Es un síntoma peligroso que parece ir con los tiempos, el denuesto y la descalificación de quien piensa de manera diferente a nosotros en lugar de dar razones valederas. El jefe del Ejecutivo parece poner el ejemplo que permea otros ámbitos no sólo el político, aunque en última instancia todo se reduzca a un hecho de política. De otras parcelas del acontecer no puedo ocuparme, lo haré de la mía. Pienso en los opinadores que recurren al insulto contra quienes no gustáramos de La Malinche, de Rascón Banda, en la escenificación de Johann Kresnik. Algunos se curaron en salud y se apresuraron a felicitar al CNCA por haberla apoyado, ignorantes de que las más altas autoridades del consejo, molestísimas al conocer el espectáculo, le retiraron la publicidad de su cartelera, dejándola sólo con la del INBA. Y esto es una censura, quizá pequeña, pero al fin censura. Ese es otro problema no menor, porque se opina sin confirmar los hechos, se esparcen rumores, se da por buena cualquier conseja. Y lo peor: se publica.
Hace muchos siglos, a quienes sacaban conclusiones de premisas falsas se les llamaban sofistas. Hoy no sé cómo se les llamaría. Pero quienes tenemos un espacio en alguna publicación, un micrófono o una pantalla, deberíamos crearnos un código deontológico como el que no hace tanto tiempo se propuso en este diario. Antes muchos opinábamos que la verdad es revolucionaria. Ahora, en estos calamitosos tiempos, podemos ser más modestos y afirmar que una certeza fundamentada es, por lo menos, progresista y éticamente indispensable.
Vuelvo a La Malinche. Muchos le reconocemos a Víctor Hugo su valiente compromiso y estamos de acuerdo con las tesis políticas que sostiene acerca del neoliberalismo y la razón de los indios del EZLN. Algunos lo hemos demostrado con los actos. Pero teatralmente nos pareció fallida y en su momento adujimos nuestras razones, eso es todo. Alguna conclusión que puede sacarse de la experiencia es la necesidad de teatro político entre nosotros, pero ese es otro asunto. Para gente como yo es imposible no rechazar obras cuya temática (racismo, clasismo, homofobia, misoginia, entre otras) ofenda sus principios, pero tampoco debo dejarme seducir por textos con los que ideológicamente estoy de acuerdo, pero que no cumplimentan ninguna espectativa escénica, de otra manera no podría acertar en mi tarea. Nadie en su sano juicio puede suponer que no deseamos gustar de toda escenificación y pienso con tristeza en un par de montajes que vi recientemente y que no me movieron siquiera a escribir sobre ellos.
Puede ocurrir lo contrario, el rescate de un autor que creíamos anticuado, revitalizado por una muy buena escenificación. Tal sería el caso de Escorial, de Michel de Gheldero, el autor flamenco de fuertes y maniqueos tintes religiosos, del enfrentamiento entre vida y muerte, de una estética de lo grotesco que lo emparenta deliberadamente con Brueghel, sobre todo en sus obras de ambiente medieval, que no intentan el rigor histórico sino la recreación de un ``universo gesticulante, bufonesco y trágico'' (en palabras de Genevieve Serrau). El título de Escorial nos trae a la mente el monasterio creado por Felipe II, aunque su época sea posterior a la Edad Media y también juega con el nombre de los desechos de las viejas fraguas, esto es, la escoria. La contaminación de tiempos, la falta de veracidad histórica (suplida por un juego imaginativo de lo que muy bien pudo darse en algún rincón del pasado) son aprovechados en todos sentidos por la directora Luly Rede y la escenógrafa y vestuarista Edyta Rzewska, con ese trono estilizado aunque austero y el vestuario del rey, intemporal pero con el toque del medioevo en la corona, que será repetida en el gorro del bufón, esta vez con un par de orejas de animal, lo que crea un espléndido efecto en los momentos en que éste se finge perro. Otros buenos apoyos son la música original de Omar González, la iluminación de Jorge Ferro y la asesoría en movimiento de Jorge Vargas.
Esta es, definitivamente, una obra para que se luzcan un par de actores. Patricio Castillo, como el rey y Roberto Sosa como Folial lo hacen, ciertamente, gracias a la inteligente transición, que se debe en parte a ellos y sobre todo a la directora, de la grandilocuencia inherente al texto a los momentos de interioridad dolorosa y de temor de los dos hombres que se esconden bajo sus ropajes de rey y bufón, así sus papeles sean trastocados en algún momento. Un cierto impulso lúdico de los actores -que incluye a Macrosfilio Almicar como el monje- rompe la solemnidad ghelderuniana y revitaliza un viejo texto en esta muy recomendable escenificación.