Noam Chomsky
Estados Unidos y la universalidad de los derechos humanos*
Al interior de las sociedades industriales adineradas, el nivel de protección a los derechos humanos es por lo general bastante alto, en términos comparativos. Las más serias violaciones tienen que ver con conductas más allá de sus fronteras. Las más extremas entrañan participación directa en atrocidades horrendas o su respaldo: por ejemplo el involucramiento de Washington en las guerras de Indochina que arrojaron millones de muertes y tres países en ruinas, además de los miles que siguen muriendo cada año como resultado de pertrechos de artillería sin estallar o por efecto de la guerra química. Otro ejemplo son las guerras estadunidenses de los 80 en Centroamérica que arrojaron cientos de miles de torturados y mutilados y millones de refugiados, viudas y huérfanos. En este caso Estados Unidos hizo caso omiso del dictamen de la Corte Mundial que le ordenaba detener este ``uso ilegal de fuerza'' y pagar reparaciones sustanciales a las víctimas.
Según Lars Schoultz, el principal especialista en violaciones a derechos humanos en Latinoamérica que involucran a Estados Unidos, la ayuda estadunidense ``tiende a fluir desproporcionadamente hacia gobiernos latinoamericanos que torturan a sus ciudadanos [...] o hacia los egregios violadores de derechos humanos fundamentales en el hemisferio''. Aparecido en 1981, su estudio incluía datos del gobierno de James Carter. Sería superfluo un estudio semejante que cubriera los años de los gobiernos Ronald Reagan-George Bush. La tendencia continúa bajo el régimen de Bill Clinton: el principal beneficiario de ayuda y entrenamiento militar estadunidense es Colombia, donde los militares y sus socios paramilitares apilan un expediente tan alarmante en violaciones, que es el peor del hemisferio.
Más aún, Estados Unidos (junto con el Reino Unido y otros) respaldaron con entusiasmo a Saddam Hussein durante los periodos de sus peores atrocidades y sólo se tornaron contra él cuando desobedeció órdenes --incluso inmediatamente después de la Guerra del Golfo le brindaron apoyo tácito en sus matanzas de rebeldes chiitas y kurdos. En Indonesia, Suharto llegó al poder en 1965 con la masacre de cientos de miles de personas, en su mayoría campesinos sin tierra, lo que representó ``una espeluznante carnicería de masas'' en palabras del New York Times, que pasó a ensalzar a los ``moderados'' que propiciaron este ``rayo de luz en Asia'', uniéndose así al aplauso que resonó en todo el espectro político ante la peor masacre desde el holocausto.
Suharto logró uno de los peores niveles del mundo en violaciones de los derechos humanos. Invadió y se anexó ilegalmente Timor Oriental matando en el camino a una cuarta parte de su población, pero contó siempre con un fuerte respaldo de Occidente. Entre tanto, convirtió su rico país en un ``paraíso para inversionistas'' que fueron opacados sólo por la corrupción y el latrocinio rampantes de la familia Suharto y sus socios. No obstante, Clinton alabó a Suharto llamándole ``nuestra clase de persona'' cuando visitó Washington. Al igual que Saddam, Mobutu, Ceaucescu, Ferdinand Marcos, Duvalier, Somoza, Trujillo y una enorme lista de pandilleros y asesinos, Suharto perdió el favor de Washington únicamente cuando dejó de representar el papel que le asignaron, y cuando perdió la capacidad de controlar a la población.
Esta es la punta del iceberg. Es muy importante que la gente demande y luche en favor de derechos oficialmente proclamados, pero es común que los poderosos usen estas proclamas como armas en contra de otros. La gente debe luchar en favor de estos derechos pero sin hacerse ilusiones en torno a los sistemas de poder y aquellos que los sirven.
El encabezado de una de las notas principales de la edición del New York Times del 29 de junio de 1998 (que reportaba el llamado de Clinton a los dirigentes de China para que protegieran los derechos humanos) rezaba: ``El presidente califica ciertos derechos como universales''. El matiz ``ciertos derechos'' es correcto. La norma generalmente aceptada de derechos humanos es la Declaración Universal de los Derechos Humanos (DU), y se considera ``ley internacional habitual'' en las cortes estadunidenses. Pero a contrapelo de la retórica, Estados Unidos asume una posición altamente relativista en lo que respecta a la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Aun formalmente, asume sólo ``ciertos derechos'' de los enumerados en tal documento.
En concreto, Estados Unidos sostiene que los derechos socio económicos contenidos en la DU no tienen validez alguna. Son, en palabras de la embajadora estadunidense ante Naciones Unidas, Jeanne Kirkpatrick, ``una carta a Santa Claus''. ``Ni la naturaleza, ni la experiencia o la probabilidad alimentan estas listas de `prerrogativas', las cuales no contienen restricción alguna salvo las del alcance y apetito de sus autores''.
Por razones semejantes Estados Unidos ha rechazado la Declaración del Derecho al Desarrollo, de Naciones Unidas, que sostiene ``el derecho de los individuos, los grupos y los pueblos a participar en, contribuir a, y a disfrutar un desarrollo político, económico, social y cultural continuo, en el cual todos los derechos huma- nos y las libertades fundamentales puedan cumplirse a plenitud.'' ``Estos no son derechos'', informó el embajador de Washington, Morris Abram, a la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas: las propuestas son un ``recipiente vacío'' y ``parecen disparatados''; incluso una ``incitación peligrosa''. Estados Unidos, unilateralmente, vetó la Declaración del Derecho al Desarrollo, rescindiendo de hecho el artículo 25 de la DU, que el documento en cuestión parafrasea con bastante aproximación. Es un hecho que las prácticas estadunidenses guardan marcadas inconsistencias con las previsiones socio-económicas de la DU.
Ciertamente que Estados Unidos se exenta de todas las previsiones de la DU, al no firmar convenciones facultativas diseñadas para instrumentar estas previsiones. La Convención de los Derechos de los Niños, por ejemplo, ha sido ratificada por todos los países excepto Estados Unidos y Somalia. Lo que es más, las pocas convenciones ratificadas se consideran inaplicables en Estados Unidos (y se les juzga como no ``autoejecutables''). Esto no es cualquier cosa: las organizaciones de derechos humanos han enfatizado una y otra vez que las prácticas penales y de justicia criminal en Estados Unidos --al igual que muchas de sus prácticas laborales-- violan las convenciones internacionales.
A diferencia de lo ocurrido con las previsiones socioeconómicas, Estados Unidos dice asumir los derechos civiles y políticos enumerados en la DU. Pero de nuevo los sujeta a consideraciones unilaterales. En Estados Unidos, la más famosa de estas previsiones es el artículo 13 (2) de la DU, que afirma que ``toda persona tiene el derecho a abandonar cualquier país, incluido el propio''. Antes del colapso de la Unión Soviética, este principio se invocaba cada año en el Día de los Derechos Humanos (el 10 de diciembre), con manifestaciones e indignadas condenas a la Unión Soviética por su rechazo a permitir que se marcharan los judíos. En estas ocasiones, sin embargo, siempre se omitía la frase ``y retornar a su país''.
La significación de estas palabras omitidas fue expresada el 11 de diciembre de 1948, un día después de la ratificación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, cuando la Asamblea General de Naciones Unidas aprobó por unanimidad la Resolución 194, que afirma el derecho del pueblo palestino a retornar a sus hogares o a recibir compensaciones si decidían no regresar.
También se omite el hecho de que aquellos que exhortaban a los tiranos soviéticos a cumplir el artículo 13 (2) eran los más dedicados oponentes de este artículo. Este rito anual simboliza con bastante precisión las actitudes de las élites hacia la universalidad de los derechos humanos: los derechos son operativos cuando los poderosos los declaran, un principio elemental que se oculta con despliegues impresionantes de hipocresía y falsificación.
Debemos darle a Clinton el crédito de retirar la hipocresía en este caso particular. durante la sesión de Naciones Unidas celebrada en diciembre de 1993, el gobierno de Clinton revirtió por vez primera su política oficial y se unió abiertamente a Israel en su oposición a la Resolución 194. Como siempre, no hubo reporte ni comentario. Al menos quedó atrás la inconsistencia: la primera mitad del artículo 13 (2) ha perdido su relevancia y ahora Washington rechaza oficialmente la segunda mitad.
Estados Unidos rechaza también el artículo 14 de la DU, que afirma que ``toda persona tiene el derecho a buscar y disfrutar de asilo en otros países en casos de persecución.'' De nuevo, es fácil adivinar la racionalidad implícita en la postura estadunidense. Para mencionar tan sólo un caso: por más de 20 años Estados Unidos bloqueó virtualmente el flujo de refugiados de Haití, forzando a los que huían a regresar a las manos de asesinos y torturadores brutales --quienes por lo general recibían respaldo abierto o tácito de Washington--. Una vez más, hay que dar crédito a quien lo merece. Esta ``política de refugiados, irresponsable, reprensible e ilegal'' (como la llamó America's Watch) se rescindió por unos meses en 1991 cuando Haití disfrutó de un breve momento de democracia, para gran preocupación de Washington que intentó minar el régimen democrático y revirtió su política de asilo. El flujo de refugiados disminuyó casi a nada en aquellos momentos de esperanza, pero los refugiados haitianos gozaron de niveles de asilo sin precedentes en Estados Unidos. La práctica retornó a sus condiciones habituales después del golpe militar que reinstaló el terror.
* Extractos de pláticas incluidas en The United States and the Challenge of Relativity en Tony Evans, compilador: Human Rights Fifty Years On: a Reappraisal. University of Manchester Press, Manchester y Nueva York, 1998.