Ahora, cuando vivimos las nuevas condiciones de la mundialización productiva y financiera y se discuten las virtudes de la integración económica, estallan también de manera brutal las contradicciones nacional y étnicas. Hay pueblos que literalmente se están destruyendo en aras de un concepto de nación que tiene formas de manifestarse tan diversas que acaba expresándose en una violencia sin fin. Cuando al poeta de Sarajevo le cosquilleaban las manos, dibujaba círculos perfectos sobre una hoja de papel. Una perfección que de modo paradójico parecía indicar, más bien, la cuadratura del círculo, de la situación en que se encontraba. Esa metáfora del círculo se cerró con una perfección siniestra cuando tiene que enterrar al pequeño Adis en un cementerio ya desbordado de tumbas, y el hermano sordo escribe el nombre en la lápida y lo encierra en un círculo. Así de absurdo es.
Sarajevo y Kosovo son una manifestación clara de la descripción que hace Enzensberger de las modernas guerras civiles. En ellas, la violencia tiende a liberarse de la ideología, y las matanzas y asesinatos se cometen con una falta completa de convicción. Así, se le puede disparar igual a un niño indefenso que a una mujer que cruza la calle, a un perro o a un miliciano del bando contrario. El odio como un sentimiento puro convertido en factor político, de lo cual concluye que ``la automutilación colectiva no es simplemente un efecto paralelo del conflicto, un riesgo que los participantes están dispuestos a correr, sino que es, precisamente, el objetivo que pretenden conseguir''.
Es llamativo, y no debe perderse la capacidad de sorpresa, que la flamante Europa unificada que tiene fronteras abiertas a las corrientes económicas, que desarrolla una moneda única, que crea instituciones comunes y que se jacta de la prosperidad de su sociedad, tenga a sus puertas a Sarajevo y a Kosovo y en sus capitales se manifieste el conflicto kurdo. Hasta ahí es donde llega el chic de la reforma europea, y no parece ser mucho sino, más bien, una forma de parroquialismo disfrazado de comopolitanismo finisecular. Por más unificada que esté Europa no se puede dejar de respetar los diversos intereses nacionales y ése es el límite de la política exterior europea, donde los intereses alemanes chocan con la destrucción de la antigua Yugoslavia. Y en ese escenario la OTAN parece un miembro atrofiado de la política de los países más desarrollados, que indica las diferencias que pueden hacerse en la era global cuando se decide bombardear Irak o cuando se tiene una parálisis para intervenir en Kosovo. Así, el tema de la seguridad se abre de par en par para pensar en los escenarios que pueden generarse de una agravación de los conflictos que, por ahora, han podido mantenerse en una escala local.
Muchas veces se ha hecho la pregunta acerca de la pasividad de los gobiernos y de la sociedad ante las atrocidades cometidas tan sólo en este siglo y, sin embargo, estamos hoy en un momento similar de hipocresía política. La integración y la globalidad tienen como contraparte el achatamiento de la visión social y ello va hacia un ``sálvese quien pueda'', que es un elemento potencialmente más destructivo. Los Estados-nación siguen existiendo, aunque cambien sus formas, y existen en el marco de unas relaciones de poder con contenidos muy claros. La noción de soberanía tiene, en este periodo postguerra fría, nuevas connotaciones que más allá de las definiciones y de la teoría existentes, tiene que plasmarse de modo operativo en las condiciones de vida de la población y en la construcción de un orden local, regional y mundial que mínimamente sea capaz de sostener un entorno de paz y seguridad. Como a principios de siglo, Europa es el escenario de las grandes definiciones.