Masiosare, domingo 21 de febrero de 1999


C hiapas
y el quehacer intelectual


Adriana Díaz Enciso


``No deja de ser alarmante que algunos intelectuales opuestos a la lucha zapatista minimicen o de plano ignoren los elementos que han agravado el conflicto y obstaculizado su solución. La omisión de matices en ciertas afirmaciones empobrece la lectura de la realidad''



Un camino para entender la diferencia es detenernos y ver cuanto nos es familiar como si lo viéramos por primera vez. El cuestionamiento de lo diferente tiene que partir de la mirada crítica a cuanto nos resulta natural. Si no somos capaces de poner en duda la inevitabilidad de nuestra realidad física y cultural, del cúmulo de ideas y aprendizajes que conforman nuestras nociones de lo moral, de lo social o de lo estético, no podremos comprender el prodigio de la vastedad de nuestro mundo y la diversidad de la experiencia de lo humano.

Para los mexicanos, el primero de enero de 1994 fue un obligado reconocimiento de que la diferencia existe. Resultó que los indios no están integrados naturalmente a un mundo en el cual les toca (qué pena) ser pobres y explotados, sino que conforman una parte importante de la nación que vive de manera distinta a aquella que, tras largos años de mestizaje, cabalga como puede hacia el horizonte de lo que entiende como progreso.

La diferencia estriba en las formas prácticas de vida, en rituales y organización social. También, por desgracia, en la miseria y el abuso que los indios han padecido a lo largo de nuestra historia, mayores de los que nos tocan al resto de los mexicanos, que ya es decir.

En estos cinco años la confrontación intelectual alrededor del conflicto chiapaneco se ha dado en buena medida con base en la descalificación a priori. Fue alentador leer en el primer número de Letras Libres una representación plural de las posiciones al respecto. Tras la lectura de los artículos ahí incluidos nace la presente reflexión.

La mayoría de los autores coinciden en un punto: la miseria en Chiapas es producto de años de negligencia gubernamental, caciquismo, explotación, y de la indiferencia nacional con respecto a los ciudadanos más desfavorecidos. Es difícil encontrar un crítico que no señale que las condiciones de vida de la población indígena en nuestro país son inaceptables y que no son así per se, sino que tienen responsables. Así, nadie puede simular asombro si parte de esta población se levantó en armas. Por supuesto, es necesario señalar los abusos y yerros de tal levantamiento.

La ceguera de buena parte de la izquierda mexicana, su cerrazón ideológica y la mitificación de sus protagonistas tienen también un costo social. Sin embargo, no deja de ser alarmante el que algunos intelectuales opuestos a la lucha zapatista minimicen o de plano ignoren los elementos que han agravado el conflicto y obstaculizado su solución; a saber, la actuación irresponsable y cínica del gobierno y la guerra solapada que lleva a cabo el Ejército Mexicano en la región.

* * *

La omisión de matices en ciertas afirmaciones empobrece la lectura de la realidad. En su apasionante retrato de Samuel Ruiz, Enrique Krauze dice: ``Si el gobierno no hubiese decretado el cese al fuego a los 11 días de estallado el conflicto, la inmolación que temía Ruiz en 1994 hubiera sido enorme.'' Cierto: el cese al fuego fue una decisión acertada, pero ésta no se debió únicamente a las buenas intenciones oficiales. La presión de amplios sectores de la opinión pública mexicana e internacional fue un elemento fundamental en el cese de las hostilidades. El gobierno mexicano no ha tomado grandes -ni mucho menos claras- decisiones respecto al conflicto; sus pasos han sido vacilantes y de una desquiciante ambigüedad.

Juan Pedro Viqueira, en su artículo Los peligros del Chiapas imaginario, incurre en algunas imprecisiones: tras una exposición de las condiciones de vida en la entidad y sus causas históricas, afirma: ``Este es el contexto en el que -siguiendo los acuerdos de San Andrés- se quieren ahora introducir como método de elección de las autoridades municipales los `usos y costumbres'''. Pero los de San Andrés no son acuerdos que ``se quieran introducir ahora'', sino el resultado de arduas negociaciones en las que estaba sustentada la esperanza de paz en Chiapas y a las que se sumaron los esfuerzos e ideas de las partes involucradas y de múltiples asesores. Sorprende que, al mencionar dichos acuerdos, no se mencionen las consecuencias de la negativa del Ejecutivo a cumplir con lo firmado.

El mismo olvido de la responsabilidad gubernamental se advierte en El prosista armado, reseña que hace Christopher Domínguez Michael de los Documentos y comunicados del EZLN. Afirma que el subcomandante Marcos ``tiene en sus manos el destino, la vida y la muerte de cientos de personas'', cayendo en la sobrevaloración del personaje que tanto critica: la vida y la muerte de cientos de personas en Chiapas no dependen solamente de los movimientos zapatistas; están en buena medida en manos del gobierno y la policía estatales, del Ejecutivo, la Secretaría de Gobernación y del Ejército Mexicano.

Igualmente, al descalificar a los italianos expulsados el año pasado tras el desmantelamiento del municipio autónomo de Taniperlas, olvida cuestionar los motivos (y la legalidad) de la expulsión de extranjeros, la campaña xenófoba emprendida por el gobierno y algunos medios, y el afán del gobierno de ocultar de la mirada extranjera lo que sucede en Chiapas. Agrega Domínguez Michael: ``Semejante bravuconada, en su cercana Argelia, les hubiera costado la vida.'' El mismo alude a la lógica de la guerra y la ausencia de garantías.

Supongo que admite que, en efecto, hay una guerra en Chiapas. Eso lo saben también los observadores. Lo que han buscado cientos de civiles -nacionales y extranjeros- es documentar ese conflicto, romper los cercos militar y paramilitar y denunciar las violaciones a los derechos humanos. Ciertamente debemos agradecer que no estamos en la Bosnia de la guerra o en Argelia, por citar dos ejemplos de que cualquier infierno humano puede ser superado por uno mayor, pero hay tras esa minimización del conflicto chiapaneco una injusta advertencia: ``Que los indios se callen, que peor les puede ir.''

El ejemplo más grave de una actitud parcial lo encuentro en los análisis de la masacre de Acteal. Krauze afirma: ``Los usos y costumbres comunitarios son ajenos al concepto y la práctica de la tolerancia (...) La atroz matanza de Acteal fue el caso extremo de esta tendencia.'' Viqueira endosa el crimen a los zapatistas: otra cosa habría sido si no se hubieran opuesto a las elecciones de 1995 (es decir, la culpa no la tiene el asesino, sino las decisiones por las que, en una realidad hipotética, no fue posible quitarle las armas).

Domínguez va más lejos: son responsables de la masacre todos los civiles que apoyan a los zapatistas: ``quisiera creer que la fiesta de la sociedad civil terminó en Acteal'', afirma, para continuar: ``Indios asesinados por indios, con la complicidad de las bandas paramilitares financiadas por el PRI local ante la abulia de un gobierno federal que dejó pudrirse el conflicto.'' ¿No se trata más bien de indios asesinados por indios miembros de bandas paramilitares financiadas por el PRI local, apoyadas y encubiertas por la policía estatal y el Ejército Mexicano? Acteal está situado a la orilla de una carretera perfectamente transitable, a unas cuantas horas de San Cristóbal de las Casas e infatigablemente transitada por la policía estatal y los militares.

El encubrimiento del crimen por parte del gobierno estatal y el Ejército, y la posterior impunidad, están suficientemente documentados. No puedo sino estremecerme ante una proclamada búsqueda de la honestidad intelectual que soslaya semejante realidad y carga sobre los hombros del EZLN el asesinato de 45 personas cuyos verdugos fueron otros, perfectamente identificados. Mientras se hacen estas afirmaciones con tinta sobre papel, las amenazas paramilitares continúan. Los desplazados no pueden regresar a sus hogares y la guerra psicológica es brutal. Atribuirle al EZLN los muertos de Acteal resulta, en el mejor de los casos, irresponsable y frívolo.

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El racismo se refleja en los textos que me ocupan de varias maneras. Cuando Krauze afirma que la solución al conflicto está ``en la lenta construcción de una cultura democrática'', me atrevo a decir que no tenemos derecho de exigir a la población indígena de este país la paciencia para la ``lenta construcción'' de nada. Son vidas humanas las que se extinguen en esa lentitud. Los zapatistas han acelerado ese tiempo, luchando contra el olvido y la indiferencia para que la construcción de la democracia no sea tan lenta, que en este caso es sinónimo de criminal.

En este sentido, lo que más rebato al artículo de Viqueira es su convicción de que el modelo de vida de criollos y mestizos asimilados a los valores de la cultura que, simplificando, llamamos ``occidental'', no es sólo el mejor, sino el único. Pone como ejemplo de prosperidad circunstancias muy distintas a las que se viven en las comunidades en cuestión y afirma que ``es más redituable para un campesino irse a trabajar de obrero o mesero a esas ciudades que invadir tierras para después de meses o años de luchas recibir una pequeña parcela que de cualquier manera será insuficiente para garantizar su sustento diario.'' Dejando aparte el fatalismo de semejante afirmación, surge una pregunta: ¿y si estos hombres no quieren trabajar de obreros o meseros en las ciudades? ¿Serán entonces necios o suicidas?

Viqueira parece creer de antemano inútil cualquier discusión sobre cuáles son los usos y costumbres ``auténticos''. Apunta además al sexismo implícito en esta noción, y a cómo las mujeres son ignoradas en las comunidades indígenas. Pasa por alto la constante reivindicación de la mujer por parte del EZLN y sus bases sociales, y cómo las mujeres han sido agentes activos de su comunidad al rechazar las incursiones militares. También habla de ``la gigantesca reserva de indígenas desempleados y alcoholizados''. No hace referencia a la prohibición del alcohol en las comunidades de base zapatista (aunque quizá, de hacerlo, hablaría de ``intolerancia'').

En suma: los indios son violentos, intolerantes, alcohólicos. ¿Y nosotros? ¿No ha llegado el momento de preguntarnos seriamente qué es el resto de la sociedad mexicana? El mismo autor reconoce la ``respuesta creativa indígena'' a sus circunstancias históricas, que ha asegurado la supervivencia de sus comunidades, y no quisiera pensar que para él la desaparición de las mismas sería un signo inequívoco de progreso. Hay además en su discurso una inmortalización del verdugo que deja a las víctimas sumidas en la impotencia. La inevitable existencia de aquél, sumada a la corrupción en nuestro país, es en su visión justamente eso: inevitable, natural.

Las autonomías indígenas no son un ``injerto artificial'' en el territorio nacional. Muchas comunidades viven de acuerdo a este concepto, y lo que se pide ahora es su reconocimiento; no la reivindicación de una comunidad prehispánica imaginaria, sino la comprensión de la cultura de estas comunidades y de su derecho a vivir según sus propias formas sociales.

Viqueira descalifica de un manotazo a todos los intelectuales que apoyan la causa zapatista, sin detenerse en muchos serios esfuerzos por desentrañar y comprender el conflicto. Sigue hablando del EZLN como una organización cuya lógica inamovible es el derramamiento de sangre. Creo que negar que los zapatistas han rectificado su discurso y sus acciones a raíz de su contacto con el resto de la sociedad y que es una guerrilla extraordinaria justamente porque, tras el cese al fuego, ha evitado innumerables veces los enfrentamientos, es una grave omisión.

Parte del caos en que vive nuestra nación es inevitable consecuencia de un despertar democrático que ha venido a derrumbar las anquilosadas estructuras de tantos años de corrupción. Pero decir que ``el resto del país avanza'' hacia esas formas democráticas mientras que las comunidades zapatistas insisten en quedarse atrás es olvidar que el levantamiento del EZLN es una de las semillas de ese despertar a la democracia, del desenmascaramiento de una clase política corrupta, criminal y en todo contraria a la ley que dice defender.

No sólo las elecciones han renovado la vida política nacional. El surgimiento del EZLN es parte fundamental de dicha renovación y negarlo sería grande ceguera. Si en verdad a Marcos sólo le interesa agudizar las contradicciones para justificar su lucha contra el neoliberalismo, ¿cómo se explican los acercamientos de los zapatistas a otros sectores sociales, origen de una lectura cada vez más lúcida de nuestra realidad?

Menos sustento aún encuentro en las afirmaciones de Domínguez Michael: ¿De verdad Marcos dice ``la sociedad civil soy yo''? ¿No es el discurso zapatista, por el contrario, la invitación a toda la sociedad a inventar sus propias formas de lucha? La apuesta zapatista es por el diálogo incluyente, la abierta discusión de los problemas y sus posibles soluciones. El respeto con que la guerrilla ha escuchado las dudas e incluso exigencias -como la solución política al conflicto en lugar del uso de las armas- de la llamada sociedad civil desmiente las afirmaciones de Domínguez Michael. ¿Y de verdad cree éste que los interlocutores concretos del EZLN se encuentran exclusivamente entre Tlalpan y la Condesa, en el DF? ¿Y que lo de Chiapas es una ``escaramuza regional''? ¿Que una escaramuza regional altera de tal forma la vida de una nación, atrae tanta atención del resto del mundo y significa tal dolor de cabeza para nuestros gobernantes y Ejército? ¿De verdad cree que buena parte de la sociedad que salió a pedir el cese al fuego en enero del 94 deseaba en lo más profundo que los zapatistas llegaran al DF y hubiera mucho derramamiento de sangre? ¿No es esa una suposición gratuita y rencorosa, lo mismo que critica de la izquierda? ¿De verdad los encuentros del EZLN con el resto de la sociedad son sólo una ``escenografía'', y no la semilla de un inusitado ejercicio de reconocimiento entre los distintos rostros que conforman nuestra nación?

Antes de echar una mirada condescendiente a las formas indígenas de concebir el mundo y la vida social, habríamos de ver qué tanto funcionan las formas de convivencia en el resto del país, y si la cuestión no reside más bien en el respeto a cada una de estas formas, con sus conflictos y contradicciones. No es inútil la crítica a los grandes proyectos con que se construyó nuestra modernidad y que, está visto en este fin de milenio, fracasaron.

No se trata de idealizar la vida comunitaria como la pureza inherente al buen salvaje, y no creo que la defensa de la causa zapatista sea, en su mayoría, tan elemental. Pero tampoco tenemos muchos motivos para idealizar nuestras estructuras sociales. El problema es más complejo y no se resuelve negando la supervivencia de lo que consideramos ``atrasado''.

Considerar la posibilidad de convivencia de diversas formas de entender la construcción social es un primer paso hacia la tolerancia. La clase intelectual mexicana no puede fingir demencia ante el fracaso de nuestro propio desarrollo. ¿En qué podría estar fundamentado nuestro orgullo, si estamos empantanados en una crisis política, social, económica y moral de tan graves magnitudes? La crítica al EZLN de algunos autores encierra un clamor por el silencio negador. Pero nuestro mundo se sigue desmoronando de todas formas, con silencio o sin él, con o sin EZLN.

El EZLN tiene que ser cuestionado. Entre quienes lo apoyan queda mucho de una izquierda fanática que aún cree que hablar con la verdad es ``darle armas al enemigo'', y entonces hay que callar. Por supuesto no suscribo tal actitud. La verdad es necesaria no importa de qué lado se esté. Resulta falso, sin embargo, afirmar que todo el apoyo al EZLN adolece de tan cortas miras y deshonestidad intelectual. De esa radicalidad no nacen los mayores triunfos del intercambio de ideas entre los zapatistas y la sociedad. Una sociedad verdaderamente vital y creativa ha opacado a esas voces necias, y no son éstas quienes más han logrado en la defensa y comprensión de los zapatistas.

Que el EZLN sea un ejército inusual que ha apostado más a las armas de la razón que a ninguna otra no anula el hecho de que sea una guerrilla, cosa que parecen olvidar simpatizantes y detractores. Esa realidad se ha encubierto con ignorancia o hipocresía. En efecto, no hay pureza en el lenguaje de las armas. No hay pureza en la formación del EZLN. La historia de los hombres no se borra por arte de magia con seguir a pie juntillas los postulados de una hipócrita political correctness.

Tras reconocer las inadmisibles condiciones de vida que padecen los indígenas en nuestro país, ¿nos sorprende el surgimiento de la guerra? Podemos estar en contra del uso de las armas, creer que las cosas podrían arreglarse de otra forma, defender el respeto irrestricto a la vida humana, condenar al EZLN por haber elegido las armas para hacerse oír. Lo que no podemos es fingir que semejantes condiciones de injusticia y miseria no llevan a los hombres a la guerra, siempre, ni que esa injusticia y miseria no tienen responsables.

Atroz es la guerra y atroz es el lenguaje de las armas. La insurrección del EZLN ha costado vidas; no es inocente. Toda crítica a la guerrilla y toda búsqueda de la verdad son pertinentes, pero es cosa de políticos, y no de intelectuales, el fundamentar dicha crítica en el ocultamiento de la atrocidad de nuestro propio gobierno y Ejército al combatir a los rebeldes y de las tácticas de guerra que se implementan en la entidad mientras en el discurso se habla de diálogo, el no mencionar las trampas con que se ha obstaculizado dicho diálogo, ni que nada indica que el gobierno tenga la intención de cambiar las condiciones que dieron origen al conflicto.

Si vamos a hablar de criminales, hablemos entonces de los verdaderos responsables de la masacre de Acteal, de una clase política cuyos crímenes al parecer jamás serán esclarecidos, de un gobierno que sume en la miseria a su población y le impone la carga del Fobaproa y de un atroz sistema fiscal. No se puede solapar la incapacidad gubernamental no sólo de lograr la paz en Chiapas, sino de ofrecer a todo el país mejores condiciones de vida.

Tampoco puede un intelectual preocupado por el tema ignorar que el EZLN ha atraído la simpatía de miles de personas que no quieren la guerra ni están por el camino de las armas. Y entonces tendrá que reconocer que los zapatistas han hecho importantes rectificaciones al discurso inicial de su insurrección. Su resistencia ante el acoso militar y paramilitar es inédita en la historia de cualquier guerrilla. El encuentro entre el EZLN y el resto de la sociedad ha sido fundamental en esas rectificaciones; los avances y los logros de una conciencia nueva de la realidad nacional han sido, en efecto, mayores a los que podrían lograr las armas de haber seguido los combates. Los zapatistas hablan de la lucha por llegar a un momento en que las armas ya no sean necesarias.

Es un discurso sustentado por los hechos. Habría que recordar que no son ellos quienes llevaron a la ruptura del diálogo, sino la negativa del gobierno a cumplir sus compromisos, su carnavalesca participación en dicho diálogo y su apuesta por el olvido con la iniciativa del Ejecutivo en materia de derecho y cultura indígenas, como si San Andrés jamás hubiera existido. Decir que los zapatistas están enamorados de la sangre es una afirmación equivocada. Provocaciones para romper el cese al fuego ha habido muchas; ante ellas los zapatistas se han replegado, apelando en su defensa a la solidificación de los lazos con la sociedad. Negar que hay razón en su discurso y heroicidad en su resistencia es injusto. No podemos refugiarnos en la ceguera voluntaria para rehuir la obligación de atender a una visión del orden social diferente a la nuestra, y de aceptar que ésta es una parte real del ancho mundo que no podremos borrar con ignorarla.