La Jornada Semanal, 21 de febrero de 1999
Los cigarros son un consuelo y un deleite. Sin el que sostengo entre mis dedos en este momento, no podría finalizar esta frase y el merecido trago con el que celebre al terminar esta reseña, sería sólo medio trago si no me brindara también la oportunidad de encender otro. ¿Será mi manera de fumar, acaso, ``una forma de meditación, una suerte de mandala tejida entre las puntas de mis dedos, una disciplina respiratoria, así como un sacramento consumado?'' No sé si me atrevería a ir tan lejos. Richard Klein, sí -y aún más. Los cigarrillos, dice, son malos ``por eso son buenos -no buenos ni bellos, sino sublimes''. Sublimes en el sentido kantiano (vía Jacques Derrida): un placer negativo, doloroso; un placer que queda garantizado, no limitado, por el dolor. Matando el tiempo y a nosotros mismos, fumar es como recibir un anticipo de eternidad, de lo infinito y de nuestra propia mortalidad. Es debido al impacto que esto nos produce, y no a pesar de él, que damos una, y otra, y otra fumada. Y esto, dice Klein, es lo que torna las críticas de los obsesionados con la salud irrelevantes hasta la fatuidad: las advertencias sobre los daños que el tabaco puede ocasionar son razonables, y hasta apremiantes, pero el fumador escucha otra melodía. Ha elegido su veneno (¿o éste lo ha elegido a él?). Quizá haya incluso elegido su muerte. Pero la muerte aún no toca a su puerta y, mientras tanto, ¿dónde quedó mi encendedor?
Para Klein, lo sublime kantiano eleva a los cigarrillos a una esfera tan alejada de la mera adicción o el hábito, que la fisiología, y en ocasiones incluso un discurso elocuente, no logran discernir. Su libro no es sobre ``el fumar''. Dice poco sobre los efectos de la nicotina en el torrente sanguíneo, y menos aún sobre los pulmones que la ayudan en su recorrido. Encontramos pocas referencias al masoquismo o a la psicología del adicto, a aquella compleja necesidad compulsiva que reduce a las otras urgencias y placeres -comer, e incluso hacer el amor- a verdaderas calamidades, a interrupciones o preludios para entrar en materia. Klein parte de la premisa -una premisa solidaria, que dignifica a todos los fumadores- de que fumamos porque tenemos que, pero ante todo, porque queremos y no por que seamos las víctimas indefensas de una dependencia repugnante. Emprendió este libro como terapia para dejar de fumar, y con este fin elogia los cigarrillos y los entierra a la vez: enaltece ``sus beneficios sociales y culturales, su contribución al trabajo y a la libertad, el consuelo que ofrecen, la eficiencia que fomentan y la oscura belleza que aportan a la vida del fumador''. Cigarettes are Sublime, es un trabajo de amor y de duelo.
Klein hace una vigorosa defensa de las libertades del fumador frente a la legislación ``puritana'' que impone juicios morales y obligaciones ``bajo el disfraz de la salud pública'' e impugna el concepto de ``salud'' manejado por la industria norteamericana de salubridad. También juzga duramente la hipocrecía y confusión de la política gubernamental que apoya las campañas antifumadoras mientras subsidia el tabaco, disfruta de las ganancias obtenidas y alienta la exportación de cigarrillos. Klein no busca la desaparición del cigarro, y por ende, de la cultura del tabaco. Sin embargo reconoce que el vicio y su represión son cíclicas y que, mientras el movimiento antitabaco vaya en ascenso, sólo haría falta una crisis social masiva o quizá, una guerra mundial -un precio módico a pagar, pensarán algunos-, para que el tabaco reaparezca con más fuerza que nunca.
Pero Klein es profesor de francés, no historiador social, de manera que sus héroes y heroínas son los grandes fumadores de la filosofía, la literatura y el cine: desde Sartre, para quien fumar era la ``cristalización'' y apropiación simbólica del mundo (de un mundo, cuya ``cualidad concreta'' es, de acuerdo a una frase selecta ``Ser-susceptible-de-ser- descubierto-por-mí-mientras-fumo), pasando por Laforgue, Mallarmé, Pierre Louys, hasta Humphrey Bogart fumando el ``cigarrillo Humphrey Bogart'' -aquel cigarro fanfarrón y falocrático, símbolo de valentía y garantía de autoridad imperturbable, pero también, como en Casablanca, la máscara detrás de la cual detectamos incertidumbre, desconfianza en uno mismo y hasta impotencia.
El dandy fumador aparece en el siglo XIX francés, según Théodore de Banville, para quien los cigarros -y de manera decisiva, los hechos a mano- son una obra de arte y una forma de vida, resuelta, inútil, frívola y absorbente, y fumar le ``inspira una pasión absoluta, exclusiva, salvaje, como el juego o la lectura...''. De esta manera, desligado de ``la economía de uso'', el fumar se convierte en un aristocrático y estético fin en sí mismo, en un ``pasatiempo homicida'', más puro e inclusive superior al arte por el arte del poeta parnasiano. Sería bueno averiguar (Klein no lo dice) qué contenían los cigarros que Banville fumaba. Pero lo esencial ha quedado establecido: con la producción masiva de cigarrillos, que comenzó en 1895 y dio lugar a la democratización del fumar, algo se perdió: el ``verdadero fumador''.
El mejor Klein es el de las numerosas paradojas de La conciencia de Zeno, la historia de una vida dedicada al último cigarrillo, una ``historia de propósitos no cumplidos'', cuyo protagonista sólo logra abandonar el vicio cuando entiende que fumar (y proponerse dejar de hacerlo) es, si no la forma de vida de un dandy fumador, una forma de vivir (y morir) cualquiera; que la cura y la salud no existen y que él está tan sano como jamás podrá estarlo: ``Desde luego que tengo ciertos padecimientos, pero éstos no afectan mi estado de salud general... por el resto, es cuestión de mantenerse en movimiento y ocupado, sin caer en las tentaciones de la inmovilidad. Dolores y amores, en una palabra la vida entera, no pueden ser considerados enfermedades porque duelen.''
Zeno -una parábola antipsicoanalítica del psicoanálisis-, ha sido un libro importante para Klein con relación al cigarro y a su concepto de ``salud'', opuesto al de los aguafiestas contrarios al tabaco. ``Si fumar es una forma de vivir (y las hay peores), habrá días buenos y días malos'', dice Zeno. ``Si uno renuncia a ellos, eso no cambiará.''
Klein arriba a este sencillo credo después de recorrer un sinuoso camino (una táctica cada vez más familiar en Cigarettes are Sublime), pero es aún más inverosímil y menos sutil en The Devil in Carmen (El demonio en Carmen). Carmen, ``el primer personaje literario femenino en encender un cigarrillo'', cuya salvaje sexualidad y sangre gitana personifican, según Nietzsche ``el espíritu trágico que constituye la esencia del amor'' y cuya historia encarna también, según Klein, ``la crueldad de la disciplina, de la lealtad marcial y la generosidad del amor infinito''. Carmen, bruja, y Diana, forajida y puta, un avatar del demonio, ``la mujer más intensamente seductora del mundo'' -cuyo ``descaro'' al fumar revela todo esto. Las lorettes de Baudelaire languidecen a su lado; Mérimée se inspiró en la libertad salvaje y la fatalidad asociada a la morenía gitana; Nietszche percibió en Bizet una ``sensibilidad sureña, cobriza y ardiente'' que podría contemplar una felicidad ``fugaz, repentina y despiadada''. Hasta aquí el discurso de Klein resulta interesante. Pero cuando comienza a ``tirar rollo'' -``un lugar brillantemente bruñido de crueldad secreta, más allá del bien y del mal''- uno se da cuenta que ha dejado de analizar los mitos culturales y sus significados, para dar salida a una sobreacumulacion de vapor.
Violencia, irracionalidad, peligro y muerte son los elementos que Carmen respira y que la hacen vivir (mientras fuma) y también son las realidades que el soldado tiene que negociar forzosamente durante la guerra. Klein recobra la mesura al desentrañar la importancia de los cigarros para los militares, en la vida real y en la ficción, desde Remarque y Hemingway hasta Mailer (aunque su descripción del poder psicológico del cigarro para transformar la ansiedad generalizada en un miedo encauzado y manejable no me convence). Narcosis, consuelo, camaradería, liberación, privacía, oración: el cigarro puede ser todo esto y más para un soldado en peligro de muerte (o víctima de un aburrimiento terminal, del sufrimiento resultante de la separación de los seres amados o de la implacable hostilidad de su -hasta hace poco- mundo exclusivamente masculino. ¿Qué sería un soldado sin un cigarro? Alguien mucho más asustado y menos dispuesto a pelear y a morir. De allí el mensaje del general John Pershing a su ministro de guerra en 1918: ``Me pregunta qué necesitamos para ganar esta guerra. Se lo diré, tabaco, más tabaco.''
Hay mucho de especulativo en Cigarettes are Sublime y buena parte de la especulación es fascinante; como cuando Klein afirma que el movimiento antitabaco es una maniobra en la retaguardia para mantener sometidas a las mujeres y que el grado de libertad con que cada mujer fuma es un indicador confiable de qué tan libres se sienten (para procurarse placer, ser dominantes o -como Thérese Desqueyroux de Mauriac- eliminar a un esposo aburrido). El libro abunda en información sorprendente o encantadora (¿sabía usted que J. M. Barrie escribió un libro llamado My Lady Nicotine: A Study in Smoke? Pues James Joyce sí lo conocía). Hay un poco de historia superficial y algunos disparates sublimes. Klein intenta no hacer alarde de su erudición, pero cuando no lo consigue, resulta un tanto petulante. Nuestra atención decae cuando aborda los aspectos obligados, los ``discursos'' sobre el fumar, su ``sintaxis'', etcétera. Su libro no convencerá a nadie de dejar de, o empezar a fumar. Su mayor acierto es, además de la riqueza de reflexiones en torno a la historia de la cultura moderna, la elaboración de una suerte de poética y fenomenología del cigarro. Asumiendo que, como todas las drogas, el cigarrillo es una bendición contradictoria, la ``conclusión polémica'' de Klein impugna la postura ``sana'' o moralista, y ofrece ``otra visión, la de un dandy, quizá, para quien el vivir, en contraposición a la simple sobrevivencia, adquiere su valor a partir de los riesgos y sacrificios que tienden a acortar la vida y apresurar la muerte. Desde esta perspectiva, una vida se juzga por el tipo de suicidio cometido''. No sé con certeza si el fumar, a pesar de sus múltiples implicaciones, sea tan trascendente como esta frase lo hace sonar. Personalmente, a muy largo plazo, preferiría dejar de fumar; me gustaría sentirme mejor, oler mejor. Pero como dice Annie Leclerc (citada por Klein), hay ``montones y montones de pequeñas razones para justificar nuestros montones de colillas'' y, para terminar, otra forma de deseo, la apetencia de muerte, que bastará para seguir en lo mismo.
Tomado del TLS