La Jornada Delcampo, 24 de febrero de 1999

 
 
La economía moral contra
el autócrata mercantil
 
Armando Bartra
 
El paradigma neoliberal es un mito.
Un mito peligroso que trata de ocultar, tras las inapelables decisiones del mercado, el real imperio de una economía inmoral.
Vivimos una economía que propicia las hambrunas en un mundo de abundancia, que torna abismales las diferencias de clase, de etnia, de género, de región. Una economía política que le enmienda la plana al mercado cuando el afectado es el capital
 
 

Buscando el hilo conductor

En el prólogo de La sociedad frente al mercado (UAM, México, 1998), los coordinadores María Tarrío y Luciano Concheiro nos anuncian que el libro es una "totalidad compleja". Después de leer una introducción y quince brillantes ensayos uno empieza a dudar de dicha afirmación.

Y es que los trabajos del libro se inscriben en las más diversas disciplinas, desde la economía de Etelberto Ortiz hasta la teología de Enrique Dussel, pasando por la sociología de Beatriz Canabal y Joaquín Flores, la agronomía de Roberto Diego y Rafael Calderón y la antropología de Rodolfo Stavenhagen. Pero, además, abordan temas varios pintos que van de los movimientos financieros, de que nos habla Celso Garrido, a los movimientos campesinos que reserva Carlos Cortez, pasando por los movimientos demográficos de los que da cuenta Diana Villarreal.

Al terminar --derrengado-- las cerca de 400 páginas, uno se pregunta: ¿qué tienen que ver las cajas de ahorros de Patricia Couturier con la distinción epistemológica entre familia y grupo domestico de Vania Salles?; ¿qué comparten la transición mexicana que desmenuza Felipe Campuzano y la emergencia indígena en América Latina que analiza Rodolfo Stavenhagen?.

Ciertamente, el conjunto de ensayos compilados conforma una reflexión a muchas voces sobre la llamada "modernización", un abordaje crítico de la globalidad finisecular con énfasis en las cuestiones rurales. Y, por qué no, un esbozo de "modernidad alternativa" implícita en los proyectos de los movimientos sociales y en las experiencias "autogestivas" y "solidarias" que reseñan algunos trabajos. Pero, ¿donde está la "totalidad compleja" que anticipan María y Luciano?; ¿hay realmente un hilo conductor en La sociedad frente al mercado?.

El prólogo del libro --que es una reflexión de conjunto sobre los trabajos compilados-- avanza en la tarea de poner al descubierto el sustrato que comparten y las premisas que los unifican. Pero la melodía que ordena el coro se intuye, también, por otros síntomas: el ensayo inicial del libro, que escribe Guillermo Almeyra, descubre un "vacío político" en la crisis finisecular del capitalismo, mientras que el conclusivo, de Enrique Dussel, llama la atención sobre la "eticidad" de la rebelión maya de 1994. Así, la moral como ausencia y como necesidad abre y cierra la obra.

Otra pista, que por patente podría escaparse, se encuentra en los conceptos "sociedad" y "mercado", cuya confrontación ?teórica y tipográfica? se propone desde la portada; y otra más, en el subtítulo del ensayo sobre políticas maiceras, de Diego y Calderón, que simbólicamente se apellida Centéotl vs el libre mercado.

El maíz: ¿Dios o mercancía? ¨En la confrontación finisecular ¿prevalecerá la lógica de los valores de uso o se profundizará la dictadura del valor de cambio?

El nuevo milenio ¿será el del mercado irrestricto o el de la restauración de la sociabilidad?

¿Cuál es la utopía que se esboza en las luchas de resistencia y se insinúa en las experiencias alternativas? Son estos los interrogantes profundos que presiden el libro y unifican la diversidad de los ensayos.

El motín como regulador del mercado

Aunque no se le menciona como tal, un concepto esclarecedor subyace en La sociedad frente al mercado. La idea ausente pero presente es lo que Edward Thompson llama "economía moral".

Y es que la confrontación en la que se decide nuestro destino no es entre sociedad y economía sino entre dos economías: la que se rige por valores sociales y la que regula de mala manera el autómata mercantil; la del sujeto y la del objeto; la economía moral y la economía inmoral.

No estoy hablando de una confrontación en exterioridad. La economía moral a la que me refiero no está sola en el pasado preburgués o en el futuro postcapitalista; no es nada más el paradigma de otras civilizaciones testarudas pero arrinconadas ?los pueblos indios? o de modos de producción supuestamente residuales ?la economía campesina.

Tampoco es una manera especifica y transitoria del capitalismo del siglo veinte, conocida como "Estado de bienestar", ni mucho menos el ámbito particular de la asistencia social.

La economía moral cruza por el centro mismo del modo de producción mercantil por excelencia. El capitalismo realmente existente ha sido y es, por razones estructurales, una economía moral; una economía que restringe, controla o suple al mercado. Una producción y distribución intervenidas por criterios extraeconómicos; valores que pueden ser de egoísmo o equidad pero que se imponen por la lucha, expresan la correlación de las fuerzas sociales, cristalizan en la ley y los ejerce el Estado.

Ya lo señaló en un texto de 1971 el brillante historiador inglés Edward Thompson:

"El modelo de una economía natural y autorregulable, que labora providencialmente para el bien de todos, es una superstición... La Riqueza de las Naciones (de Adam Smith) impresiona menos como ensayo de investigación empírica que como un soberbio ensayo de lógica válido por sí mismo..." (La economía moral de la multitud, en Tradición, revuelta y conciencia de clase, Editorial Crítica, España 1979, pp 80 y 81).

En el mismo texto, Thompson analiza el papel de la rebeldía y el motín en la regulación del mercado:

"(Hay un modelo de) protesta...que se deriva de un consenso con respecto a la economía moral del bienestar público... El motín era una calamidad social que debía evitarse a cualquier coste. Podía consistir éste en lograr un término medio entre un precio "económico" muy alto en el mercado y un precio "moral" tradicional determinado por la multitud. Este término podía alcanzarse por la intervención de los paternalistas, por la automoderación de los agricultores y comerciantes, o conquistando una parte de la multitud por medio de la caridad y los subsidios" (Ibid. pp. 121 y 122).

En todo caso, la lección de economía política era muy clara. Como la expresa una copla popular que se cantaba en Kent, Inglaterra, en 1630: "Cuanto antes nos levantemos, menos sufriremos".

Esto sucedía en el siglo XVII, y a principios de los setenta del XX Thompson sugiere que ahora el motín justiciero podría no ser ya tan necesario:

"Hoy ?escribe? no damos importancia a los mecanismos extorsionantes de una economía de mercado no regulado, porque a la mayoría de nosotros nos causan sólo inconvenientes o perjuicios de poco bulto. En el siglo XVIII no era este el caso. Las escaseces eran verdaderas escaseces. Los precios altos significaban vientres hinchados y niños enfermos..." (Ibid. p. 131).

Por desgracia, en el atardecer del milenio los niños enfermos y los vientres hinchados siguen siendo nuestro pan de cada día. Tan es así que el último Nobel de economía premia a un estudioso de las hambrunas contemporáneas. Hambrunas que hoy no son obra de la escasez cuanto del mercado, y frente a las cuales el motín está más que justificado; ya lo decían los pobres de Kent: "Cuanto antes nos levantemos, menos sufriremos"

En cierto sentido, el libro que comentamos da cuenta de cómo la economía moral confronta al Leviatán mercantil. Tarrio y Concheiro nos recuerdan las palabras de los sacerdotes de la libre concurrencia que administran la Secretaría de Agricultura:

"No es posible seguir produciendo... por tradición. (Es necesario producir) ...a fin de satisfacer el mercado y no a la inversa" (SARH 1994, en La sociedad frente al mercado, p. 200).

Dogma que preside el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, desmenuzado por Magda Fritscher, y contra el que se alzan los movimientos agrarios que reseñan Cortez, Canabal, Flores, García y Villafuerte. Por su parte, Diego y Calderón contraponen la cultura del maíz al ídolo librecambista, mientras que Couturier rebate la omnipresencia del lucro como único motor posible, al describir la filosofía de las Cajas Populares, un instrumento financiero con rostro humano.

Pero, ¿no estaremos hablando sólo de unidades domésticas campesinas, como las que analiza Salles; de los aparatos económicos asociativos de crédito y comercialización, a los que se refieren Cortez y Couturier; o, en el mejor de los casos, del gasto social, que Campuzano analiza en su versión salinista pronasolera? ¿No estaremos dejando de lado los aspectos medulares del mercado; el núcleo duro de la economía capitalista, ubicado en el trabajo asalariado y la extracción de plusvalía?
 

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La economía moral según Carlos Marx

Que la economía moral no es añoranza del porvenir, remanente del pasado, o experiencia irrelevante que sólo pervive en las orillas del sistema, lo revela el análisis más consistente que se haya escrito sobre la reproducción de la moderna sociedad mercantil: El Capital, de Carlos Marx. En el capítulo ocho del primer tomo de este libro, el hombre que junto con Smith --pero en talante crítico-- más ha favorecido la imagen del capitalismo como economía autorregulada, llega a la pasmosa pero ineludible conclusión de que el sistema capitalista, ese autómata mercantil, sólo puede reproducirse por la mediación de factores morales:

"La jornada de trabajo --escribe-- no representa una magnitud constante sino variable..., es susceptible de determinación, pero no constituye de suyo un factor determinado. La jornada de trabajo tropieza con un límite máximo...que se determina de un doble modo: de una parte por la limitación física...(pero) aparte de este límite... tropieza con ciertas fronteras de carácter moral. El obrero necesita una parte del tiempo para satisfacer necesidades espirituales y sociales cuyo número y extensión dependen del nivel general de cultura..." (El Capital, Tomo I, Fondo de Cultura Económica, México, 1964).

Y más adelante abunda:

"En su impulso ciego y desmedido... el capital no solo derriba las barreras morales, sino que derriba también las barreras puramente físicas de la jornada de trabajo..." (Ibid, p. 207).

Y este límite, que el capital en su ciega y atrabancada voracidad es incapaz de establecer, se fija igual que los precios de los cereales en las hambrunas de la edad media: por el recurso de la rebeldía y el motín.

"La implantación de una jornada normal de trabajo --sigue Marx-- es el fruto de una lucha multisecular entre capitalistas y obreros" (Ibid, p. 212).

"(Las)...minuciosas normas en que se reglamentan...periodos, límites y pausas del trabajo...se fueron abriendo paso...como otras tantas leyes naturales del moderno régimen de producción. Su formulación, su sanción oficial y su proclamación por el Estado, fueron el fruto de largas y trabajosas luchas de clases" (Ibid, p. 223).

Fronteras morales, necesidades espirituales, nivel de cultura; categorías metafísicas en una perspectiva economista, que paradójicamente aparecen aquí como única forma de fijar una magnitud decisiva en la reproducción del capital: la duración e intensidad de la jornada de trabajo.

Y quien dice jornada de trabajo dice también salario, cuya magnitud tiene como límite el precio de los medios de vida necesarios para la simple sobrevivencia, pero que se fija a través de la lucha gremial y con base en criterios culturales. Y quien dice salario directo piensa también en el salario indirecto, implícito en la inversión social destinada a los trabajadores. Y quien dice gasto social tiene que hacer referencia a los criterios de desarrollo que debe incluir toda política de fomento: creación de empleo suficiente y digno, búsqueda de un crecimiento social y regionalmente equilibrado, sustentabilidad ambiental, etcétera, etcétera.

Pero, atención, no estoy diciendo aquí que al Leviatán mercantil haya que imponerle, desde fuera, candados sociales.

Lo que sostengo, siguiendo a Marx, es que en la propia reproducción económica del capitalismo juegan factores morales; que sin resistencia la acumulación se devora a sí misma; que sin contrapesos sociales el capital descarrila inevitablemente; que la economía es política y la política economía, de modo que sin leyes reguladoras y Estado interventor el mercado se derrumba.

El paradigma neoliberal como mito, y las claves de una nueva modernidad

Lo que sostengo es que el paradigma neoliberal es un mito.

Un mito peligroso que trata de ocultar, tras las inapelables decisiones del mercado, el real imperio de una economía inmoral.

Hablamos de una economía que propicia las hambrunas en un mundo de abundancia, que torna abismales las diferencias de clase, de etnia, de género, de región. Una economía política que le enmienda la plana al mercado cuando el afectado es el capital, pero en nombre de la libre concurrencia desregula el mercado de trabajo.

Si la economía del sistema económico vigente no es un campo neutral, menos lo serán las nuevas utopías que reclama el milenio. "La economía es una relación social", nos recuerda Guillermo Almeyra en el primero de los ensayos; y continúa "El mercado ya no puede asegurar la integración social", para terminar llamando a "diseñar otra modernidad, incluyente y democrática, que preserve el futuro de la humanidad".

Y esta otra modernidad --digo yo-- tendrá que sustentarse en una economía con rostro humano; una economía moral por la que nos amotinamos cuando el ogro mercantil aún era pequeño, por la que combatimos en los orígenes de la sociedad burguesa, y por la que seguimos y seguiremos luchando en los tiempos senectos del capital. *