La Jornada Semanal, 21 de febrero de 1999
Quizá influido por las heladas planicies de Dinamarca, Soren Kierkegaard resumió su angst filosófico en esta pregunta terminal: ``¿Por qué el hombre?'' Aunque sólo vivió 42 años, dejó 25 libros para responder a su perplejidad.
Los filósofos -incluso los que no son daneses ni prolíficos- tienen cierto compromiso con las enormidades de su profesión. En cambio, los poetas pueden ocuparse de asuntos más restringidos que la cambiante y no siempre demostrable naturaleza humana y los cuentistas fabular a propósito de briznas o migajas. Buena parte de la mejor literatura del siglo ha derivado, precisamente, de rehuir las Grandes Preguntas para concentrarse en una mesa bajo el mediodía, donde el sol propone acuarelas en los vasos de vino y los terrones de azúcar bastan para comprobar la solidez de la civilización. Los temas de sobremesa rara vez son baladíes. En Lo infinitamente pequeño, Josep Pla descubre minucias que en forma sigilosa alteran el curso del destino. Por ejemplo, la extraña cadena que lleva de las bombas de flit a la desaparición de las golondrinas. Pla tenía cuatro años al comenzar el siglo, es decir que su infancia estuvo orbitada de moscas; en las tardes densas del verano, la siesta era vigilada por zumbantes insectos que rara vez caían en las trampas de papeles pegajosos. Javier Marías, que sabe todo sobre Laurence Sterne, sostiene que el reverendo autor de Tristram Shandy puso de moda en Inglaterra la costumbre de ahuyentar las moscas con las manos, en vez de aplastarlas con un sucio aplauso. De ser así, gracias a la templada etiqueta de Sterne y a sus imitadores en el continente, las moscas europeas vivieron dos siglos de esplendor, el XVIII y el XIX, en los que se consideró asqueroso ultimarlas manualmente y en los que no hubo buenos venenos ni matamoscas.
Los prestigios de la química y la esterilización alteraron la idea cultural de la mosca para convertirla en una molestia, un desperfecto del aire digno de exterminio. Sin embargo, nadie reparó en que esta matazón acabaría con el alimento natural de las golondrinas. Una mañana de sol y cielos vacíos, Europa supo que había replegado sus insectos más amigables a los tristes establos de los villorrios. Sólo ahí las golondrinas anunciaban el verano.
¿Es posible aplicar la interrogante radical de Kirkegaard a temas tan diarios como los que interesaron la pródiga imaginación de Pla? No hay duda de que los misterios de lo real son infinitos, ¿pero merecen la pizza de aceituna equidistante y el tenso hilo dental ser perturbados por disquisiciones que les busquen un sentido inobjetable? ¿No bastan la suave constancia del algodón o el pulposo fuego de la mostaza para aceptar los objetos como misterios que deben permanecer intactos? Nuestras alacenas y botiquines están repletos de enseres que no piden explicación. Sin embargo, en el copioso inventario del mundo, hay al menos un brote digno del desesperado cuestionamiento de Kirkegaard: ¿por qué el chayote?
Como tantos sinsabores que favorecen las mamás, el chayote debe ser sanísimo. No es éste el sitio para discutir sus méritos alimenticios. El temor y el temblor que produce su existencia se deben a otras causas. ¿No podía la naturaleza hacerse más participativa en el chayote? Perdón por el antropomorfismo, pero a esta verdura le falta personalidad. No es sabrosa ni repelente, no pica ni raspa, no es seca ni jugosa. ¡Ni siquiera es muy verde! Su carne traslúcida está ahí para provocar indiferencia. Sólo un paranoico de alta escuela puede ser alérgico al chayote. Masticarlo equivale a masticar aire mojado, una actividad de tristeza sin chiste, una molestia de baja intensidad que nunca adquiere el rango superior del drama o la depresión. Lo que es más: cuando te sirven chayote ni siquiera te avisan. ``¿Quieres tortitas de carne?'', pregunta la cocinera, y agrega los inmencionables cuadritos verdes que el comensal procurará cubrir de salsa. El chayote es el sobrante de una naturaleza cansada, el triunfo de la desidia sobre la pasión. Resultado inaudito que la misma factoría que produjo el punzante chamois y la acorazada alcachofa haya perdido el ingenio al grado de expulsar esa bombilla ninguneable.
En México, donde un picante sólo es sabroso si hace llorar, lo insípido se vuelve sospechoso. Tal vez por eso le decimos chayote al soborno. La cultura de la impunidad depende del dinero ilícito. Para combatir el vértigo que suscita el neutro chayote, lo dotamos de un sentido exagerado: es la auténtica moneda mexicana. Todas las puertas se abren ante su pálida presencia. Ojalá alguna deidad ultraterrena o una inteligencia intergaláctica nos explique alguna vez su función en el equilibrio del mundo. Por el momento, le atribuimos poderes dignos de su entorno. Esa planta mustia es exitosa en secreto, es decir, muy pero muy corrupta.