Horacio Labastida
Las masas corruptas

Quizá el tema de hoy debiera dedicarlo a la gratuidad de la educación universitaria o superior, según el texto del artículo 3¼ de nuestra maltratada Constitución y la voluntad de la legislatura que sancionó las reformas de 1993. Insistimos, cobrar cuotas a cambio de educación universitaria es inconstitucional, pero no lo sería acordar cooperaciones de los alumnos para mejorarla a través, por ejemplo, de un fondo específico que el Consejo Universitario podría crear, cooperación condicionada a la capacidad económica de cada uno de los alumnos; nada darían los que nada tienen. Sin embargo, dejamos para días próximos tan importante asunto porque lo ocurrido en las elecciones de Quintana Roo, Hidalgo y Guerrero exige una profunda reflexión por su carácter premonitorio para el año 2000.

Al margen de las trampas que se infiltraron en conteos o falsificación de votos, incluidos los sufragios apócrifos y las suplantaciones de urnas, pervive con gran fuerza un tradicional fenómeno que no vale eludir cuando se habla de distorsiones democráticas. En las entretelas del acto comicial surgen los escenarios manipulados que pervierten, restringen o aniquilan la libertad ciudadana, escenarios reproducidos en la historia a partir del ascenso de Antonio López de Santa Anna como primera figura política en buena parte de nuestro siglo XIX. Para este funesto personaje los comicios de 1828 fueron muy provechosos: ¿cómo fue que un héroe nacional, Vicente Guerrero, perdiera frente a Manuel Gómez Pedraza, enemigo de la insurgencia y colaborador en el aprisionamiento que llevó a Morelos hacia la muerte? La trampa consistió en manejar a las legislaturas locales y electoreras del Presidente, según la Carta de 1824. Santa Anna comprendió de inmediato que si el escogimiento quedaba en manos de una élite, resultaba fácil inclinarla hacia el favor de las clases dominantes, y tan ingeniosa como maligna conclusión lo mantuvo en la cúspide del mando hasta su caída definitiva (1855). Es decir, Santa Anna descubrió que un pequeño grupo pervertido, las cámaras legisladoras estatales o las asambleas departamentales junto con senadores y diputados, podía dinamitar la voluntad democrática del pueblo, disfrazando una libre designación del Presidente de la República.

El eminente jurista Emilio Rabasa (1856-1930) señaló con sobrada razón que el sufragio universal concedido por el constituyente de 1857 no resolvió la negación democrática de la era santannista, porque el gobierno se vio obligado a fingir elecciones ante la ausencia de un pueblo no acostumbrado a las prácticas electorales. Para movilizarlo Porfirio Díaz montó con la ayuda de sus parciales una gigantesca pirámide de compadres paralela a la que, bajo su potestad, armaron gobernadores, jefes políticos y presidentes municipales, a fin de poner en marcha durante sus múltiples reelecciones y por primera vez hacia 1880, a masas electorales corruptas integradas por ciudadanos forzados y acarreados, hasta su última autodesignación (1911). Juárez y quizá Lerdo de Tejada fueron rodeados de comicios limpios en los años preporfiristas, y antes de la Revolución sucedió lo mismo a Madero; en cambio, en la posrevolución únicamente Cuauhtémoc Cárdenas se vio ungido por un libre voto ciudadano.

En las últimas ocho décadas y fracción, las elecciones han sido víctimas de violencias militares, policiales y paramilitares, sobre todo en los primeros lustros, violencias lentamente transformadas en grados que van de trampas que alteran el contenido de urnas, actas de casillas o decisiones del órgano electoral, hasta la cada vez más extendida corrupción del voto. Y precisamente éste es un hecho terriblemente abrumador, pues en los comicios de Guerrero, Hidalgo y Quintana Roo quedó acreditado que las autoridades y sus agentes conservan inalterada su aptitud de corrupción de la conciencia ciudadana con objeto de inclinarla al sufragio favorecedor de las candidaturas oficiales, sin necesidad de echar mano en gran proporción de las agresivas viejas tácticas. Aprovechando el hambre, la ignorancia o la generalizada cultura de corrupción que transforma la decisión inmoral en un deber ser de la conducta, alimentada ésta con recursos del erario público o la oferta de beneficios al futuro, el gobierno impulsa cascadas de sufragios simuladamente libres de pecado ante los responsables de su recepción. Aunque la sabiduría común dice que el hábito no hace al monje, en las elecciones mexicanas el maquillaje disfraza muy bien la realidad; y estos hechos claros y evidentes en Guerrero, Quintana Roo e Hidalgo --repetimos-- plantean a nuestra conciencia un problema de vida o muerte de nuestra dignidad. Si no logramos limpiar la conciencia ciudadana de las enormes cargas de corrupción que la han manchado a lo largo de la historia política, el próximo julio del año 2000 verá otra vez a la democracia mexicana derramando amargas lágrimas ante su imposibilidad de vencer a sus seculares enemigos: los dueños del poder económico en su papel de gobernantes de los dueños del poder político.