La Jornada Semanal, 21 de febrero de 1999
A la memoria de Antonio Marimón
alguien que se dijo feliz,
qué importa mi perdida
generación,
ese vago espejo,
si tus libros la
justifican.
Jorge Luis Borges
Desde los tiempos pasados, el escenario es un espacio abierto vinculado al espectáculo, algo que desplazado del tiempo real concentra un tiempo otro, una ``irrealidad'' expuesta a la mirada de quienes se encuentran frente a ese sitio de desfasada realidad. Pero, para dar un ejemplo paradigmático, el Rey Lear de Shakespeare buscaba crear una ilusión de realidad en la que, no obstante, la teatralizada sonoridad de las voces exploraba ecos distintos, una fisura en aquella ilusión representacional. Por otra parte, si algo aproxima al escenario como ámbito en sí mismo con la tela del cuadro -fuera de la obvia territorialidad del arte- es el hecho de que en uno y otro sitio se concretará una determinada articulación de formas, gestos, luces, dicciones pictóricas o verbales, ficciones, en fin. Asimismo, ambos, el lugar de la consumación teatral o sinfónica y el cuadro componen, de distintas maneras, un espacio acotado cuya materialidad más palpable se define por tal acotamiento pero, simultáneamente, los múltiples signos que lo colman hacen de ellos -de la tela y la escena- campos expandidos. Porque se trata de signos visibles e invisibles, explícitos y tácitos, de marcas y honduras que oscilan entre imprecisos límites erosionando lo acotado de sus contornos.
Ubicado entre los artistas que dividen su práctica pictórica en grandes y prolongadas series, Vicente Rojo comenzó la denominada ``Escenarios'' en 1990. Antes trabajó los conjuntos agrupados bajo los nombres de ``Señales'', ``Negaciones'', ``Recuerdos'' y ``México bajo la lluvia''. Si los tres primeros, con sus abstractos y vigorosos títulos, recreaban la sospecha de un hermetismo en el que la abstracción y la geometría plana condensaban ocultas latencias, un sistema cifrado de inaprehensibles significados (palabra ésta última odiosa, si las hay, y más aún si se piensa en su antagonismo con la pintura no realista), ``México bajo la lluvia'', por el contrario, ya enmarcaba un sitio de pertenencia y un estado arquetípico de la naturaleza, pese a persistir en estructuras alejadas de esquemas imitativos. Pero para Rojo, lector constante, la escritura contiene algo más que un recurso puesto al pie de sus cuadros y, en ese sentido, ``México bajo la lluvia'' aglutinaba como incisivo sintagma, insisto, el reconocimiento explícito de un suelo que él asume como propio. Así, esta cuarta serie parecía prologar otra puesta en claro, más circular, o laberíntica, de los lugares de pertenencia, una síntesis entre el ``lado de allá'' y el ``lado de aquí'', la tierra en que se vive, pero más que la tierra, la memoria incrustada sobre los muros de su historia. Este acentuar los sitios de apropiación filial expelen sus muy arbitrarios códices, pirámides, volcanes y monumentos del barcelonés Paseo de San Juan; arbitrarios pero tenuemente verosímiles, como si persiguieran los indicios de un relato sumergido entre las brumas del pasado. Llamar escenarios a esta última serie no sólo habla de adherencias a fondo; es, también, el mejor homenaje a la duplicidad de adopciones: el escenario se revierte en el cuadro y el cuadro escande las formas, y los resquicios, las grietas y suturas de la identidad más profunda.
La actual exposición de Vicente Rojo en la galería López Quiroga lleva por nombre ``Escenarios secretos'' y pertenece a la subserie ``Códices y espejos enterrados''. Los hombres prehispánicos solían sepultar sus espejos a modo de ritual de fuerza y lo mismo hacían con sus códices para salvarlos de la depredación conquistadora. Por otra parte, con esta nueva introducción icónica, Rojo habla de ``espejos ciegos que irradian luz'', porque, como si parafraseara las antiguas ceremonias, sus espejos, sus códices y los cuadernos que formulan una reinterpretación moderna de aquellos códices y autocitan, de paso, a los ``recuerdos'', están cubiertos, tapados bajo una espesa capa de pintura.
¿Qué vemos cuando nos detenemos frente a un espejo? ¿Qué además de nuestro propio reflejo? ¿La inevitable extrañeza de un otro que reproduce nuestros rasgos sobre la consistencia helada del vidrio? ¿La fantasmal fisonomía de un doble, alguien que sólo existe por décimas de segundos y desaparece cuando abandonamos el marco del espejo y, con ello, la anticipada certeza de nuestra muerte? ¿O la prueba de una pérdida, de un rostro que pudo estar junto a nosotros delante de esa superficie y ya no está?
Los espejos y códices enterrados que ahora presenta Rojo, así como otros objetos -trozos de cartón, de madera, elementos circulares- componen la densidad y los relieves en cada cuadro; ellos y no el espesor de la pintura. Así, la superficie es un cuerpo que esconde a otros cuerpos y de tal ensamble nace y se escribe la corporeidad de lo pintado. Resulta importante esta diferencia entre el grosor de la materia pictórica y la consistencia corporal del cuadro: desde su fondo, sus modulaciones tonales, rugosidades, retículas aprisionantes o liberadoras, afloran los rastros de una memoria múltiple: de trazos, voces, gestos, destellos, oquedades. Y el resplandor de un ojo cuando en los espejos asoma un punto y la ceguera es esa oscilación, ese fulgor indeclinable que nos mira.