He notado en los toros de La Misión -especialmente cuarto y quinto- esa impresión fiera y encastada, pero noble, que mira más allá de la muralla de tinieblas que es la Plaza México. Tenían los toros, bien presentados, las astas desarrolladas y ese recogimiento casi religioso de su presencia en el ruedo que le da emoción a lo que sucede. Los pitones en la cabeza, animada fosforecencia como si el sol que moría en el horizonte, se hubiera recogido en ellos y al rasgarlos, sangrase la luz del toreo.
La hosquedad de las tinieblas, reflejadas en los toros iban entrando lentamente con hondura, en el espíritu de los aficionados. El enigma de lo desaparecido. La muerte vendría después con toda la espectacularidad que hace del sentimiento, por lo mortal la base de la fiesta brava. Porque este es el punto superlativamente emotivo de su existencia triunfante: la muerte del toro de verdad en el ruedo.
Ninguna muerte es tan natural como la que le ocurre a los toros en el ruedo, máxime si son bravos como los de La Misión, a la vista de todos los que la quieran ver. Los bureles sucumbían a los pies de los toreros y le daban al toreo su valore trascendente. De ahí la naturalidad de esa muerte, su realismo; porque se le ve, se le ve venir, se le ve ocurrir, se plasma ante los sentidos como obra de arte. No es un suceso más: la muerte viva, la revelación del misterio, estar y no estar, instantáneo sobre el ruedo.
Con los bravos toros de La Misión, ronca lloraba la Plaza México los gritos que se lanzaban al eco -ganadero, ganadero- los toros tejían su misterio, y pasaban del enigma de lo desaparecido al enigma de lo desconocido y los toreros, en esta ocasión los humildes de la fiesta, sin sitio, bajo su traje de luces, se dejaban ir por las sombras del redondel en busca del toreo que se nos iba. Hasta que apareció un espontáneo, de nombre Enrique Gutiérrez, con un pañuelito, y sorpresivamente Carlos Rondero le dio su muleta y le puso la sal a la corrida ¡Vaya salero el de este chaval! De finos andares y que llenó de torería el coso de Mixcoac.
Sí, el espontáneo dio la nota torera de la tarde, lo sorpresivo, lo inesperado, al conseguir detener las sombras para poder torear en la tarde invernal quebrada por la fría brisa. Entendió la nobleza del toro de La Misión y le ha pegado tres pases naturales, adelantando la muleta y trayéndoselo muy toreado, a lo grande y quien dice grande, dice clasicismo. Fina estampa torera con la esencia de lo antiguo, devorando infinitos; pases lentos, rítmicos, bravíos, suspendidos en el aire que entretejieron filigranas y el toreo siguiera cantando en la Plaza México.
Mientras las figuras del toreo bonito, ya en España comiendo merluza y vino de La Rioja, festejan sus triunfos con los becerros. Los diestros humildes naufragaban ante toros, simplemente toros de encastada nobleza. Se salvaba Humberto Flores que le echó valor y dos riñonudas estocadas para salir avante del paso. Y las autoridades enloquecidas, sin poder poner orden en el ruedo (a los picadores, a los toreros, y a la pachanga que se suscitó con el lanzamiento al ruedo del espontáneo). En la plaza mis amigos de la tv francesa se despedían de México con el sabor de lo no esperado, en especial don Vicente Bourg Zacato del Journal Sud-Ouest; Emilio Mallé, director de los espléndidos documentales del Canal Plus sobre Curro Romero, Manolete y Arruza; Christian, director del documental que se prepara sobre El Juli, y su simpático grupo; Tristán, Isabele, Carlota, Bernard y Javier. En el recuerdo los naturales del espontáneo y los toros de La Misión.