Abraham Nuncio
Neoliberalismo y Estado

En la lectura-relectura de La historia cuenta, el título más reciente de Enrique Krauze, me encontré con una reflexión que bien pudiera ser el teorema del Estado. Más específicamente: el teorema del Estado capitalista. La reflexión es del pensador británico Edmund Burke: ``Porque así como la riqueza es poder, todo poder se allegará riqueza de una forma u otra...''

Lejos estaba Burke de ser un pensador partidario del cambio si éste se producía por la vía de la revolución. Pero no se requiere ser un revolucionario para valerse de la lógica y obtener de su ejercicio hipótesis plausibles.

El poder económico de un grupo social trae por consecuencia su superioridad política, consensada o no, sobre otro u otros grupos. No me imagino el nacimiento del Estado de otra manera. Tampoco me lo imagino desvinculado de la propiedad privada. El poder que da la riqueza sería absurdo si no tuviera como eje la posesión exclusiva de bienes económicos disponibles a voluntad por aquél que se ha apropiado de ellos por la fuerza, los ha heredado o adquirido merced a los mecanismos del mercado.

Los liberales del siglo pasado inventaron a un hombre que gozaba de potestades previas a la existencia del Estado: señaladamente, las de libertad, igualdad y propiedad. Lucharon por que la organización estatal que construyeron se las reconociera a los individuos y las inscribiera como derechos en sendas constituciones.

En la práctica, como lo documentan las numerosas leyes sobre criados y sirvientes, o bien aquéllas que reglamentaban las elecciones (sólo votaban o eran votados los que demostraban tener cierto ingreso), la libertad y la igualdad no llegaron a tener la eficacia que tuvo el derecho de propiedad (se entiende que de los medios de producción y no de una barraca, una mesa o los harapos de un indigente). Históricamente, este derecho sólo lo han disfrutado los pocos. Su proclamada universalidad se reduce a una minúscula parcela de la humanidad.

En México, el liberalismo decimonónico desembocó en el monopolio de las riquezas --la tierra sobre todo-- y del poder. Ambos, luego, en el gran estallido social de la revolución.

Los revolucionarios consideraron que la Constitución de 1857 no respondía cabalmente a las demandas de campesinos, obreros y clases medias. En la nueva Constitución de 1917 no sólo les dieron respuesta, sino que atribuyeron a la Nación la propiedad originaria de tierras y aguas. Es su derecho, aún, transmitir su propiedad a los particulares constituyendo la propiedad privada, así como el correspondiente de expropiarlas por causas de utilidad pública y mediante indemnización.

Herederos no de los hombres de la Reforma ni de los revolucionarios de 1910, sino de los científicos porfiristas, los tecnócratas en el poder iniciaron desde hace tres sexenios la construcción del Estado neoliberal. Lo han hecho minando los binomios propiedad privada/propiedad nacional y propiedad particular/ propiedad colectiva. El objetivo es semejante al del siglo pasado.

Antes con la banca, los teléfonos y las carreteras, bajo el argumento de que el Estado requería adelgazar para elevar su calidad de servicio público y aceptando a la callada el de ser un mal administrador por naturaleza frente a los particulares, duchos en tales menesteres, privaron a la Nación de esas explotaciones. No tuvo que pasar mucho tiempo para que los nuevos dueños de las antiguas paraestatales mostraran su incapacidad empresarial y, en no pocos casos, su conducta delictiva; tampoco para que pudiéramos recoger las evidencias de que el fruto de su venta sirvió para nada.

Ahora el argumento es otro para deshacerse de la industria eléctrica cuyo fiasco en manos de particulares hizo que pasara a las del Estado: éste, pobre, no tiene dinero ni para comprar velas de cebo.

Privatizar o estatizar no es la cuestión, ya se sabe. El problema es para qué, en beneficio de quiénes y con qué autoridad moral. Los tecnócratas no representan a la Nación y sus gestiones privatizadoras han sido nefastas para la mayoría de los mexicanos. Hoy promueven una más con el apoyo del Consejo Mexicano de Hombres de Negocios y de la Confederación de Trabajadores de México (CTM) --de ese tamaño es el interés-- y, como ya se deja ver, con el del PRI (contrario a la justicia social) y el PAN (contrario al bien común).

Por eso es que resistir a la privatización de la industria eléctrica es hoy una obligación moral de los ciudadanos, los partidos políticos, las organizaciones no gubernamentales. Su movilización es indispensable. Hay otra razón de igual peso para ello: el pueblo requiere de la riqueza que no tiene, pues no de otra manera se podría justificar su presencia en el poder, que hoy tampoco tiene. Esa riqueza es la que colectivamente pudo acumular a lo largo de décadas. Lo que falta es que sea administrada en su provecho. Y esto no lo puede hacer un régimen que ha hecho de las privatizaciones un vil bisnes.

Podremos ser, como quiere el doctor Zedillo, unos ignorantes, pero no unos desmemoriados.

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