MAR DE HISTORIAS
La Magnífica
n Cristina Pacheco n
Si me pidieran describir a una ángel pensaría de inmediato en Agustina. Los años han reducido su estatura pero a cambio le agregaron volumen a su cuerpo. Bajo las cejas hirsutas brillan sus ojos de amarillentos. La rectitud de la nariz se curva en la punta, por donde siempre están a punto de resbalar los lentes, que Agustina se cala sólo cuando zurce.
Las manos de Agustina son pequeñas y nudosas. En el dedo anular de su mano izquierda lleva una argolla de matrimonio: se la heredó su hermana gemela junto con su retrato de bodas y la responsabilidad de ver por sus hijos. En las palmas, enrojecidas por el trabajo, apenas quedan huellas de la eme. Hace mucho tiempo se las leyó una gitana y le auguró fortuna, amores apasionados y largos viajes. La adivina se equivocó en los tres augurios: Agustina es soltera, no conoce el mar y ni siquiera tiene ahorros. Lo que ha ganado en veintitrés años de trabajo lo ha invertido en la educación de sus sobrinos, a los que apenas conocemos.
Agustina es la que se preocupa por visitarlos. El domingo, después de levantar los platos del desayuno, sube a su cuarto y allí permanece más de una hora arreglándose. Sus principales cosméticos son agua y limón. Con los casquetes vacíos de juego se talla las manos y los brazos para quitarse los olores que le dejan sus tratos con ajos, cebollas y otros condimentos.
Hacia las once de la mañana Agustina baja albeando de limpia y balanceándose debido al peso del morral donde, a lo largo de toda la semana, almacena lo que cree que puede serle útil a su gente: desde bolsas de plástico y latas aplanadas, hasta catálogos con las ofertas de supermercados y farmacias.
Antes de salir le echa un último vistazo a la cocina, comprueba que las llaves del agua no lloren ni una gota y enseguida registra el compartimento secreto de su bolsa para comprobar que las llaves estén allí. Cuando va rumbo a la puerta, y sin importarle que la escuchemos o no, repite siempre la misma frase: "Bueno, ahí se quedan".
Siempre he tenido curiosidad de saber dónde vive la familia de Agustina y en qué invierte las horas de su único día libre. Termina a las nueve de la noche, hora en que vuelve a la casa con el morral lleno de ''encargos'': prendas qué remendar, tejidos qué componer y hasta libros y cuadernos que sus sobrinos le piden que les forre. Este es el encargo que a Agustina le agrada más, quizá porque mientras cubre con papeles de colores las tapas de los libros se hace las ilusiones de hallarse en el salón de clases donde jamás estuvo. Agustina me explicó el motivo de que jamás hubiera estudiado:
II
''Mi papacito pensó que como mi hermana y yo éramos gemelas, era más que suficiente con que una de las dos fuera a la escuela, así que mientras Eduviges aprendía a leer y a escribir yo fui haciéndome buena para las cuestiones de la casa. En aquel tiempo, chiquillas como estábamos, ni mi hermanita ni yo nos dimos cuenta del daño tan grande que mi padre nos hacía.
"Venimos a entenderlo cuando nos quedamos solas. Ya casada, con sus hijos grandes, Eduviges se enteró de que su marido, Anselmo, tenía otra mujer. Del disgusto se le paralizó la mitad del cuerpo y sus manitas se le pusieron negras, negras. Vimos a un médico. Le recetó una medicina para los nervios y le recomendó guardar cama durante un mes. Al principio se resignó pero luego, cuando se dio cuenta de que ya jamás iba a levantarse, le entró la desesperación.
"A todas horas se oían sus maldiciones contra Anselmo: lo culpaba de su enfermedad y de que sus dos hijos fueran a quedarse huérfanos. 'No te vas a morir, cálmate, entrégale a Dios Nuestro Señor tu sacrificio', le decía yo, pero mi hermanita, en vez de calmarse, entraba como en una especie de locura.
''La primera vez me asusté muchísimo y fui corriendo por el padre Gutiérrez. Después de mucho rato logró calmar a mi hermanita y hasta la confesó. Ya de vuelta para su parroquia el sacerdote me recomendó que cuando viera que Eduviges se ponía mal le leyera sus novenas. Le dije que no sabía leer. Me respondió que por lo menos repitiera junto a mi hermana las oraciones que sabía.
''Seguí el consejo del padrecito, nada más que como siempre tuve muy poca cabeza, pues a la hora que quise acordarme de los rezos que me había enseñado mi mamá, todos se me reborujaban en la cabeza. ƑSe imagina cuando me di cuenta que revolvía el Padrenuestro con el Credo? Lo bueno es que me encomendé mucho a Dios y le pedí que pusiera orden en mi memoria. Pienso que me oyó, porque en el momento en que presentí que Eduviges iba a morir como que reaccioné y dije de corrido, completita, La Magnífica. Fue lo último que mi hermana escuchó en este mundo''.
III
En los más de veinte años que Agustina lleva de trabajar con nosotros jamás la he oído lamentarse, ni siquiera cuando, al cabo de insistirle, logro que me diga cuáles son los motivos de la preocupación que se le ve en la cara: ''A mi sobrino Javier le quitaron el trabajo''. ''Mi ahijadito ya no quiere estudiar y ya hasta vendió la máquina que le regalé''. ''Quieren echarlos del terreno porque, según esto, cuando se los vendieron ya tenía dueño''.
Cuando he pretendido ofrecerle el auxilio que evidentemente necesita, Agustina baja la cabeza y la mueve con desolación; pero enseguida recobra el ánimo y la fe: ''Dios proveerá. Eso se tiene que arreglar''. Comprendo que es inútil insistir, pero de todas formas le recuerdo que estoy dispuesta a ayudarle como lo ha hecho ella tantas veces conmigo y con mi familia.
Junto a la fortaleza para enfrentar los problemas, Agustina tiene otra virtud: nunca habla mal de nadie. Lo atribuyo por una parte a su religiosidad y por la otra a que posee dones de una extraordinaria sabiduría para entender la condición humana.
IV
Honrada, bondadosa, ecuánime, desinteresada, ahorrativa: así es Agustina. Son cualidades que la acercan a un estado angelical, y creo que realmente lo alcanzaría a no ser porque en su carácter hay una fisura.
La descubrí accidentalmente, a raíz de que se nos ocurrió cambiar el orden de los muebles. Al mover el trinchador descubrimos una grieta profunda. ''Creo que necesitamos que venga un albañil'', dije. Le pedí orientación a mi amiga Mercedes, porque se pasa todo el tiempo remodelando su casa: ''Te mando a don Salustio. Vive por Tulyehualco. Cultiva el amaranto, pero como no saca lo suficiente para mantener a su familia se ayuda haciendo trabajitos de albañilería. El hombre te va a encantar: es silencioso, honrado y limpísimo''.
Agustina es muy celosa de su espacio, y aunque jamás lo haya dicho, sé cuánto le molesta que personas extrañas anden por la casa o entren en su cocina. Por eso, el día anterior a que don Salustio se presentara a resanar la grieta, se lo dije a Agustina. Preguntó: ''ƑY cuánto tiempo se quedará aquí?'' ''Será poco, porque la grieta no es muy grande''.
Al día siguiente don Salustio llegó muy temprano y estuvo trabajando sin parar hasta las siete de la noche, hora en que se despidió. Entonces, le pregunté a Agustina si le había dado de comer al albañil. ''ƑY qué iba a darle?'' La pregunta me impacientó: ''Pues lo que comimos nosotros. Había bastante''.
Agustina abrió los ojos inmensos y luego, con un tono que nunca antes había empleado, me dijo: ''ƑCómo cree que iba a darle comida del día a una persona que no es de nosotros?" No supe qué decir y Agustina, recobrada el aura angelical, aclaró: ''Mañana, téngalo por seguro, le daré todo lo que sobre de hoy'' .