Hermann Bellinghausen
Al sur del polvo

Escupió el brebaje, demasiado amargo, con un explicable puaj. Sonidos así o parecidos se escuchan a montones por la turbia ciudad en permanentes grito y estertor, donde las máquinas rugen y las voces y quebraditas amontonan tambores de piel de sapo, no lejos del rincón de los toletes de la represión: radios encendidos que una patada echa a rodar, frascos y costillares rompiéndose por igual. Y menos lejos aún de donde la gente no se deja.

Tigre se pasó el brazo sobre la boca, brutal servilleta, y con la mirada feroz clavada en Topacio, dijo:

-Para qué carajos quieres que me trague yo eso. No es lo que te pedí. Qué crees que soy tu qué.

Topacio, inmutable, sonrió con esa carnosa boca de coral viva que a saber qué le heredó. Pocas gentes le tienen menos miedo a Tigre que Topacio. Agrégale el hecho de que una de las pocas personas que Tigre respeta, o casi, es Topacio, que dijo:

-Bebe, otra vez -y señaló la taza de vidrio en la mano de Tigre.

El se aproximó la taza a la boca, la miró interrogante y ella le dijo bebe, bebe. Y creerás que empezó a tragar, como niño un remedio, el amargo contenido de la taza de vidrio. Ni con su madre es así de dócil Tigre. Porque has de saber que, madre, todavía tiene, aunque la fama dice que muy poca.

Topacio algo tiene de refugio, de remanso y sombra. Cuántas veces vino a ocultarse aquí, de cuántos bretes sacó Topacio a Tigre en el pasado. Pero ya no más.

Como de costumbre, Tigre no venía solo. Allí afuera merodeaba su gente. Es fácil adivinar dónde anda Tigre. Su gente se adueña de los alrededores y desde que uno se aproxima sabe que por ahí hay gato encerrado.

Ese día los tigrillos parecían a punto ponerse bravos, como siempre que se aburren. Los demás puesteros sacaron la guardia, recelosos, e hicieron para acá los exhibidores. El de los dulces ya había corrido a alertar a los patrulleros en la esquina. Y estos tomaron nota no sin pánico, encendieron la torreta roja y azul, cruzaron los dedos para que no pasara nada, y le subieron al radio en la Charrita para convencerse, oyendo anuncios, que reinaba la tranquilidad.

El rostro de Tigre, contraído por el amargor, denotaba el esfuerzo que hizo para no escupir de nuevo el brebaje. Topacio lo miró poderosamente y le recitó sin el menor tono de ternura:

-Tu voz está seca, tu odio enmudece, tu risa sueña, tus ojos se equivocan, tus pies comprenden y te sacarán de aquí.

¿De qué hablaba Topacio? Tigre no le conocía ese tono frío, distante, preciso, escalpelo. Y en resumidas cuentas, ¿por qué se bebió la taza?

-Qué hay, sobrino -dijo Topacio dirigiéndose a alguien atrás de Tigre.

Sobrino se detuvo en la entrada del puesto al ver por la espalda a Tigre, y desde allí devolvió el qué hay a Topacio.

Tigre volteó lentamente.

-¿Y éste? -interrogó a Topacio, pero mirando a Sobrino.

Topacio dijo:

-Tigre, ahora vete.

Sobrino dijo:

-Mejor luego vengo.

Topacio dijo:

-No, espérate, ya se van las visitas.

Tigre volvió la vista a ella, con la interrogación vencida. La bebida surtía efecto. A eso vino al sur del polvo, a curarse de la violencia que lo domina. Pero creyó que, como antes, podría quedarse, abrazar a Topacio, cerrar el puesto para estar con ella.

Sobrino le era indiferente a Tigre, que acostumbrado a verdaderos peligros, enemigos mayores, consideró a Sobrino un enano cualquiera, quien a su vez ni las debía ni las temía.

Tigre escupió, irrespetuosamente, en el piso del puesto. El salivazo le supo amargo.

-Carajo, ¿qué me diste, Topacita?

Topacio dijo:

-Vete. Tus tigrillos te están esperando.

Ni adiós se dijeron. Tigre salió del puesto con pasos mal convencidos, amagó con el codo a Sobrino, que se hizo a un lado para dejarle paso. Tigre aplaudió una vez, forzudo él, para descargar la frustración, pero los tigrillos lo tomaron como señal y se reagruparon alrededor del jefe.

-Déjenme en paz, carajo, quítense -les gritó Tigre y echó a caminar a través de las baratijas, las chamarras, las piezas robadas, las herramientas chinas, la música despavorida y el crepitar de carne en la charola grasienta puesta al comal, junto a una cabeza de cerdo, grande y brillosa detrás de una vitrina, y ya medio acuchillada por el taquero.

Puesteros y clientes respiraron aliviados. Topacio, serena y plena, dijo a Sobrino, que al fin entró al puesto:

-Se acabó la rabia, Sobrino.

-¿Qué le hiciste, chaparra?

-Algo que los tigres no soportan. Le di a beber el agua de su propio corazón.

-¿Quieres decir que ya no vendrá? -preguntó Sobrino.

-Quiero decir lo que dije -dijo Topacio, y su gruesa boca de coral sonrío roja, inocente y tremenda.