Jean Meyer
Bielorrusia

Hace tiempo que el mundo no quiere saber lo que ocurre en la república de Bielorrusia, país situado entre Rusia, Lituania, Polonia y Ucrania, la antigua Rusia blanca. Fue necesaria la absurda expulsión, el año pasado, de un grupo de embajadores de sus residencias respectivas para que se volviera a hablar del siniestro presidente Lukashenko.

De repente aquel hombre fuerte decidió que los terrenos de varias embajadas muy importantes le gustaban para ampliar la residencia presidencial y sus jardines: de un día para otro los embajadores no pudieron entrar a sus casas. Estados Unidos, Japón y los países europeos han protestado y sus embajadores salieron del país. Ya volvieron, menos el estadunidense.

Así el señor Alexander Lukashenko alcanzará en la historia el rango de personaje bufón y terrible; el hombre no le teme al ridículo y su vanidad grotesca no tiene límites, pero eso es sin importancia: es megalómano y ha desarrollado una paranoia impresionante. En varias ocasiones ese presidente, que ha restablecido los símbolos del poder soviético, no ha dudado en proclamar la grandeza del estadista Adolfo Hitler. Su ambición suprema es reunificar Bielorrusia y Rusia (está en su derecho y eso se puede entender por los estrechos y viejos lazos que unen a rusos y bielorrusos), reconstruir la gran Unión Soviética y dirigirla.

Antes de llegar a la presidencia por la vía legal y democrática, Lukashenko había sido educador político en el ejército soviético y luego director de sovjoz. Como diputado de la Bielorrusia independiente, combatió el nuevo régimen democrático, exaltando la grandeza soviética y la economía planificada. En 1994 ganó las elecciones presidenciales con una mayoría aplastante: los 10 millones de bielorrusos espantados por el derrumbe económico, sin un sólido movimiento nacionalista, sin fuertes partidos democráticos, todavía traumados por el desastre de Chernobyl del cual habían sido las principales víctimas, se entregaron a un salvador. Aquel no tardó en destruir la democracia, disolviendo Parlamento, Suprema Corte y lo demás. Se otorgaron los plenos poderes después de ganar un referéndum en noviembre de 1996.

Desde aquel momento es el dictador de Charles Chaplin. Todos los medios de comunicación quedan bajo su control y exaltan día y noche su grandiosa personalidad; los últimos periódicos independientes están muriendo bajo las multas, las suspensiones, los atentados sufridos por los periodistas. El antiguo KGB sigue trabajando exactamente como en los buenos tiempos soviéticos, bajo los mismos dirigentes. Hasta organizan procesos-espectáculos como en tiempo de José Stalin.

Lukashenko dice a sus sujetos: ``Llámenme `padre', sencillamente''. El padre salva a sus hijitos de los horrores del capitalismo, denunciados constantemente por la prensa y la televisión; lo que no impide todos los tráficos, la corrupción, y el enriquecimiento de él y de los suyos. Salva a la patria de las garras de los judíos, de los polacos católicos, de la OTAN en expansión; salvará a Ucrania y a Rusia.

Las relaciones con Moscú son y serán decisivas; no han sido siempre buenas, han llegado a ser malas, como cuando, hace unos meses, Lukashenko puso en la cárcel a un periodista bielorruso que trabajaba para la televisión rusa. Pero, en el fondo, los dirigentes rusos siguen creyendo que Lukashenko les puede ser útil, por eso lo toleran, por eso desde abril de 1996 existe una unión formal (sin mucho contenido) entre las dos hermanas esclavas. Sin el apoyo ruso, la enfermiza economía de Bielorrusia se derrumbaría, sin la indulgencia rusa, las violaciones sistemáticas de los derechos del hombre no serían posibles.

¿De qué le sirve el dictador a Moscú? Sirve, como en su tiempo el general Dudayev en Chechenia, tanto al tránsito del gas ruso hacia el oeste, como a todos los tráficos ilegales, especialmente de armas; ofrece también una plataforma para los servicios especiales rusos en toda la región; finalmente su nacionalismo soviético, su paneslavismo permiten a Yeltsin callar a veces la boca a su oposición nacional-comunista: ``Miren, aquel es mi amigo''.

La gran pregunta es hasta cuándo Porque un día Moscú se impacientó con Dudayev y quiso deshacerse de su socio. El costo fue altísimo. Europa haría bien en presionar a Moscú para que abandonara a Lukashenko, de la misma manera que Europa y Estados Unidos deben convencerla de abandonar a Slobodan Milosevic.

Tanto en Bielorrusia, como en Kosovo, Moscú puede jugar un papel decisivo. Para bien y para mal.