n Néstor de Buen n
El gran dilema
La oposición entre la economía privada y la estatizada parece ser el tema del día. El neoliberalismo ha levantado desde siempre la tesis de que el Estado es un pésimo administrador. Pero no faltan quienes, a partir de la experiencia, digan con razón más que suficiente que los particulares no lo son mejores.
La aparente falta de recursos para atender las necesidades siempre crecientes de la industria eléctrica ha actualizado la polémica. Se oyen voces en uno y en otro sentido. Y, como suele suceder, la izquierda se manifiesta contra la llamada privatización, y el centro derecha, o derecha sin centro (quizá más abundante), se relame de gusto ante la posibilidad de los negocios que la decisión estatal, que implicaría una reforma constitucional, hoy no tan viable, puede traer.
Hay que recordar que la famosa y antigua Compañía de Luz, manejada por un consorcio inglés, en los años anteriores a su compra vivía sin inversión alguna. La planta de Necaxa había sido suficiente por años para el DF y no se pensaba en las grandes obras eléctricas, particularmente hidráulicas, que hubo necesidad de hacer después. Lo que quiere decir que la empresa privada no satisfacía en absoluto los requerimientos de un gran país en crecimiento. Ese y no otro fue el motivo de la compra.
En otros años, digamos en la parte final de la década de los cuarenta y principios de la de los cincuenta, muchos negocios emprendidos por particulares fueron cedidos, por decirlo de alguna manera, al Estado, porque los propietarios estaban a punto de la quiebra o un poquito más allá. Y, para evitar despidos masivos, el Estado, no tan de buena gana, asumió responsabilidades que no le tocaban, en rigor, ni las deseaba.
El crecimiento económico del Estado mexicano, que de una economía dirigida pasó a una intervenida, tuvo su mayor desarrollo en la década de los setenta y principios de la de los ochenta. El gasto público creció desmesuradamente y la inflación, con devaluaciones dramáticas (que, por cierto, el gobierno de Luis Echeverría asumió en los finales del régimen, sin dejarle la carga al sucesor, a diferencia de lo ocurrido en diciembre de 1994), se constituyó en la regla de juego de nuestra economía. Conocemos de sobra las consecuencias.
La imputación de culpas a los administradores públicos asumió entonces características impactantes. Que no eran sólo de nosotros sino el resultado de una corriente dominante en el mundo capitalista. El tema se agravó con la caída del Muro de Berlín (1989) y el rotundo fracaso económico de la economía soviética que hoy no hay derecho a llamar socialista.
La solución económica fue, entonces, privatizar. Se reformó el 27 constitucional para permitir la venta de ejidos; el 24 y el 25 se quedaron sólo con la rectoría del Estado y la crisis petrolera mundial arrojó gasolina en abundancia a la hoguera de la privatización.
ƑQuién tiene la razón?
En mi concepto ni la privatización ni la estatización son buenas ni malas. Las primeras buscan las utilidades antes que el servicio. Las segundas buscan el servicio antes que las utilidades. Lo privado encarece. Lo público, endeuda. Es muy fácil echar mano a la chequera pública para paliar los errores de las malas administraciones. Y de la deuda privada y pública al crédito externo para pagar la deuda y más crédito para pagar los créditos sólo hay un paso.
El problema es que México no tiene los recursos para sostener la operación y el indispensable crecimiento de la infraestructura eléctrica. Eso quiere decir que se requiere de inversión privada. Pero no que se olvide la rectoría del Estado. Por ejemplo: entiendo como absurdo que se venda la CFE si se pretende que sea el organismo controlador. Pero no veo problema en que se privaticen las nuevas inversiones indispensables. Si se jerarquizan los problemas, resulta mucho más grave carecer de energía eléctrica que tenerla manejada por particulares. Y si estos particulares tienen señalado un camino rígido que implique control de cuotas y de inversiones, y una planeación central, bienvenidos los recursos nuevos.
No es un problema político. Es, simplemente, de sentido común.