Si alguna vez pensamos que los logros obtenidos eran irreversibles, los recientes acontecimientos en Afganistán han venido infortunadamente a demostrar lo contrario. Con el nombre de la guerra de Taliban tiene lugar un nuevo episodio de oprobio y maltrato hacia las mujeres. Desde que el grupo Taliban tomó el poder en 1996 las mujeres se han visto obligadas a vestir el burka --esa túnica que cubre de la cabeza a los pies--, y por no llevar el atuendo apropiado, lo que puede ser simplemente no llevar el velo que cubre los ojos, ser golpeadas y lapidadas en público.
Una mujer fue golpeada hasta quedar muerta por una turba furiosa de fundamentalistas. La causa: haber mostrado accidentalmente el brazo mientras conducía un auto. (Es ese mismo grupo de musulmanes que ha hecho que el ayatola Jomeini decretara una fatwa o condena a muerte en contra de Salman Rushdie por su libro Los versos satánicos.)
Otra mujer fue lapidada y muerta por haber intentado abandonar el país acompañada de un hombre que no era pariente suyo. Por otra parte, no se permite a las mujeres trabajar o incluso mostrarse en público si no van acompañadas de un pariente varón, lo que ha hecho que quienes cuentan con una profesión, oficio u ocupación extradoméstica: abogadas, maestras, artistas, escritoras, médicas, traductoras, etcétera, se hayan visto obligadas a dejar sus trabajos refundiéndose en sus casas, y aquéllas donde hay una mujer, se les exige tener sus ventanas pintadas de forma de no ser vista desde afuera. Por otra parte, deben llevar zapatos que no hagan ruido para no ser oídas. Gracias a todo lo anterior, las mujeres viven temerosas de perder su vida por la menor falta. Las mujeres que no pueden trabajar o que carecen de esposos o parientes masculinos, no tienen más alternativa que morirse de hambre o pedir limosna en las calles, sin importar que tenga una preparación, incluso un doctorado. Es así que la depresión se ha generalizado al punto de alcanzar niveles de emergencia.
No es posible en esta sociedad islámica radical saber con certeza el número de suicidios, pero apreciaciones confiables estiman que la tasa de los mismos entre las mujeres que no encuentran medicamentos apropiados y tratamientos para depresiones severas, y prefieren quitarse la vida en vez de vivir en tales condiciones, ha aumentado significativamente.
En uno de los escasos hospitales para mujeres, un corresponsal encontró cuerpos inmóviles, casi sin vida, yaciendo sin movimiento encima de las camas, envueltos en su burka, sin deseos de hablar, comer o hacer cualquier cosa, dejándose morir lentamente. Otras han enloquecido y se les ve acurrucadas en los rincones, meciéndose o llorando constantemente, aterradas la mayor parte.
El hombre tiene el poder de vida y muerte sobre sus familiares, especialmente sus esposas, pero una turba furiosa tiene igualmente el derecho de lapidar o golpear a la mujer, llevándola a menudo hasta la muerte, por el ``delito'' de mostrar un centímetro de su cuerpo o por ``ofenderlos'' por la más ligera falta.
Con frecuencia se argumenta que no es posible juzgar afuera tales acciones, ya que --se dice-- son producto de tradiciones culturales. Pero en este caso ni siquiera así: las mujeres disfrutaron hasta hace poco de libertad relativa para trabajar, vestir generalmente como se les antojara, conducir un auto y aparecer solas en público. La rapidez de esta transición es la razón principal que las lleva a la depresión y al suicidio. Mujeres que fueron educadoras, médicas, profesionistas, que simplemente hacían uso de las libertades humanas básicas, se ven ahora severamente restringidas y tratadas como infrahumanas en nombre del supremo derecho fundamentalista del Islam. No sólo no es su tradición o ``cultura'' sino algo que les es ajeno, algo extremadamente brutal aun para aquellas culturas en las que el fundamentalismo es la regla.