n Ellington, el Duque es rey n

n Hermann Bellinghausen n

They are kings in my book.

John Coltrane

 

La memoria se obstina en figurarme más niño de lo que era al momento, si bien intento ajustar las fechas y los hechos. Por qué no pretender que me sentí tan pequeño ante la suntuosidad de aquella música que poco me habrá faltado para volver a la edad fetal. Lo mismo dan 14 que cero años.

Formado en la sonoridad del cuarteto de cámara y la orquesta sinfónica occidental, en aquellos verdes años una era la ''música clásica", y todas las demás, ''música popular''; así que cargaba en el oído las inmensidades postraumáticas de Mahler y hasta Scriabin, una dieta un poco excesiva para tan corta edad. Ya se encargaría el rock de echarme, de descomponerme el gusto.

En esa cortedad fue que se infiltró con fuegos expansivos de increíbles colores, el único duque negro de quien se tiene noticia. En realidad, el único duque (dado que los duques nunca sirvieron para nada) que tiene derecho a ser recordado con gratitud por la humanidad: Duke Ellington.

En aquel momento él era tan viejo como el siglo, que no había cumplido los 70 todavía. La misma edad, por decir alguno, de Francis Poulenc. ƑPodían resonar igual el Gloria o La voz humana y el Creole Love Call? Se supone que no. A no ser Stravinsky o Ravel, no había manera.

 

El padre, el hijo y el espíritu del swing

 

No fue un concierto público, sino una velada. Es curioso decirlo, pues no se trataba de un trío o un quinteto, sino de toda una orquesta. El público sería apenas el doble de gente que los negros que, sobre un escenario que les quedaba chico, seguían las manos de seda de su conductor, con una gracia inverosímil. La orquesta que tocaba con Ellington además componía con él.

Dicen que en los años cincuenta los negros le gritaban ''Regrésate a Harlem", cuando le dio por meter el sonido jungle, y hacer que la trompeta de Johnny Hudges ladrara, aullara y rugiera. ƑAfrica o qué?

Sería Harlem el que regresara al Duque, más allá de los años treinta en el canallesco Cotton Club (el de la película de Coppola), y de los años sesenta en la no menos canallesca Casa Blanca. Siendo un eminente washingtoniano (su primer combo se llamó The Washingtonians), y además de clase media y no del mero ghetto, y siendo el padre, el hijo y el espíritu del swing, casi siempre fue aceptado por los blancos, gangsters o no, y él siempre se dejó querer. Quizá fue el primer negro reconocido como Great American Artist.

No obstante, fue el primer jazzman que se aferró conscientemente a su condición de negro, y volteó hacia Africa y Cuba, y como todo artista verdadero dio a sus distintos públicos no la música que se esperaba de él, sino la que tenía para dar, que siempre fue más de lo que se esperaba.

Las ''múltiples ramificaciones psíquicas y musicales, difíciles de abarcar con una sola mirada" que encontró Joachim Berendt en la orquesta ellingtoniana, estaban de pronto allí, a varios metros de altura sobre el Paseo de la Reforma, en un hotel donde todo lo demás parecía fuera de lugar.

Una velada de jazz a mediodía para el procónsul de Washington, el embajador Milton Freeman, así como el personal de la American Embassy y los miembros de la Cámara de Comercio o algo así de la colonia estadunidense, que entonces todos llamaban ''americana". Por ubicar: eran los años de Díaz Ordaz y la guerra de Vietnam.

ƑCómo llegué ahí? Un tío que tengo me ayudó a colarme. Fui un advenedizo, pero como era güerito. Ni siquiera hablaba inglés.

En su historia está que Ellington siempre tocó para todos, lo mismo para su gente que los oidores ilustradores de París, los pillos de Chicago y el público que en todo el mundo veía por televisión las viejas películas del cine mudo. Poseía la elasticidad cortesana de, digamos, Bach o Beethoven, y de allí sacó la pasta, no sé si la libertad (o si ésa de todos modos la tenía). Del palacio al arrabal.

 

Apártense escalas de Mozart

 

Esa mañana en la Zona Rosa del DF de pronto, en medio de la gala y las gárgaras de la ''colonia americana", estallaron los tambores salvajes de Rufus Speedy Jones y Sam Woodyard, y los zapatos de charol de aquel hombre mayor, flaco y charming atravesaron el escenario en alas del tap. La pálida concurrencia se esfumó y sólo una música de colores llenó al aire en espiral. (Dicen que el Duque primero quiso ser pintor).

Los dedos de seda del Duque abrieron paso al sax de Paul Gonçalvez, y la idea que tenía hasta entonces de la música se comenzó a derretir. Es bueno ser joven en tales circunstancias, porque uno no se ha echado a perder, todo entra y todo sale con facilidad de las páginas en blanco.

Hodges jugó con la sordina de algo que debió ser Stompy Jones o take the ''A" Train. Y el Duque, como si llevara mercurio en los pies, derivó hacía el piano solitario en el extremo izquierdo del escenario y sin sentarse tocó unas cuantas notas así como nomás.

Los músicos, todos gente de edad, a la sazón pagados por el Departamento de Estado y de seguro cansados del viaje en avión fingieron no desinteresarse del público, que los escuchaba como si lo mismo fueran la banda de Gleen Miller, mostrando ese impúdico Feeling wasp, patético fuera de las películas de Frank Capra o Gene Kelly.

Pero hagan de cuenta que el tecleo minimalista de Ellington hubiera pasado electricidad a la banda. Generó tanto calor que para los gañotes estrechos se volvió difícil respirar.

Las ladies primero, se inició una migración hacia el foyer y el coctel en busca de aire frío. A los tamborazos de Caravan todo lo demás se disolvió en lo de menos. Había llegado un salvajismo casi caníbal, y fue una suerte que esos morenos de smoking, que ni siquiera se despeinaban, trajeran entre las manos instrumentos y no machetes o lanzas porque aquello hubiera sido quién sabe qué.

El Duque, feliz (parece que en general fue un hombre feliz), al fin tomó asiento frente al piano y lo atacó con tal furia que toda la orquesta, atónita, calló. Y quítense escalas de Mozart que ahí les voy. Si en ese momento de los late sixties hubiese ocurrido el terremoto del 85, no nos hubiéramos enterado.

Era un sauna, un ring de box, un callejón estrecho y muy oscuro, una selva de ''demasiadas notas", como decía el pobrecito Salieri.

 

Tocar sin reposo

 

La orquesta fingió irse de siesta, acechante, y reaccionó con venganza en el pleno de la riqueza instrumental y el frenesí de un condominio de guerreros zulú.

El vendaval fue dulcificándose hacia un mood entre índigo y azul profundo, y cuando ya parecían solos en el mundo, los músicos recuperaron la compostura. Y el Duque habló. Tenía la voz más elegante que he escuchado jamás. Presentó a sus músicos, se presentó a sí mismo y se despidió, mas no para irse, sino para tocar sin reposo no sé cuánto tiempo más. Aparecieron unos cantantes ųmás jóvenes que el resto de la orquestaų, y el propio Duque tomó las baquetas de un timbal y lo aporreó.

A ratos era suave y melancólica la música, a veces decididamente frívola, a veces un abismo alegre y brutal cargado de blues.

Eso fue todo. Al final de los aplausos me acerqué fantasmalmente al Duque y le apreté la mano. El miró hacia abajo (se me hizo altísimo) y detrás de sus poderosas arrugas dijo una broma que no entendí, pero sonó de nuevo la majestad de su voz.

''Ellos son reyes en mi libro", solía decir John Coltrane de Ellington y Hodges. Y eso lo decía alguien que también fue rey, así que los simples mortales qué otra cosa podríamos agregar.