La Jornada Semanal, 21 de febrero de 1999



Ana María Jaramillo

cuento

El mujerero

Autora de las novelas Las horas secretas y La curiosidad mató al gato; de Playas borrascosas (entrevistas) y del -inconseguible en México- Crímenes domésticos, libro de relatos al que pertenece ``El mujerero'', Ana María Jaramillo obtuvo el Premio Nacional de Cuento en Colombia en 1994. Su voz irreverente y ágil muestra el otro lado del machismo, ese Juan Charrasqueado que todo seductor trae dentro.

Margarito Estrella huele a tortilla y a queso camembert, a tequila y a vino blanco, a chile y a pimienta verde. Tiene los ojos azules de un triste pasmado, el pelo ensortijado con haces de luz plateada. No cree en nada ni en nadie; sin embargo es el más generoso amigo y anfitrión. Posee un gusto exquisito y cuanto toca lo transforma en deliciosos manjares o en obras de arte.

No se perdona los excesos aunque vive en ellos, ni resiste mujer alguna por más tiempo que el determinado por sus ganas de soledad.

Dice tener una verga chiquita pero rinconera y no cree en teoría psiquiátrica distinta a la vergoterapia. Es capaz de todo si le toca, pero le da una flojera....

Le encantan las mujeres. Un día, no sabe cómo ni por qué, descubrió que las adoraba y con empeño y paciencia se dedicó a analizarlas, a entender ese intrincado mundo de los nos que son sí, de los deseos autocomplacidos, de secretos rincones donde jamás hombre alguno ha osado penetrar.

Cuando conoce una mujer, Margarito Estrella se dedica a mimarla como si fuera una niña. Ellas van confiando en sus cuidados y poco a poco se convierten en juguetes eróticos. Las acomoda en posiciones increíbles, las acaricia como sólo él sabe hacerlo, les descubre sus mejores ángulos, indaga cada pedazo de su cuerpo y encuentra sus zonas de placer, les pregunta todo sobre sus vidas hasta conocer cada uno de sus secretos, de sus debilidades, de sus deseos, de sus fantasías.

Con amor y delicadeza, con decisión y energía las va convirtiendo en marionetas; las obliga a permanecer horas sobre su cuerpo y con toda su imaginación en marcha les va arrancando uno a uno los orgasmos hasta dejarlas exhaustas, luego las unge con bálsamo del tigre y las va durmiendo al arrullo de su ahogada voz. Es cuando aprovecha para contemplarlas a sus anchas y descubrir cada una de sus cicatrices, de sus gestos, de sus defectos. Nunca las ama ni las odia más que en estos momentos: con el maquillaje corrido, la posición fetal del sueño, la expresión de calma en su boca, sus ligeros y asquerosos ronquiditos, la saliva que se va cargando de un sabor amargo, el pelo revolcado y sudado, algunas uñas que han perdido un poco de esmalte, las orejas con las perforaciones sin aretes, un pequeño grano en el culo, los dedos de los pies disparejos y con callos, la planta del pie áspera y reseca.

Entonces piensa en lo afortunado que es: ¡Qué alivio! Mañana temprano se vestirá, se acercará lentamente, le dará un tierno beso y dejará una lacónica nota agradeciendo los favores recibidos.

Si ellas dejaran, él podría arreglarlo todo. Sabría cómo vestirlas, cómo peinarlas; les cortaría las uñas, les despintaría la boca; el abundante pelo, limpio y brillante, lo dejaría a los caprichos del aire. Les suprimiría el horrible olor a perfume y con un delicioso baño cargado de esencias de flores les dejaría limpio el cuerpo, para que exhale sus propios humores; con un lápiz muy negro acentuaría sus ojos, las vestiría de colores otoñales, desterraría el brasier para que las tetas se acomoden a su antojo y así poder calcular su peso. Les quitaría mil palabras de la boca, les indicaría cuándo y de qué hablar y cuándo callar, les enseñaríaÊlo inoportuno de una caricia y un beso cuando no se está listo para recibirlos.

Le gustaría poder matarles algo que no sabe qué es, pero por lo mucho que ha vivido y leído, él cree que algunos lo llaman ``identidad'' o tal vez ``libre albedrío'', pero también podría llamarse ``estupidez''. El sólo sabe que adora a las mujeres y las quiere ayudar.

Cuando ellas se alejan de Margarito Estrella, una rara sensación las invade. Se sienten desaprovechadas; no hay en el mundo un hombre que las conozca mejor; ni siquiera el espejo refleja esa maravillosa imagen que Margarito Estrella logra devolverles. Ellas quieren que él las desvista, las disfrace, las bañe, las jabone, las peine, las ame, les hable al oído, las ausculte, las critique, las desprecie. No desean que les mate nada y se defienden. Margarito Estrella se enfurece y les mata todo. Con un gesto borra el reflejo, con una palabra destruye el placer, y con el silencio entierra el putrefacto recuerdo que invade su alcoba.

Margarito Estrella se refugia en la contemplación de la Vía Láctea hasta que otro proyecto de mujer cruza por el cielo. Sonríe, se llena nuevamente de amor y reinicia su profesión de ``mujerero''.