¿Quién puede oponerse a que nuestra universidad mejore un poco sus recursos estableciendo colegiaturas moderadas como las que el rector Barnés nos ha presentado en días recientes?: 2 mil pesos al año en licenciatura, unos siete pesos diarios en promedio (menos, incluso, de lo que le cuesta el transporte a cada alumno, y con la garantía, además, de que si su ingreso familiar no rebasa los cuatro salarios mínimos, quedará exento del pago).
Los argumentos con los que siempre se ha acompañado tal propuesta no dejan de ser convincentes: ``Un alumno que paga por sus estudios aprecia más ese servicio que quien lo recibe regalado''; ``los maestros no están frente a invitados de gorra y los alumnos que pagan, aunque sea poco, exigen un mínimo de calidad al docente'', etcétera.
Ojalá ahí terminara la discusión y todos quedáramos contentos con la propuesta de rectoría, pero con las privatizaciones fraudulentas, los rescates bancarios que nos costarán años de impuestos inútiles y la corrupción desenfrenada del neobarbarismo se nos ha condenado a la duda metódica. ¿Quién nos asegura que una vez roto el tabú de la gratuidad, el próximo rectorado no nos hará saber ``con toda pena'' que la situación económica de la institución exige la supresión de las becas y la elevación de las colegiaturas de 2 mil 40 a 8 mil 617 pesos, acompañado todo ello con una cascada de reformas optimizadoras del trabajo (intelectual)? En otros términos, ¿quién responde por la buena fe de las cuotas y los montos recientemente propuestos? ¿Sobre qué Biblia, sobre qué Constitución, sobre qué cuerpo de honor respetado por toda la comunidad ponemos la mano para hacer el juramento de que lo que se nos está proponiendo será letra respetada?
La cuestión es muy simple: siempre que en la UNAM se ha puesto a discusión el asunto grave de las cuotas, se nos ha amenazado con someterlo a la consideración del Consejo Universitario, queriendo hacernos pensar con ello que este cuerpo constituye el lugar de la reflexión y la sabiduría. Pero la realidad dista mucho de ese estereotipo, pues más de una tercera parte de sus integrantes está constituida por directores de facultades, escuelas e institutos (un cuerpo parecido está formado por académicos y el resto lo componen estudiantes y trabajadores).
Ahora bien, de la misma manera en que los rectores del país tuvieron que pedirle al Presidente que reconsiderara el recorte de sus presupuestos, realizado al inicio de este año, los directores de las dependencias universitarias deben gestionar una parte importante de sus recursos ante la rectoría. En esas condiciones, sus inclinaciones políticas y sus orientaciones académicas están condicionadas de antemano por el poder central de rectoría, y no les queda otra que el voto de obediencia, como a Zedillo no le queda otra que privatizar la electricidad, invertir sumas millonarias combatiendo al narco, elevar las cuotas por los servicios educativos y por todos los servicios públicos, so pena de que el Big Brother de las finanzas mundiales no lo reconozca y le recorte los préstamos para pagar los préstamos. Otra importante cuota de votos en el consejo es la de los académicos, cuya elección depende de una masa de profesores e investigadores cuyos contratos se renuevan cada año, lo que depende, a su vez, de su obediencia a la autoridad.
A diferencia de las más reconocidas universidades del mundo, no contamos en la nuestra con un espacio institucionalizado de académicos de probada sabiduría en sus disciplinas que juzgue con autonomía sobre esos asuntos y vele por su cumplimiento. Hoy no existe en la UNAM ni siquiera una organización de académicos de filiación abierta. El problema es que el propio cuerpo de directores, grupo mayoritario del consejo, es escogido por la Junta de Gobierno, un grupo de 15 personas que ha demostrado su fidelidad y obediencia a la institucionalidad y que es seleccionado, a su vez, por ese propio Consejo Universitario. Eso produce que casi ningún aspirante a director que recibe el apoyo mayoritario de sus pares sea elegido, mientras que la junta se incline regularmente por académicos sin gran apoyo de sus bases e incluso muy jóvenes, aún sin reconocimiento, de manera que su dependencia hacia el vértice del poder es muy grande.
En tales condiciones, cada uno de los integrantes del Consejo Universitario es sin duda una persona honorable y merece nuestro respeto, pero en su conjunto no deja de ser un colectivo sometido y, como la casi totalidad de los aparatos de nuestra institucionalidad política, tienen el sello de la mexicanidad avasallada. Más valdría entonces atar las cuotas universitarias a referentes previsiblemente más estables, o a la baja, como los precios del maíz o los del petróleo, con el compromiso de revisarlos cuando se enrarezcan por extinción inminente.