxaca que suelen regalar los pacientes agradecidos. Zebada reserva el buen gusto para su casa.
En la escenografía austera de la oficina, sillones de cuero y libreros vestido de frac, hileras de lomos de tela y piel roja, negra o verde oscuro, y los títulos en letra dorada de enciclopedias, tratados, Index y diccionarios, formados por estatura, sercos como el cortejo de un entierro, el nautilo parecía una coquetería fuera de lugar.
Iría mejor en el baño, pensó Diana, mirándolo con la cabeza ladeada, signo de atención.
Diana entró de secretaria de Zebada hace poco. O sea, es nueva en el puesto. Y nueva en general. Hace mucho que Zebada no ocupaba una secretaria tan joven, pero le pareció vivaracha. No es del tipo de las que van a seguir de secretaria a la larga.
¿Cuántos nautilos son ese? Pensó, y se sorprendió de pensarlo, pues qué no veía que era uno y sólo uno, sobre el archivero gris, rodeado de las medallas por honoris causa del doctor. Las medallas, placas, platos de plata grabados eran muchos, aparentemente distintos, pero iguales al formar conjunto.
El soporte acrílico, embonado a la medida, sostenía la red de laberintos de la espiral nautílica, con fines de exhibición.
Algo se movía. La cantidad. No era un nautillo, sino varios, innecesariamente cuántos. Diana sintió el flagelo de un escalofrío sin miedo a la vista de todos los unos de ese uno único, y lo vio múltiple.
¿Estaré mareada?, pero no, cuando uno ve doble, la percepción es otra. Aquí se trataba de una nítida y reposada imagen de lo diverso. No, tampoco fumó ni se inyectó nada prohibido. Ella qué, si entró a sacar la agenda del doctor, quien la esperaba por el teléfono de la recepción, o para ser precisos, pegado al auricular en el vestíbulo de su casa.
Diana miraba una arrebatadora cantidad de espirales. ¿Cuánto es todo? ¿A qué le llaman aturdimiento? Nunca imaginó que una cosa pudiera ser tantas.
-¿Por qué tardó usted? -le preguntó con voz severa el doctor Zebada cuando Diana al fin volvió, agenda en mano, a su escritorio, y tomó el aparato telefónico.
-Usted disculpe, doctor.
-¿Es que no la encontraba?
Diana decidió preguntar de una vez, a riesgo de perder el empleo. Zebada apenas la conocía, no se tenían confianza en el trato, pero ella no aguantó.
-Oiga doctor, ¿por qué son tantos los nautilos en el que tiene sobre el archivero?
Perceptiblemente alterado, y tras un carrasposo silencio, la voz de Zebada adoptó el tono de fingimiento pueril y lastimero que usaba con los enfermos y los menores.
-Niña, como quieres que sepa, si no soy oftalmólogo. Mi campo es el aparato digestivo.
Diana se decepcionó del distinguido especialista. No esperaba una respuesta tan tonta.
Colgó al doctor, una vez satisfecha la consulta de agenda, y quedó sumida en la reflexión ociosa. Conceptos como dispersión o fragmentación eran insuficientes. Los fragmentos son, cada uno por separado, partes constituyentes del uno. En este caso, todos los muchos eran totales, uno en sí mismos, pero ocupando cada uno el lugar de uno sólo.
Diana pensó en si estaría cruzando las márgenes del pensamiento mágico. Naa, se respondió Diana, la magia no puede pensarse.