n El equipaje del viajero n

n José Saramago n

Hoy empieza a circular en librerías El equipaje del viajero, del Premio Nobel de Literatura 1998. Con este volumen,

Alfaguara inicia la redición de toda la obra del escritor

lusitano. Ofrecemos, a manera

de adelanto para los lectores de La Jornada, tres ejemplos de este libro de crónicas

originalmente publicado en portugués en 1985 y por vez primera en español ahora, en traducción de Basilio Losada.

 

La ciudad

 

Erase una vez un hombre que vivía fuera de los muros de la ciudad. Si había cometido algún crimen, si pagaba culpas de antepasados, o si sólo por indiferencia o por vergüenza se había retirado, eso es algo que no se sabe. Tal vez hubiera un poco de todo eso. Quizá hubiera un poco de todo, pues de lo feo y de lo hermoso, de la verdad y de la mentira, de lo que se confiesa y de lo que se esconde, construimos todos nuestra azarosa existencia. Vivía el hombre fuera de los muros de la ciudad, y de esa segregación, deliberada o impuesta, acabó por hacer un pequeño título de gloria. Pero no podía evitar (realmente, no lo podía) que en sus ojos flotara esa niebla melancólica que envuelve a todo desterrado.

Intentó algunas veces entrar en la ciudad. Lo hizo, no por un deseo irreprimible, ni siquiera por cansancio de su situación, sino por mero instinto de cambio o desasosiego inconsciente. Eligió siempre las puertas erradas, si puertas había. Y sí llegó a creer que había entrado en la ciudad, y quizá sí, era como si junto a la ciudad real hubiera imágenes de ella, inconsistentes como la sombra que en sus ojos se iba haciendo cada vez más densa. Y cuando esas imágenes se desvanecían, como la niebla que de las aguas se desprende al roce luminoso del sol, era el desierto lo que le rodeaba, y, a lo lejos, blancos y altos, con árboles plantados en las torres, y con jardines suspendidos en los miradores, los muros de la ciudad brillaban de nuevo inaccesibles.

De allá dentro llegaban rumores de fiesta. Así se lo decía, más que los sentidos, la imaginación. Rumores de vida serían, al menos. No la muerte solitaria que es la contemplación obstinada de la propia sombra. No la desesperación sorda de la palabra definitiva que se escapa en el momento en que sería, más que una palabra, una llave.

Y entonces el hombre bordeaba las largas murallas, tanteando, en busca de la puerta que, oscuramente, podría estarle prometida.

Porque el hombre creía en la predestinación. Estar fuera de la ciudad (si eso tenía real consistencia) era para él una situación accidental y provisoria. Un día, en el día exacto, no antes ni después, entraría en la ciudad. Mejor dicho: entraría en cualquier parte, que a eso se resumía su esperar. Que la niebla de la melancolía se hiciera noche sería un mal necesario, pero también provisional, porque el día predestinado traería una explicación: o quizá ni eso siquiera. Un final, un simple final. Una abdicación sería ya suficiente.

El hombre no sabía que las ciudades que se rodean de altos muros (aunque sean blandos y con árboles) no se toman sin lucha. No sabía el hombre que antes de la batalla por la conquista de la ciudad tendría que trabar otra batalla y vencer en ella. Y que en esta primera lucha tendría que luchar consigo mismo. Nadie sabe nada de sí antes de la acción en la que tendrá que empeñarse todo él. No conocemos la fuerza del mar hasta que el mar no se mueve. No conocemos el amor antes del amor.

Llegó la batalla. Como en los poemas de Homero, también los dioses entraron en ella. Combatieron a favor y en contra, y algunas veces unos contra otros. El hombre que luchaba por vivir dentro de los muros de la ciudad cruzó espada y palabras con los dioses que estaban de su lado. Hirió y fue herido. Y la lucha duró largos, largos y largos días, semanas, meses, sin treguas ni reposo, unas veces junto a las murallas, otras tan lejos de ellas que ni la ciudad veía ni se sabía ya bien qué premio encontraría al final del combate. Fue otra forma de desesperación.

Hasta que, un día, el campo de batalla quedó libre y despejado como un estuario donde las aguas descansan. Sangrando, el hombre y el dios que había permanecido junto a él miraron de frente aquellas puertas abiertas de par en par. Había un gran silencio en la ciudad. Amedrentado aún, el hombre avanzó. A su lado, el dios. Entraron ųy sólo después de haber entrado quedó habitada la ciudad.

Erase una vez un hombre que vivía fuera de los muros de la ciudad. Y la ciudad era él mismo. Ciudad de José, si un nombre queremos darle.

 

Carta a Josefa, mi abuela

 

Tienes noventa años. Estás vieja, dolorida. Me dices que fuiste la muchacha más hermosa de tu tiempo ųy yo lo creo. No sabes leer. Tienes las manos gruesas y deformadas, los pies como acortezados. Cargaste en la cabeza toneladas de leña y de haces, albuferas de agua. Viste nacer el sol todos los días. Con el pan que has amasado podría hacerse un banquete universal. Criaste personas y ganado, metiste a los lechones en tu cama cuando el frío amenazaba con helarlos. Me contaste historias de apariciones y hombres-lobo, viejas cuestiones de familia, un crimen de muerte. Viga maestra de tu casa, fuego de tu hogar ųsiete veces quedaste grávida, siete veces pariste.

No sabes nada del mundo. No entiendes de política, ni de economía, ni literatura, ni de filosofía, ni de religión. Heredaste unos cientos de palabras prácticas, un vocabulario elemental. Con eso viviste y vas viviendo. Eres sensible a las catástrofes y también a los casos de la calle, a los bodas de las princesas y al robo de los conejos de la vecina. Tienes grandes odios por motivos de los que ya ni el recuerdo te queda, y grandes dedicaciones que no se asientan en nada. Vives. Para ti, la palabra Vietnam es sólo un sonido bárbaro que nada tiene que ver con tu círculo vital de legua y media de radio. De hambres, sabes algo; viste ya una bandera negra izada en la torre de la iglesia. (ƑMe lo contaste tú, o habré soñado que lo contabas?) Llevas contigo tu pequeño capullo de intereses. Y, sin embargo, tienes ojos claros y eres alegre. Tu risa es como un cohete de colores. Nunca he visto reír a nadie como a ti.

Te tengo delante, y no entiendo. Soy de tu carne y de tu sangre, pero no entiendo. Viniste a este mundo y no te has preocupado por saber qués es el mundo. Llegas al final de tu vida, y el mundo es aún para ti lo que era cuando naciste: una interrogación, un misterio inaccesible, algo que no forma parte de tu herencia: quinientas palabras, huerto al que en cinco minutos se da la vuelta, una casa de tejas y el suelo de tierra apisonada. Aprieto tu mano callosa, paso mi mano por tu rostro arrugado y por tu cabello blanco que resistió el peso de las cargas ųy sigo sin entender. Fuiste hermosa, dices, y veo muy bien que eres inteligente. ƑPor qué te han robado, pues, el mundo? ƑQuién te lo robó? Peor quizá de esto entienda yo, y te diría cómo, y por qué, y cuándo, si supiera elegir entre mis innumerables palabras las que tú podrías comprender. Ya no vale la pena. El mundo continuará sin ti ųy sin mí también. No nos habremos dicho el uno al otro lo que más importa.

ƑRealmente no nos lo habremos dicho? No te habré dado yo, porque mi palabras no eran las tuyas, el mundo que te era debido. Me quedo con esa culpa de la que no me acusas ųy eso es aún peor. Pero, por qué, abuela, por qué te sientas al umbral de tu puerta, abierta hacia la noche estrellada e inmensa, hacia el cielo del que nada sabes y por el que nunca viajarás, hacia el silencio de los campos y de los árboles en sombra, y dices, con la tranquila serenidad de tus noventa años y el fuego de tu adolescencia nunca perdida: ''šEl mundo es tan bonito, y me da tanta tristeza morir!".

Eso es lo que yo no entiendo ųpero la culpa no es tuya.

 

Mi abuelo también

 

Tal vez el día lluvioso sea el responsable de esta melancolía. Somos una máquina complicada en la que los hilos del presente activo se enredan en la tela del pasado muerto, y todo eso se cruza y entrecruza de tal modo, en lazos y apreturas, que hay momentos en los que la vida cae toda sobre nosotros y nos deja perplejos, confusos y súbitamente amputados del futuro. Cae la lluvia, el viento disloca la compostura árida de los árboles deshojados ųy de tiempos pasados viene una imagen perdida, un hombre alto y flaco, viejo, que ahora se aproxima, por una senda encharcada. Trae un cayado en la mano, un capote embarrado y antiguo, y por él resbalan todas las aguas del cielo. Delante, avanzan los animales fatigados, con la cabeza baja, rasando el suelo con el hocico. Hombre y animales avanzan bajo la lluvia. Es una imagen común, sin belleza, terriblemente anónima.

Pero este hombre que así se aproxima, lento, entre cortinas de lluvia que parecen diluir lo que en la memoria no se ha perdido, es mi abuelo. Viene cansado, y viejo. Arrastra consigo setenta años de vida difícil, de dificultades, de ignorancia. Y con todo, es un hombre sabio, callado y metido en sí, que sólo abre la boca para decir las palabras importantes, las que importan. Habla tan poco (son pocas las palabras realmente importantes) que todos nos callamos para oír cuando en el rostro se le enciende algo como una luz de advertencia. Eso aparte, tiene un modo de estar sentado, mirando a lo lejos, aunque ese lejos sea sólo la pared más próxima, que llega a ser intimidante. No sé qué diálogo mudo lo mantiene ajeno a nosotros. Su rostro está tallado a hachuela, fijo, pero expresivo, y los ojos, pequeños y agudos, tienen de vez en cuando un brillo claro como si en ese momento algo hubiera sido definitivamente comprendido. Parece una esfinge, diré yo más tarde, cuando las lecturas eruditas me ayuden en estas comparaciones que abonan una fácil cultura. Hoy digo que parecía un hombre.

Y era un hombre. Un hombre igual a muchos de esta tierra, de este mundo, un hombre sin oportunidades, tal vez un Einstein perdido bajo una espesa capa de imposibles, un filósofo (Ƒquién sabe?), un gran escritor analfabeto. Algo sería, algo que nunca pudo ser. Recuerdo ahora aquella noche tibia de verano cuando dormimos, los dos, bajo la higuera ųlo oigo hablar aún de lo que había sido su vida, del Camino de Santiago que sobre nuestras cabezas resplandecía (cuántas cosas sabía él del cielo y de las estrellas), del ganado que lo conocía, de las historias y leyendas que eran su caudal de la infancia remota. Nos dormimos tarde, enrollados en la manta lobera, porque al amanecer refrescaría sin duda y el rocío no caía sólo sobre las plantas.

Pero la imagen que no me abandona es la del viejo que avanza bajo la lluvia, obstinado y silencioso, como quien cumple un destino en el que nada se puede modificar. A no ser la muerte. Pero, entonces, este viejo, que es mi abuelo, no sabe aún cómo va a morir. Aún no sabe que pocos días antes de su último día va a tener la premonición (perdona la palabra, Jerónimo) de que ha llegado el fin. E irá, de árbol en árbol de su huerto, abrazando los troncos, despidiéndose de ellos, de los frutos que no volverá a comer, de las sombras amigas. Porque habrá llegado la gran sombra, mientras la memoria no lo haga resurgir en el camino encharcado o bajo la concavidad del cielo y la interrogación de las estrellas. Sólo esto ųy también el gesto que de repente me pone en pie y la urgencia de la orden que llena el cuarto tibio donde escribo.