n José Agustín Ortiz Pinchetti n

DF: sociedad vigorosa en estructura contrahecha

Entre todas las entidades federativas es el Distrito Federal la que tiene un sistema más contradictorio e imperfecto de gobierno. Mientras que los estados son plenamente soberanos, de acuerdo con el modelo federalista, el régimen de la gran capital mexicana no es ni el de un territorio ni el de un estado ni el de una ciudad capital. El marco legal en que se mueven la vida y el gobierno de la metrópoli se caracteriza por sus limitaciones y contradicciones. Nuestra ciudad y su gente no merecemos un trato desigual.

ƑQuién puede dudar de la grandeza de esta ciudad? Desde la época antigua se le cantaba. El poeta náhuatl tenía una razón profética: la gloria de esta ciudad ha crecido durante 500 años; hoy le da su nombre al inmenso país de 200 regiones, de dos millones de kilómetros cuadrados y cien millones de habitantes, del que es su centro vital. Aquí se concentra 20 por ciento de la población, 25 por ciento del producto interno bruto total. Es aquí donde se gobierna, decide, administra, se dirige la economía, y aquí florece la cultura nacional. El exceso de esas virtudes conduce al más odioso centralismo.

Pero no es menoscabando la autonomía de la capital y negándole los derechos que se conceden a las otras entidades federativas, como podremos compensar ese mal. Se requiere de reformas democrática y financiera integrales que establezcan los balances en la organización territorial de la República. No sólo es la importancia y la complejidad de la capital lo que da mérito a reglas claras para que pueda gobernarse bien y ayudar así a gobernar al país. Los méritos políticos de la capital son enormes y no han sido correspondidos por las iniciativas de los reformadores. No ahondaremos en todo lo que ha significado la capital para el país durante centenares de años; concentrémonos sólo en el fenómeno reciente de la transición democrática.

Es cierto: el fenómeno de demanda democrática en el plano electoral se origina a mediados de la década pasada en el norte del país. Hay que reconocer el mérito a las luchas locales de panistas en Sonora, Nuevo León y en Chihuahua, contra la imposición y el fraude. Signos de que el país y la sociedad política cambiaba.

Pero el hecho que desencadena el fenómeno del tránsito de un régimen autoritario hacia otro distinto participativo y democrático, es la respuesta popular a los desastres causados por el sismo de 1985. Antes y después de este fenómeno, existen dos épocas distintas de las relaciones entre el poder y la población. Los capitalinos no sólo rebasaron al gobierno frente a la catástrofe, sino que lo sustituyeron. La capacidad de autogestión demostró que había ya una madurez cívica que no corresponde al sistema semitribal en el que éramos gobernados en aquella época.

Octavio Paz, en el célebre ensayo Escombros y semillas, logra percibirlo con una gran penetración: ''La reacción del pueblo de México, sin distinción de clases ųescribióų, mostró que en las profundidades de la sociedad había vivos todos los gérmenes democráticos. Estas semillas de solidaridad, fraternidad y asociación no son ideológicas, quiero decir, no nacieron con una filosofía moderna... son una extraña muestra de impulsos libertarios, religiosidad católica tradicional, vínculos prehispánicos y, en fin, esos lazos espontáneos que el hombre inventó al comenzar la historia.

La capital vuelve a desempeñar un papel protagónico en las elecciones de 1988 y en las de 1997, donde la población abrió, votando, el juego de la competencia por el poder. En estos largos y amargos años de decadencia económica, la población del Distrito Federal ha demostrado una disciplina ejemplar. A pesar de la pérdida de más de la mitad de su capacidad de compra, ha expresado su legítimo descontento ejerciendo los derechos que le consagra la Constitución: expresión, manifestación, asociación política y el sufragio. Se ha opuesto a los abusos y a la opresión económica con las armas de la civilización y no de la barbarie. Ni ha habido hasta hoy ningún brote importante en violencia, ningún motín en una algarada.

A pesar de todos estos signos de avance y modernización, el pueblo no ha sido recompensado todavía a plenitud por el sistema político. La reforma de 1986 fue mutilada en sus alcances por el temor a que el sistema autoritario perdiera los controles sobre la capital. La reforma de 1993, mucho más avanzada, también fue afectada por la voluntad autocrática. En 1996, se produce un consenso entre todos los partidos políticos para avanzar un tramo más. Pero nuevamente los enemigos de la evolución democrática lograron imponer tales contrahechuras, que el sistema que estamos viviendo hoy pone en riesgo el bien común y la gobernabilidad. La lucha por el poder y los cambios que se anuncian para el año 2000 no encontrarán en el DF el cauce legal adecuado. El sistema político, tal como está organizado actualmente, hará muy tensas y riesgosas las relaciones entre los poderes federal y locales.