n Carlos Bonfil n

Un embrujo

Un embrujo, de Carlos Carrera (La mujer de Benjamín, La vida conyugal, Sin remitente), es un relato abierto inspirado en una serie de historias de Marcel Sisniega, al que el propio director y su guionista Martín Salinas añaden anécdotas, en ocasiones muy banales, y viñetas de interés histórico. Con una edición muy azarosa y en una versión más corta que la planeada originalmente, la cinta aparece dispareja como la propia filmografía de su realizador, aunque tan minuciosa y ordenada como el trabajo de dibujo que precede siempre a la planeación de las escenas, abigarrada también en su sucesión de subtramas y elementos mágicos inspirados en leyendas yucatecas. Un embrujo es sobre todo una melancólica historia de amor y el relato de la iniciación sexual del adolescente Eliseo Zapata (Daniel Acuña, notable) en manos de su maestra Felipa (Blanca Guerra).

Muy pronto ese episodio, situado en 1928, en el pueblo de Progreso, Yucatán, se transforma en descripción picaresca de una atracción costeña: el inesperado semental juvenil que es objeto de lascivia para las señoras viudas o abandonadas, y de envidia para sus compañeros de clase. Esta primera parte es una afortunada crónica costumbrista y un señalamiento irónico, divertido, de las manías y recelos de los lugareños, de la carga de prejuicios y de la tozudez de una moral impermeable al paso del tiempo o a los fervores revolucionarios. Progreso, asiento de la tradición. Carlos Carrera muestra también, en apuntes algo rápidos, la corrupción sindical que anuncia el triunfo del corporativismo y la impaciencia de los luchadores populares. En una segunda parte, menos controlada, el relato intimista, situado ya en 1938, se confunde con el comentario social, pero éste último no se impone con fuerza suficiente y es apenas trasfondo pintoresco, tan superficial como la idea insistente de poderes ancestrales que a través de una esfera de cristal producen un hechizo. El propio Eliseo adulto (Mario Zaragoza) se ve disminuido como personaje, se vuelve banal, pierde malicia y encanto, y resulta poco convincente en su papel de héroe local de la disidencia.

Una edición forzada sacrifica varias escenas y produce inconsistencias en la trama. Si se cancela por ejemplo la información de que la radio de la maestra Felipa guarda en su interior cierta cantidad de dinero, el espectador no puede entender que ella arriesgue la vida en un incendio tratando de recuperar dicha radio. Aun cuando este detalle no fuera del todo exacto, la escena seguiría siendo bastante absurda. ƑExigencias de la producción, incoherencias en el guión? Resulta también sorprendente que un director capaz de recrear con tal gusto y acierto la sensualidad de los paisajes costeños no logre transmitir esa intensidad gozosa a sus personajes, como sí lo consiguen María Novaro o el cubano Gutiérrez Alea en sus mejores cintas. De una actriz estupenda como Blanca Guerra bien podía explorarse una mayor complejidad en escenas eróticas, si no más francas, al menos sí más sugerentes. En El diablo en el cuerpo, de Marco Bellocchio, hay un buen antecedente: el ritual de desfloración viril adolescente a cargo de una formidable Maruschka Detmers. El erotismo en Un embrujo es, en cambio, parco y expedito, como un trámite que se cumple sin placer o con una voracidad humillante (Felipa con su esquivo marinero italiano).

De una cinta a otra, las descripciones de Carlos Carrera han sido realistas, llenas de escepticismo y desencanto, y esto ha sido un estupendo antídoto contra la complacencia sentimental de tantos otros guiones nacionales, pero de alguna manera esto también conduce a otro tipo de complacencia, la de multiplicar imágenes muy estereotipadas de mujeres perversas, ladinas, resignadas o frustradas. El extremo de esta visión misógina es el cine reciente de Arturo Ripstein. En el caso de un director joven y verdaderamente talentoso, como Carrera, lo estimulante ha sido encontrar la novedad y los tonos picarescos de La mujer de Benjamín, la buena elección de fotógrafos como Rodrigo Prieto, la decisión de correr riesgos e ir un poco a contracorriente del tremendismo con el que a menudo se asocia al cine nacional. Entre los retos del director figuran: mantener un tono verdaderamente popular con un alto nivel de sobriedad expresiva, seguir sustituyendo el humorismo ramplón por la ironía, configurar figuras y actitudes femeninas al fin contemporáneas de una sensibilidad moderna, y explorar, con mayor empeño, temáticas realmente frescas. Con todas las irregularidades de su estructura narrativa, con su riesgosa desmesura, y con más vigor que en sus dos cintas anteriores, Un embrujo apunta hacia una obra de madurez; sugiere al mismo tiempo la solvencia del director para tomar, en películas futuras, una distancia mayor con el conformismo satisfecho de nuestra industria. En esa posible apuesta de Carrera radica la originalidad de su trabajo, y naturalmente su fuerza.